Nada más…/ Federico Reyes Heroles
Están en todo su derecho de discrepar, de tener antipatía, de aborrecer, de expresar sus sentimientos. Faltaba más. Están en su derecho de utilizar la palabra, la gesticulación, las pancartas, las máscaras o lo que se les ocurra. Como jóvenes tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano. Voto activo y el pasivo, con ciertas restricciones. Su participación es sana. Lo es por el anquilosamiento de los partidos incluso después de la alternancia, por la falta de aire fresco, de rostros nuevos, de nuevas ideas. La partidocracia es real: son los partidos los que tienen la llave para decidir quién entra. Por los hechos no parecieran interesarse por una mayor competencia, por más propuestas o por vías alternas a ellos para acceder al poder. Salvo la aprobación de las candidaturas independientes -cuya reglamentación está pendiente- todo lo demás es cerrazón.
Pueden estar en contra de uno, de dos, o de todos los partidos políticos. Pueden odiar a las televisoras y pensar que todos los males de nuestro país se derivan de ellas. Aunque 50% de electores manipulados es una ofensa mayúscula. La soberbia merodea, sólo ellos conocen La Verdad. Pueden exigir que la cobertura informativa que consideran tendenciosa sea corregida. Que las televisoras sientan presión puede hacernos a todos conscientes de que ningún tipo de gerontocracia puede gobernar a un país donde los jóvenes son y serán por un tiempo la gran mayoría. La gerontocracia es muy evidente en las dirigencias de algunos partidos y puede también ser un síndrome de las pantallas. No me refiero a la edad por sí misma sino a algo aún más grave: la falta de sensibilidad para entender a los jóvenes. La sacudida es sana.
Pero revisemos la escena. Una turba se arroja sobre un vehículo. Suponen que el candidato al que odian va en su interior. Pegan al vehículo calcomanías, afiches, le arrojan objetos y lo rodean. Impiden su avance. No piden diálogo, no les interesa. No hay críticas a las ideas del candidato. Están allí para decirle te odiamos, lárgate, representas lo peor de nuestro país. La escena dura unos minutos, tensos minutos, pero resulta que el candidato no viaja en ese vehículo. Dado ese hecho la noticia ocupa lugares secundarios en la cobertura noticiosa. Si el candidato hubiese ido dentro, quizá el asunto hubiera sido diferente.
Preterintención lo llamaban los penalistas. La extraña palabreja se refiere a lo que un individuo quiso hacer independientemente del resultado. En la oscuridad de la recámara el potencial asesino se acerca a la cama, ve el bulto debajo de las sábanas y dispara varias veces. Resulta que la potencial víctima había fraguado el engaño. ¿Y ahora? En los hechos el sujeto no mató a nadie. Pero de que quiso hacerlo no nos cabe la menor duda. Entró de noche, rompió una ventana. Había comprado y cargado el arma y finalmente disparó. Qué ruta debe seguir el juzgador, la de los hechos -no hay un cadáver- o la de la intención de quien ejecutó el acto. Preguntas, ¿qué querían? ¿Simplemente expresarle su antipatía e inconformidad? ¿Insultarlo o algo más? Y si de verdad hubiese ido dentro y si los cristales no hubiesen sido blindados, hasta dónde hubieran llegado. Peor aún el candidato tiene calor y abre la ventanilla. Escupitajos, piedras, líquidos, cuál hubiera sido el siguiente paso. El miércoles se lee en una pancarta: «Mario Aburto ¿En dónde estás cuando México realmente te necesita?». No hablo por todos, pero es inadmisible en un movimiento demócrata.
Nada más rodearon el vehículo, nada más le pegaron unos carteles, nada más le gritaron unos cuantos insultos, nada más le aventaron uno que otro objeto, nada más, nada más… Quien incursiona o quiere incursionar en la política compra el boleto entero: derechos y obligaciones. La civilidad es una de ellas. ¿De dónde aprendieron que la barbarie es admisible? Quizá de los diputados que a empellones y gritos y violando la ley pretenden cogobernar a México. Quizá de las múltiples manifestaciones que impiden el tránsito y aplastan los derechos ciudadanos. Quizá de los sindicalistas de los que se hicieron acompañar en la Ciudad de México y que tienen cientos de demandas penales por actos de sabotaje y otros. Quizá de los macheteros de Atenco que vejaron policías y los encaminaban a la muerte, los mismos que violentamente tomaron el aeropuerto capitalino. Quizá de las turbas que lincharon policías en Tláhuac o de los excesos policiacos y las arbitrariedades del Ejército y la Marina. Ejemplos hay muchos.
De qué nos asombramos. El umbral de tolerancia a la violencia se ha elevado sistemáticamente. La alternancia, tanto municipal, estatal como la federal, no ha establecido nuevas reglas de convivencia. Son esas reglas y los actos ciudadanos de respeto a ellas, a la pluralidad, los que hablan de una democracia consolidada. La violencia familiar -tan común en México-comienza por arrojar el primer objeto o lanzar la primera bofetada. Nada más le dio una, nada.