Un mundo a la deriva

granma.cu

Hasta mediados del siglo XX la movilidad humana estaba muy restringida. Las personas sostenían vínculos comunitarios más estrechos. Se relacionaban durante toda su vida con parientes, amigos, asistentes a la misma iglesia o al mismo club. Si viajaban, era periódicamente y casi nunca a lugares muy distantes de los límites de la ciudad. Abuelos, padres y hermanos vivían, casi todos, próximos unos a otros. Eso reforzaba los nexos comunitarios, la autoidentidad, el sentido de cohesión. Los lazos de sangre hablaban más alto que el nivel de vida o de cultura.

Todo eso se derrumbó con la movilidad geográfica facilitada por la posmodernidad. El barco que conducía al clan familiar fue al encuentro de los peñascos de la sociedad consumista y naufragó. Todos quedaron a la deriva.

Hoy, en esa enorme jaula de cemento y hierro llamada edificio de apartamentos, el vecino no sabe nada sobre el que vive al lado. Están todos condenados a la pérdida de identidad, el anonimato, la falta de contacto. Mientras que en «la aldea» las miradas eran de familiaridad y bienvenida, ahora son de sospecha y miedo. Como diría Sartre, el otro es, potencialmente, el infierno. ¿Cómo preservar la autoestima si la persona no se siente estimada?

A lo anterior se suma un nuevo factor que agrava la ansiedad, la soledad, las actitudes narcisistas: la aldea digital. Así como las personas buscan grupos con los cuales se identifican (el club, la iglesia, la asociación, el proyecto cultural, etc.) también se insertan en varios nichos internáuticos en un esfuerzo por afirmarse socialmente. El ser humano no puede prescindir de la mirada afectuosa del otro. Pero el espacio cibernético es sustancialmente narcisista. La persona postea algo –un mensaje, una foto, un meme, etc.– como quien arroja un pez a un lago rodeado de pescadores. Ansiosa, quiere saber quién miró su post, si interactuó con él y de qué manera. Y cae en el círculo vicioso de la digitación constante.

Si en el espacio urbano, donde los lazos familiares están geográficamente distanciados, prevalece la desconfianza, en el virtual se hace más acentuada. Como en la paradoja del gato de Schrodinger, el otro con quien te relacionas puede o puede no ser él. Y, como es natural, cada quien trata de ser reconocido dentro de esa burbuja. Cuando alguien postea, lo hace también en busca de sí mismo. El teléfono inteligente funciona como un espejo en el cual millones esperan ver su imagen mejorada. Y muchas veces, el retorno es la deconstrucción de quien posteó. Nadie ingresa en el cuadrilátero de boxeo para presenciar la pelea, sino para golpear al otro hasta aniquilarlo. Y eso es más fácil cuando el otro es un extraño. El otro, en esa arena virtual, es siempre un competidor y no un compañero.

De ahí la fábrica de odio, de fake news, de todo lo que haga sobresalir por encima de los demás. La emoción prevalece sobre la razón. Y la imposición sobre el diálogo. No se buscan compañeros, sino seguidores. Millones de pequeños dictadores emiten su verdad acerca del mundo, aunque sea una clamorosa mentira, y así fusilan virtualmente a todos los que se les oponen.

Un ejemplo de esa tendencia de aislamiento y agresividad es el auge de la compra de vehículos utilitarios (SUV, por su sigla en inglés), adecuados para zonas rurales, por las clases altas de las áreas urbanas. Aun si no son adecuados para andar por la ciudad, les proporcionan a los pasajeros una sensación de protección y poder. Muchos añaden a la marca modelos con nombres típicos de conflictos y enfrentamientos bélicos: Defender (defensor), Raider (agresor), Crossfire (fuego cruzado), Tracker (rastreador), Kicks (patadas).

Conviene escuchar a los sabios: «Es llegado el momento, no hemos de esperar más. Oigamos al ser humano que habita en cada uno de nosotros y clama por nuestra humanidad, por nuestra solidaridad, que insiste en hablarnos y hacernos ver al otro que da sentido a nuestra existencia y es su razón de ser, sin el cual no somos y jamás seremos humanos en el sentido de esa palabra» (Rubem Alves: «A escutatória»).

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