Es el título (es decir, era) de este artículo dedicado a defender a los trabajadores del daño que les causa la ley laboral, aún en periodo de gestación.
Sustenté el nombre de este Bucareli, (es decir, del otro) en una lista de amenazas a los derechos laborales: la subcontratación a través de terceros, conocida como outsourcing, sin responsabilidad para el patrón; limitación de pago de salarios caídos a un año, no lo que dure el conflicto sindical; en materia de despidos injustificados, la iniciativa ampara las relaciones contractuales en favor de la empresa; se fragmenta el salario al establecerse la contratación por hora; se nulifica la exclusividad (y la fuerza) sindical al permitir a los trabajadores cambiar de dirigentes entregando sus nombres al patrón, al gobierno y a la dirigencia cuestionada; acota el derecho de huelga; no prevé seguro de desempleo; no observa la disminución de la jornada laboral a 40 horas por semana.
Evocaba la mística de la lucha de clases, el sacrificio de mártires que robaban pan a cambio de cárcel y muerte. Los soldados matando en caliente a los mineros de Cananea, a los obreros textiles en Río Blanco, a los ferrocarrileros de San Luis Potosí. En 1913, la jornada máxima de ocho horas, indemnizaciones en caso de accidentes de trabajo, reconocimiento de la dirigencia sindical. En 1914, en Jalisco, el descanso dominical, el derecho a ocho días de vacaciones anuales, la prohibición del trabajo a menores de nueve años. En 1915, el servicio médico obligatorio, los tribunales laborales, el proyecto de Contrato del Trabajo para fijar obligaciones de patrones y obreros. En 1917, la Constitución incorpora en su artículo 123, antes de la revolución bolchevique, el reconocimiento del trabajador como clase socialmente productiva con derechos no considerados hasta ese momento por ninguna otra Carta Magna.
Nacía al mismo tiempo una nueva rama del derecho que ya no consideraba al trabajador como parte igual de un convenio civil que se firma entre semejantes. El derecho obrero, al reconocer la debilidad de un trabajador frente a un patrón, aparece como derecho tutelar, protector de una de las partes, del asalariado y nivela las fuerzas de los contratantes para hacerlos compartir el producto de su esfuerzo conjunto. Las leyes laborales son, en su defensa del trabajador, garantes de la inversión patronal, pero garantes también del trabajo como la otra parte que, en la medida de su importancia, merece una compensación equitativa.
En eso estaba cuando chocaron los principios jurídicos con la realidad deprimente. De los postulados de Justiniano caí al patio de Monipodio. Después de todo, pensé, algunas de las propuestas del proyecto merecen atención antes de rechazarlas. No podemos hacernos como Tío Lolo ante los topillos, trinquetes, robos, abusos y violaciones de la ley por parte de quienes supuestamente defienden los intereses de los trabajadores. La corrupción impera en la vida de las estructuras laborales. Personajes que debieran estar presos son recibidos con fiestas y abrazos en las cámaras donde se elaboran las leyes que constantemente violan.
Necesaria, indispensable, inaplazable es, por ejemplo, la propuesta de que los líderes obreros rindan cuentas a los sindicalizados, privados hoy del derecho de conocer el destino de su patrimonio. “Las cuotas son parte del salario de los trabajadores”, dijo el presidente Calderón. Se las descuentan del pago y ha llegado el momento de que la ley obligue a los dirigentes a justificar hasta el último centavo de los gastos. Esta disposición no violaría ningún derecho del trabajador, al contrario: defendería esa parte de su salario que nunca tocan sus manos y cuyo uso ignoran. La dirigencia sindical debe estar obligada a rendir cuentas de cada centavo aportado por sus proletarios.
Un solo sindicato mexicano, el de maestros, recibe 20 mil millones de pesos al año, suma del 5% de los sueldos de más de un millón de pagadores cautivos. Y el de petroleros es rebaño de un pastor al que 30 de sus agremiados muertos por falta de protección en el trabajo le parecen accidente menor, mientras se traslada del restaurante más caro de México al Senado, donde disfruta de fuero, sueldo (que usted y yo pagamos) y sus otros tiempos libres.
Este redentor de las masas calla mientras su empresa (propiedad, en teoría, del pueblo mexicano) manda hacer cruceros de lujo en astilleros abandonados de Galicia, destinando sobre mil millones de euros al negocio más turbio y costoso de la historia de México, cuando sus obreros se queman vivos y millones de jóvenes mexicanos buscan sin esperanza cualquier empleo.
¡Carajo!