Lo creía, lo dijo y lo probó: «La literatura es vida de más». Almudena Grandes apostó por entender la vida escribiéndola, mirando hacia los lados y hacia atrás, viviendo, como sucede en sus novelas, desde la realidad y la imaginación para reconocer emociones que de otro modo no alcanzaría. La escritora madrileña ha fallecido en su casa de Madrid a los 61 años después de dos resistiendo los embates de un cáncer.
Nació en Madrid el 7 de mayo de 1960, en el barrio de Chamartín. Estudió Geografía e Historia. Se licenció de lo mismo. Los primeros pasos en el oficio los dio escribiendo textos para enciclopedias, a la vez armaba relatos breves. Desde la adolescencia mostró un apetito extremo por la literatura. Lo mantuvo durante 40 años de novelas, de cuentos, de artículos en El País, de compromiso político y cívico en favor de quienes no tienen sitio en la historia. O en la memoria.
Vivió con intensidad los años 80, aquel recodo festivo del underground hispánico que se denomina Movida madrileña. Malasaña fue la gabarra de un tiempo en el que Almudena Grandes fijó su primera astronomía literaria, llena de ímpetu y estímulos nuevos. De lo gozado y aprendido en aquellos días extrajo su primera novela, Las edades de Lulú. Era 1989. Una historia con la que ganó el XI Premio La Sonrisa Vertical y que vinculó desde entonces toda su obra a la editorial Tusquets, impulsora del galardón. Una escritura fuerte, cargada de erotismo, de desenfreno, de personajes zarandeados por el deseo. Fue su primer éxito. La novela se tradujo a 20 idiomas. Y, a partir de ahí, comenzó su expedición. Bigas Luna adaptó la historia al cine. «Las edades… me regaló la posibilidad de vivir la vida que yo quería. Jamás podré saldar esa deuda», comentaba años después.
En su segunda novela, Te llamaré Viernes (1991), trazó el itinerario (aún por hacer) de lo que sería su obra narrativa. Gerardo Herrero la adaptó al cine en 1996. Es una historia de amor en un Madrid desangelado. Es una historia de dos seres desconcertados. Es una historia de pulsión y desconsuelo. Pero es con la tercera de sus novelas, Malena no es un nombre de tango (1994) cuando asienta ya su territorio en la escritura. El de su vida lo desplegó en un libro de relatos, Modelos de mujer (1991). El Madrid de los últimos compases del siglo XX es, de nuevo, el espacio en el que sucede todo. Volverá a estar en otras novelas. Vinieron después Atlas de geografía humana (1998) -transformada en película esta vez por Azucena Rodríguez-, Los aires difíciles (2002) y Castillos de cartón (2004). La España del siglo XX y del XXI es el lugar donde concreta ya en adelante el volumen de su obra literaria, de un realismo propio donde la introspección psicológica impulsa a los personajes y sus tramas.
En esto sigue la senda de algunos escritores con los que siempre mantuvo el vínculo: Galdós y Pardo Bazán, entre otros. Y también con un afán de reconstrucción de la realidad de las mujeres después de siglos de opresión. En el prólogo de Modelos de mujer escribió esto: «Como en el mundo literario prevalece un principio de discriminación sexual que obliga a las escritoras a pronunciarse a cada paso acerca del género de los personajes de sus libros, mientras que los escritores se ven privilegiados y envidiablemente libres de hacerlo, me gustaría aclarar, de una vez por todas, que … creo que no existe en absoluto ninguna clase de literatura femenina…». Pero sí una conciencia de batalla en la escritura.
Almudena Grandes desarrolló una mirada crítica y atenta a las convulsiones de este tiempo. Muchas veces fue a partir de su propia biografía. Desde muy pronto desarrolla y ondea un compromiso político por el margen de la izquierda. La extinta Izquierda Unida fue su cobijo contra la tormenta. Y desde ahí parte también la construcción de su ideario intelectual. De esto hizo también oficio a través de sus artículos en prensa, que son la extensión y, a veces, el laboratorio de su costado literario. La memoria también pertenece a la gente anónima y es a ellos a quienes de algún modo se suma y presta voz en los periódicos. Aquellos y aquellas que no tienen sitio en la gran épica del siglo XX son quienes le interesan. Los asuntos ciudadanos que le importan se proyectan hacia los otros. Su mensaje implica a los ‘acallados’, a los sin sitio, a los huéspedes de la periferia del poder.
Otra parte del germen de lo que va a ser su última etapa narrativa está en un extenso y complejo relato de 919 páginas, Los aires difíciles, donde expone la historia de dos familias españolas a lo ancho de buena parte del siglo XX. Una de filiación falangista y la otra declaradamente republicana. Las dos vinculadas por un matrimonio entre sus hijos. De algún modo, esta novela es el principio del último de sus proyectos literarios, la serie de novelas titulada Episodios de una guerra interminable: seis novelas independientes que narran momentos significativos de la resistencia antifranquista en un periodo comprendido entre 1939 y 1964. Hasta ahora ha publicado cinco: Inés y la alegría (2010), El lector de Julio Verne (2012), Las tres bodas de Manolita (2014), Los pacientes del doctor García (2017) y La madre de Frankenstein (2020) -ese año fue nombrada doctora honoris causa por la UNED-. Póstuma saldrá la última de la saga, Mariano en el Bidasoa, que ha dejado terminada y que fija el argumento en 1964, cuando se cumplen los 25 años de Paz. Este conjunto es su gran legado, el que atraviesa parte de nuestra historia reciente y sus daños.
Con la enfermedad a pleno rendimiento tampoco dejó de escribir. El pasado 21 de octubre hizo saber de su enfermedad en su artículo de El País Semanal. Lo tituló Tirar una valla: «Seguiré estando aquí, escribiendo un artículo en esta misma página cada dos semanas, y en la contraportada del diario todos los lunes. Ese espacio, sagrado para mí, porque me permite mantener el contacto con mis lectores en cualquier circunstancia, nos permitirá encontrarnos, saber de nosotros, permanecer juntos».
De todo lo que tuvo alrededor hizo también materia de escritura: de su barrio, Malasaña; de su devoción por el Atlético de Madrid -pertenecía a la Peña de los 50-, de los veranos en Rota (junto a su marido, el poeta y director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, y los amigos de siempre: Joaquín Sabina, Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, Juan José Téllez, el editor Chus Visor, Miguel Ríos, Javier Ruibal, la editora Ángeles Aguilera…).
Las casas de Almudena y Luis han sido durante años un lugar de encuentro, algo así como una plaza abierta de gentes de la cultura, de la política, de la calle. Ella presumía de hacer el mejor cocido de esta ciudad (Madrid). Puede que lo fuera. Alrededor de una mesa con comensales las tardes pasaban entre versos, y risas, y anécdotas, como una plataforma de la felicidad. Hace pocos meses se estrenó como abuela.