En mitad del camino a Jerusalén, es decir, camino de su Pasión, Jesús protagoniza un episodio realmente inaudito: sube a la montaña con tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y se transfiguró ante ellos.
Un momento luminoso, en el que todo se ve claro, y en el que uno (como lo expresan las palabras de Pedro) quisiera permanecer para siempre. Posiblemente todos hemos tenido en nuestra vida muchos momentos de luz, de armonía, de éxito o felicidad: en nuestra relación con los demás, en nuestro trabajo, y también en experiencias de nuestra fe.
Y por supuesto que a nosotros nos gustaría también hacer una tienda para permanecer por siempre en esa situación de felicidad, claridad y de luz. En la vida diaria tenemos momentos de luz, de éxito de plenitud, que Dios nos concede y que nosotros también hemos de ir generando, audados por su gracia, para nuestro crecimiento y nuestra misma felicidad.
Pero estas experiencias de luz no duran para siempre, y tienen la finalidad de fortalecernos y ayudarnos a resistir en los momentos de dificultad, que siempre se dan también en la vida, en los distintos aspectos: en nuestra relación con los demás, en el trabajo, en las mismas expresiones de nuestra fe.
En la experiencia de Jesús y de sus discípulos encontramos también esta dinámica de nuestra fe, tan humana y, por eso, tan propia de la vida cristiana; se trata de la fe en el Dios humano, en el Dios encarnado, en el dios que vino a nosotros.
La montaña es lugar de manifestación de Dios. Como lo fue el Sinaí, y en el relato de hoy lo es el monte Tabor; al final de la Cuaresma entrara en escena el calvario o “monte de la calavera”. No todas las manifestaciones de Dios son igualmente fáciles y fáciles de aceptar. Pero los momentos de luz se nos dan, precisamente, para permanecer fieles cuando las cosas se ponen feas.
Hoy se nos ofrece este episodio enmarcado en otros dos textos aparentemente desconectados de él: la llamada de Dios a Abraham y la exhortación de Pablo a su discípulo Timoteo.
La palabra dirigida a Abraham, “sal de tu tierra”, es un arquetipo de la experiencia religiosa. Lejos de ser la experiencia religiosa, como se dice a veces, un refugio y una huida, resulta ser un desafío, una llamada a dejar seguridades (la patria, la casa paterna, el lugar conocido) y emprender un camino abierto, inseguro, incierto.
No sabemos qué imágenes o representaciones religiosas tenía el arameo errante, Abram, pero sabemos que confió en un Dios para él nuevo, no ligado a la tribu o la nación, que le dirigió su palabra inesperadamente, invitándole a adentrarse en lo desconocido, fiado sólo de esa palabra, que prometía cosas inverosímiles, fecundidades humanamente imposibles.
Ese nuevo Dios fue para él digno de crédito. Y esa fe abierta a lo nuevo, a lo aparentemente imposible, engendró todo un pueblo para el que Dios desplegó su poder y su voluntad salvífica, que se resume en la ley y los profetas.
Pues bien, el crédito de la Palabra de Dios se traslada ahora íntegro a Jesús. El que en el desierto venció la tentación para vivir “de toda palabra que sale de la boca de Dios” y adorarle sólo a Él, sin inclinarse ante el mal que se le ofrecía atractivo y lisonjero, ése es ahora digno de crédito.
En efecto, Jesús resume y lleva a perfección la ley y los profetas (Moisés y Elías), toda la revelación que Dios ha dirigido al hombre por medio de Israel. Por eso, Dios mismo nos confía su Palabra definitiva en Jesucristo: “Escuchadle”.
Como Abraham se fío de Dios en los orígenes de la revelación, ahora nosotros, todos, hijos de Abraham por la fe, podemos fiarnos de esta Palabra encarnada que lleva aquella revelación a su plenitud.
Fe, confianza y crédito a la voz de Dios son importantes en los momentos de dificultad. Y es que el destino de Jesús no es un camino fácil ni triunfal. Como Abraham, también Jesús hace un camino incierto fiado de una promesa, de una elección: “Tú eres mi hijo amado”, que luego se repitió en el monte Tabor.
La subida al monte de la Transfiguración se produce de camino a Jerusalén, donde Jesús deberá subir a otro monte y ser glorificado de otra manera. “No cuenten a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”; esta última frase del Evangelio que hemos escuchado nos da la clave de comprensión de esta experiencia extraordinaria.
La transfiguración se realiza de cara al misterio Pascual, es decir que tiene relación con la muerte y resurrección del Señor, que es el tema de la conversación de Jesús con Moisés y Elías (la Ley y los Profetas), pues la Ley y los Profetas en realidad sólo hablan de Jesús, el Mesías.
La Transfiguración, en la que todo el Antiguo Testamento ilumina con su luz el misterio de Cristo, es un anticipo de la luz de la Resurrección, pero sólo un anticipo. Para llegar a la plenitud de esa luz habrá que pasar primero por la prueba de la Cruz, por la oscuridad de la muerte.
La Cruz de Cristo es una realidad que se prolonga en la historia de muchas maneras: en “los pequeños hermanos de Jesús, que pasan hambre y sed” (cf. Mt 25, 40), en los sufrimientos de los creyentes, que “completan en la propia carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (cf. Col 1,24) y además, como dice hoy la carta a Timoteo, “tomando parte en los duros trabajos del Evangelio”:
Anunciar el evangelio y dar testimonio de Cristo, algo que compete a todos los creyentes, no es sólo propagar una doctrina, sino participar activamente en el modo de vida de Jesús y, en consecuencia, también en su destino.
Por eso, también nosotros, cualesquiera que sean las dificultades que experimentamos en esta vida, estamos llamados a participar de la luz de Cristo transfigurado y a recibir fuerzas de esa luz. Hemos contemplado a Jesús transfigurado para que como Pedro, Santiago y Juan, como todos los discípulos, podamos ser fieles a los momentos de luz cuando llegue la oscuridad.
Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo podemos nosotros subir a la montaña y contemplar esta luz? Si queremos ser iluminados, tenemos que acoger y cumplir lo que la voz que se oyó en aquel monte nos dice: “Escuchadle”.
En la escucha de la Palabra, de Cristo mismo, que lleva a plenitud la Ley y los Profetas, nos dejamos iluminar por dentro para, cuando llegue la prueba, podamos mantenernos fieles y confirmar a nuestros hermanos.