Mensaje del Obispo de Tuxpan: Orar con confianza y humildad

 

DOM 30 C           -Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22          = 2 Tim. 4, 6-8; 16-18         = Lc 18,9-24

Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos:  nos hablan de la oración.  Esta vez, de una oración humilde.  Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad… pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la humildad no es más que andar en la verdad”.

¿Y cuál es nuestra verdad?  Que no somos nada…  Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios.  Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos.  ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón?  ¿En manos nuestras o en manos de Dios?

Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”.  Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc. 18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto. El mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista.  No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores … pues todos somos pecadores … todos sin excepción.

La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios.  Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que él no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros.   Esa “realidad” es nuestra “verdad”.

Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar:  el reconocer nuestros pecados ante Dios.   A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos pecado, él está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.

Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7).  Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta … sea cual fuere.  Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave.  O bien un defecto que hay que corregir.

Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa:  muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.

Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece:  la soberbia, el orgullo. La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo.  En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).

Por eso dice el Señor al final del Evangelio:  el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su nada).  Y lo contrario sucede al que se enaltece.  Dice el Señor que será humillado, será rebajado. Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio.  Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios.  Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios … aún para que nuestro corazón palpite.

Entonces … ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados? Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín:  “Concédeme, Señor, conocer quién soy yo y Quien eres Tú”.  Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “caminar en verdad”.

Y al “caminar en la verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin él, que nada tenemos sin él.  Así podremos darnos cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y auto-capacitados. Y como criaturas dependientes de él, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas.  En una palabra, debemos reconocernos dependientes de Dios.

Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho, solicitando a Dios su colaboración para con esos planes y deseos.   Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.

Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros.  “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes”  (Is. 55, 3). Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.

Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22): “Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído … La oración del humilde atraviesa las nubes”.  Es decir quien se reconoce servidor de Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su Dueño, ese es oído.

En la 2ª  Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18)  San Pablo nos habla de haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”,  y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”.  Condición indispensable para luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la oración.  Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.

Reflexionemos, entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios:  creaturas dependientes de su Creador?  ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante Dios como somos:  pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz?  ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante El?

Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de adoración.  Y … ¿qué es adorar a Dios?. Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño.  Es reconocerme en verdad lo que soy:  hechura de Dios, posesión de Dios.  Dios es mi Dueño, yo le pertenezco.  Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de él y de la consecuencia lógica de esa dependencia:  entregarme a él y a su Voluntad.

Tú eres mi Creador, yo tu creatura,
Tú mi Hacedor, yo tu hechura,
Tú mi Dueño, yo tu propiedad.
Aquí estoy para hacer tu Voluntad

 

EL FARISEO Y EL PUBLICANO

 

En este domingo de la trigésima semana del tiempo ordinario, el Señor nos enseña que la oración que a Dios maravilla no es un cartel de promoción; es ponerse de rodillas y mostrar lo que hay en el corazón

Nuestra cultura no suele ayudar a que valoremos la humildad y la sencillez. Al contrario, la sociedad actual aplaude al que alardea de sus virtudes y a los que se muestran superiores a los demás.

Pero Jesús nos pide humildad de corazón. Esa humildad que no alardea de las propias virtudes, pero tampoco las esconde. El humilde es el que reconoce lo que sabe hacer y es capaz de ponerlo al servicio de los demás.

Hoy queremos decirle al Señor como el Publicano de la parábola: Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador

El fariseo y el publicano son dos dimensiones de cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros tenemos una buena cuota de soberbia, como el fariseo. Esa soberbia que nos lleva a tratar a Dios, casi casi…., de igual a igual. Pero también a veces nos es dada la humildad del publicano, que nos hace mantenernos a distancia y no osar alzar los ojos al cielo

Esta parábola está dirigida a los que se tenían por justos y despreciaban a los demás, pero ¿quién de nosotros no ha despreciado alguna vez a los demás?

Veamos en esta parábola la lección para todos los que queremos seguir de cerca a Jesucristo. Para los que escucharon a Jesús, esta parábola fue desconcertante. Según los parámetros de la época, parece que Jesús pinta de malo al bueno y de bueno al malo.

Los fariseos, formaron un siglo antes del nacimiento de Jesús un partido político y religioso, para defenderse contra las influencias de los paganos. Fueron los judíos más piadosos, que se preocupaban en conservar la verdadera religión. Querían llegar a conocer todo lo que decía la Biblia, y ponían mucho cuidado en cumplir toda la Ley de Moisés y las tradiciones religiosas hasta en sus más pequeños detalles.

Al mismo tiempo se caracterizaban también por su oposición a todo lo que fuera novedoso. Sospechaban en seguida de que se podría tratar de un desvío de la verdadera religión. Eran gente con ideales muy nobles. Sin embargo, su temor a lo nuevo, los cerró al soplo del Espíritu de Dios. Y con frecuencia muchos de ellos caían en la vanidad y en la arrogancia de creerse más buenos y más santos que los demás.

En cambio, los publicanos, eran cobradores de impuestos. Pertenecían al pueblo judío, pero trabajaban para los romanos, y muchas veces se enriquecían a costa de la propia gente de su pueblo. Eran considerados como los hombres más pecadores. Y sin embargo, gozaban de la simpatía de Jesús.

Los dos hombres, el fariseo y el publicano, suben al Templo a orar. Conviene entonces contemplar cómo hacían oración esto dos hombres.

El fariseo, oraba de pie, en actitud erguida, no en actitud corporal humilde. En lugar de alabar a Dios o pedir perdón por sus pecados, dedica el tiempo de oración a alabarse a sí mismo y a despreciar al otro que estaba con él en el Templo.

En lugar de sentirse unido al publicano se separaba cada vez más de él en su interior. El fariseo de la parábola es una cachetada para el que se tiene por justo y desprecia a los demás. Es la imagen de una dimensión de soberbia que tenemos dentro absolutamente todos.

Todos alguna vez buscamos alabarnos a nosotros mismos. Todos alguna vez,  nos comparamos con otro para despreciarlo. Pero Gracias a Dios, y felizmente, también tenemos adentro al publicano. Ese publicano que no se atreve a alzar los ojos al cielo. A ese publicano que ora con humildad. A ese publicano que se humilla y reconoce con sus palabras su pecado y pide misericordia a Dios.

El fariseo parece esperar que Dios le diga: Te felicito-10 puntos-. Sólo necesita que Dios intervenga para premiarlo. El fariseo no le deja lugar a Dios. Y Dios lo deja ir del templo tal como había venido. Llegó al Templo con una santidad que él mismo había fabricado. No se dio cuenta que en su interior llevaba una pesada carga de pecado.

El publicano, en cambio se encomienda a la misericordia de Dios. Pide a Dios que Él actúe, que le tenga piedad. Se reconoció pecador. Y como le dejó espacio a Dios, El Señor actuó. Y este publicano volvió a su casa cambiado. Se llevó de regalo una santidad, que no se había fabricado él mismo, sino que le concedió Dios

Cada uno de nosotros tenemos dentro a los dos, a nuestro fariseo y a nuestro publicano, los dos son imagen de nuestro propio ser. Lo importante es que prevalezca en nosotros el publicano (pecador), pero humilde,  en lugar del soberbio fariseo. No importa el pecado que hayamos cometido. La medida del perdón que Dios nos concede, depende de la humildad del arrepentimiento.

Hasta el pecado que objetivamente es algo malo, puede ser un bien si nos hace crecer en humildad, si nos hace ver nuestros límites y destruye nuestra fantasía de omnipotencia. Nuestra naturaleza es débil y es fácil que caigamos en el pecado. Pero cuando en nosotros surge ese publicano humilde que se humilla ante Dios, ese mismo pecado nos sirve para fortalecernos.

Dios concede una gran fortaleza al corazón arrepentido y humillado. La humillación que sigue al pecado es fuente de fortaleza espiritual.

Por eso hoy vamos a pedirle al Señor ser auténticos, no pintarnos un… retrato… de nosotros mismo. Dios nos conoce, a él no podemos engañarlo. La verdadera sabiduría consiste en apreciarnos como somos y vivir de acuerdo con eso que apreciamos en nosotros. Pidámosle hoy a María ser a ejemplo suyo humildes, y que esa humildad de reconocer nuestras propias limitaciones, nos lleve a apoyarnos sólo en Dios.

+ Juan Navarro C.

Obispo de Tuxpan

 

 

Comentarios de Facebook
Comparte en tus redes sociales
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter
Print this page
Print

Acerca de Expreso de Tuxpan

El sitio de noticias líder de Tuxpan, todo lo importante de la política, cultura, mundo, desarrollo, ciencia, tecnología y más.

Ver todas las entradas de Expreso de Tuxpan →