Sab 11,22-12,2 / Sal 144 / 2Ts 1, 11-2,12 / Lucas 19,1-10
La Misericordia de Dios es infinita. De muchas maneras se dice esto y se repite, sin darnos cuenta de su real significado, ni su justa dimensión. Entre tantos atributos de Dios -todos infinitos- su Bondad y su Misericordia son realmente insospechadas.
Basta recordar algunos pasajes del evangelio para poder contemplar la bondad y misericordia de Dios. La historia del hijo pródigo, aquel hijo rebelde que se portó sumamente mal, fue perdonado… y -como si fuera poco- el padre lo recibió con una fiesta (cf. Lc. 15, 11-32)
En otra historia el buen pastor busca por todos lados a la oveja perdida (Lc. 15, 1-10). Igualmente aparece Jesús defendiendo a la mujer adúltera e invitándola a no pecar más (cf. Jn. 8, 1-11). El Señor perdona a Pedro que lo negó tan feamente, lo negó hasta tres veces. (cf. Mc. 14, 66-72). Supo perdonar desde la cruz a sus verdugos. (cf. Lc. 23, 32-34).
Y así podríamos seguir enumerando ejemplos de Bondad y Misericordia de Dios, que a nuestro modo de ver humano, resultan -cuanto menos- incomprensibles. Y refiriéndonos al Evangelio de hoy (Lc. 19, 1-10) ¿Por qué buscar a Zaqueo, un corrupto cobrador de impuestos, para alojarse en su casa?
La respuesta a estos interrogantes, producto de nuestra pobre visión humana, está en la Primera Lectura (Sb. 11, 23 a 12, 2): “Tú perdonas a todos, porque todos son tuyos”. Esta frase del Libro de la Sabiduría nos lleva a comprender por qué Dios perdona nuestras faltas para con él: Dios nos perdona porque somos suyos, porque él es nuestro Padre.
Y como Padre, infinitamente bueno que es, nos ama incondicionalmente… como los buenos padres que aman a sus hijos, a pesar del mal comportamiento y de las fallas que como hijos podamos tener.
Por cierto, el buen padre no aprueba, ni consiente al hijo en sus faltas, sino que lo corrige –hasta lo castiga- pero lo sigue amando. Porque lo ama, lo corrige y lo castiga, pero a la vez le tiene paciencia y le ofrece oportunidades para corregir el rumbo.
Dios es nuestro Padre
Entonces… ¡qué consuelo el saber que Dios es “nuestro Padre”!. Pensar en Dios como “Padre” puede explicarnos sus “incomprensibles” y desmesuradas actitudes de perdón, de bondad, de amor. El Dios verdadero, que se ha revelado a los seres humanos y a Quien los cristianos adoramos y amamos, es infinitamente bueno y misericordioso. No así otros “dioses” por cierto. Hay otros “dioses” a los que no se le puede llamar padre, pues eso es considerado una blasfemia.
Sin embargo, nuestro Dios sí que es Padre. Y es Padre infinitamente misericordioso. Pero esa misericordia Infinita del Dios verdadero no significa complacencia por nuestros pecados, aceptación de nuestras faltas, o alcahuetería con nuestros comportamientos inmorales.
Cuando Dios, como dice el libro de la Sabiduría, aparenta no ver los pecados de los hombres, no es para consentirnos en nuestras faltas, sino para darnos oportunidad de arrepentirnos (Sb. 11, 23).
Y llega un momento que nos corrige, nos reprende y nos trae a la memoria nuestros pecados (Sb. 12, 2). ¿Para qué todo esto? Para poder ofrecernos de verdad su misericordia, para perdonarnos; pero esto lo hace porque en verdad nos hemos arrepentido.
El Dios verdadero no es excluyente, pues ama a todos, buenos y malos, cumplidores e infractores, creyentes e incrédulos, hombres y mujeres. Todos somos amados por el Dios Verdadero.
Pero ese Amor Infinito de Dios no significa que Dios nos quiere viviendo en pecado. De allí que cantemos en el Salmo 144: “Bueno es el Señor para con todos y su Amor se extiende a todas sus creaturas”.
Y continúa el Salmo: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar” (Sal. 144, 8). No olvidemos que todos podemos ser perdonados por el Dios Verdadero… si nos arrepentimos- ésa sí es una exigencia de su misericordia y de su sabiduría infinitas.
Mucho se escucha decir: Dios es misericordioso. Y eso está bien dicho así. El problema es cuando al decir eso estamos pensando que, porque es misericordioso, Dios acepta todos nuestros pecados. No, Dios no es alcahuete. El es misericordioso porque perdona los pecados al pecador que, arrepentido de veras, los confiesa en la Confesión Sacramental.
Cuando Dios nos busca, no es para consentirnos en el pecado, sino para que nos arrepintamos y cambiemos de vida. Más aún: Dios busca muy especialmente al infractor, al incrédulo, al pecador, no para consentirlo en su falta, sino para que se arrepienta y para sanarlo, perdonarlo y hacerlo nuevo.
|¡Qué Bueno es nuestro Dios, que no sólo nos perdona, sino que nos transforma de tal manera que nos hace creaturas nuevas!
Así hizo con Zaqueo. De tal forma lo renovó, que lo transformó en un hombre nuevo. Caritativo: “Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes”. Restaurador del mal hecho a los demás: “Y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más”.
Zaqueo fue capaz de reconocer su pequeñez (que era un pecador) y buscó un remedio: subirse a la higuera. Es un buen ejemplo de lo que el Evangelio nos decía justo hace una semana: el que se humilla será ensalzado. Reconocer humildemente su pequeña estatura le sirvió para poder elevarse y ser encontrado por Jesús.
El Dios Verdadero no sólo obra perdonando al pecador que, arrepentido, confiesa su falta, sino que va más allá: crea en él un corazón puro y le otorga un espíritu nuevo, renueva interiormente a la persona y la prepara para alabar a Dios y para dar testimonio de su conversión. (Salmo 50, 12-19).
Y, aunque nuestros pecados fueran negros como la noche, la Misericordia Divina es más luminosa que nuestra negrura.
Sólo hace falta que, como Zaqueo, quien subió a un árbol para poder ver a Jesús, nos subamos -al menos un poquito- por encima de nuestra miseria, para ver pasar al Señor Y escuchar esa invitación que nos hace, de manera permanente, para que le demos espacio en la casa de nuestra vida, en lo más profundo de nuestro corazón.
Sólo hace falta que el pecador al menos abra la puerta de su corazón, y reconozca arrepentido que ha ofendido a Dios; Dios nos invita a reconciliarnos, a aceptar su perdón. Con eso basta. Dios hace el resto.
La sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación
Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados.
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor se manifiesta el sentido cristiano de la muerte, la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal.
Al enterrar los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección.
Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo.
Además, favorece recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.
Mediante la sepultura la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre vivos y muertos, y se opone a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, ya que se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana.
Al no haber razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales.
Las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin.
Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión.
Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia».
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana.
Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
+ Juan Navarro C. / Obispo de Tuxpan