Baltazar López Martínez/Heterodoxia
1
Pasaba apenas de las siete de la mañana. Yo estaba en el diminuto departamento que compartía con mi esposa y con mi hija Jenny en la calle Venezuela, a media cuadra del edificio de la SEP y casi enfrente de la sede del sindicato de los maestros, en el corazón del centro histórico de La Noble y Muy leal Ciudad de México.
Yo había terminado de bañarme y estaba poniéndome ya los zapatos, mientras escuchaba el programa “Voz Pública”, que conducía Francisco Huerta. Primero se sintió algo así como una sacudida brusca, como si alguien hubiera empujado la cama. En ese momento escuché que don Paco, como llamaban los radioescuchas al periodista, dijo: “Oigan, está temblando. No se alarmen. Es normal que tiemble en México”. Fue lo último que escuché porque se perdió la señal de la transmisión y sólo quedó el ruido de la estática.
Para ese momento el edificio se movía como sacudido por una fuerza sobrenatural. Era como estar en una barca sobre aguas turbulentas. La duela del piso rechinaba y se podía escuchar con claridad el crujido de la estructura. El librero se vino abajo. Como pude me fui a la sala. Era casi imposible mantenerse en pie. Abrí la puerta y salí al pasillo y luego gané la escalera y llegué a la calle. El edificio tenía un patio interior sobre el que caían con gran estrépito pedazos de concreto y ladrillos.
Estar en la calle era lo mismo. Había muchos automóviles en la calle, detenidos por el semáforo que había en la esquina de Argentina y Venezuela. A la derecha, en la sede del sindicato de los maestros, grandes pedazos del recubrimiento de la fachada cayeron a la calle. El cielo estaba cubierto de palomas que volaban sin encontrar dónde posarse. A mi izquierda miré cómo al edificio de la SEP y un poco más lejos al de la antigua Inquisición, moverse como si estuvieran montados sobre terreno pantanoso. Se acercaban y se retiraban entre ellos con un vaivén que se me antojaba increíble. No fue para menos. Algunos cálculos indican que en ese terremoto se liberó una fuerza equivalente a más de mil cien bombas atómicas de 20 kilotones, es decir, de veinte toneladas de dinamita cada una.
2
Pasó yo no sé cuánto tiempo hasta que la tierra se quedó quieta de nuevo. Poco a poco fueron cesando las sacudidas y los crujidos espantosos de los edificios que amenazaban con desplomarse. Los automovilistas avanzaron y poco a poco la avenida se quedó medio desierta. Me planté a mitad de la calle y miré hacia el oriente, rumbo al mercado “Abelardo Rodríguez”. No había pasado nada. Miré hacia la calle Argentina. Todo bien. Decidí regresar al departamento para ponerme los zapatos, pero no pude hacerlo: el vaivén me cerró la puerta, y salí tan de prisa que dejé las llaves adentro. Bajé a pedirle un desarmador a don Neftalí, un señor ya mayor que vivía con su esposa en la planta baja. Yo creo que lo impresionó mi cara de espanto porque me dijo: “No se asuste, Balta, no pasó nada. Además, de algo nos tenemos que morir”. Ya luego me platicó que el terremoto lo sorprendió en el baño, y que no pudo salir porque con el movimiento se descuadró el marco de la puerta y ésta se quedó atorada. Me prestó el desarmador. Subí, retiré un vidrio, abrí la puerta, me lavé los pies, me puse los zapatos, levanté el librero, recogí los libros, acomodé lo que había desacomodado y salí a la calle con la intención de desayunar tamales y atole en los aledaños de la Catedral.
3
No hubo nada en el recorrido hacia la Catedral que me hiciera sospechar siquiera el alcance de lo ocurrido. La gente caminaba, eso sí, como ausente, con el desconcierto reflejado en el rostro. Lo más extraño fue lo escaso del tráfico vehicular a esas horas, las de mayor afluencia en un día hábil como ese jueves. Llegué al puesto y pedí un vaso de arroz con leche y una torta de tamal de dulce. Era la mejor manera de iniciar el día.
4
La primera evidencia de la magnitud del terremoto la tuve al ver a una mujer de unos 60 años que venía cruzando la plancha del Zócalo en dirección a la Catedral. Caminaba como sonámbula, al grado de que uno de los pocos automóviles que transitaba por ahí estuvo a punto de atropellarla. Era una mujer morena, robusta, de apariencia humilde. Venía toda cubierta de polvo blanco, como si le hubieran vaciado un costal de cal encima. La única porción de la cara que se le veía era el camino que iban dejando sus lágrimas.
Me acerqué a ella y la tomé del brazo para sacarla del peligro. Le hablé pero parecía no escucharme. “Señora, señora”, le dije, “¿qué le pasó? ¿para dónde va?”. De pronto, como si despertara de un sueño, me miró y me dijo que había ido a una consulta médica en la calle 5 de Febrero, que el edificio se había derrumbado y que ella no podía explicarse cómo había salido de allí. Me dijo también que había quedado de encontrarse con su hijo en Santa María la Redonda. “Yo voy por ese rumbo”, le dije, “si quiere la acompaño”.
Empezamos a caminar hacia el rumbo de la Lagunilla, a lo largo de la calle Brasil. Mis cuñadas vivían en un departamento en la calle Ecuador, a una cuadra del mercado de alimentos. Para esa hora había un silencio impresionante en las calles habitualmente ruidosas. No se escuchaban todavía las sirenas de las ambulancias ni las de la policía. Fue en ese recorrido que empezamos a darnos cuenta del verdadero alcance de la catástrofe.
Había edificios que se colapsaron sobre sí mismos y eran apenas un montón de ruinas de concreto y ladrillo revueltas con enseres domésticos. Había muros que se volcaron sobre la calle. Había edificios como cortados a la mitad, de arriba abajo, en los que se veían camas, sanitarios, estufas, muebles destripados. Había montones y montones de escombros como sólo habíamos visto en las fotografías de las ciudades devastadas por la guerra.
Ya no dijimos nada. Al llegar a la esquina de Brasil y Ecuador miré hacia el edificio donde vivían mis cuñadas. Mi hija había pasado la noche con ellas. Sentí un nudo espantoso en el estómago y una angustia para la que no encuentro nombre: sólo había montones y montones de ruinas y escombros. Con la boca seca de temor me despedí de la señora y apresuré el paso. No supe cómo llegué hasta allá, y el alma me volvió al cuerpo al darme cuenta de que el edificio donde ellas vivían, a diferencia de varios de esa misma calle, resistió en pie los embates de la naturaleza.
5
A lo largo del día, gracias a la red de reporteros de la radio, fuimos conociendo el alcance del terremoto. El gobierno tardó muchísimo en reaccionar, tanto que el presidente De la Madrid se dirigió a la nación hasta el día siguiente, viernes 20, para garantizar la seguridad de todos los mexicanos. Al poco rato de su mensaje, como a las siete y media de la noche, hubo una réplica casi igual de violenta que el terremoto inicial, que terminó por desatar la psicosis, al grado de que la gente se volcó a las calles porque los edificios seguían yéndose a pique.
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La gente hizo cadenas humanas para retirar los escombros. Muchos vecinos se organizaron para hacer café o recolectar medicinas y material de curación. El ejército y la policía formaron cercos en las calles para impedir el paso de las personas que buscaban a sus parientes. Había en la zona varios edificios de costureras y todos se desplomaron. Los familiares montaron campamentos en las esquinas, esperando el avance de las labores de rescate. Un poco más hacia el Eje Central se derrumbó la zona de hospedaje de los mariachis. No se sabe con certeza cuánta gente murió en esa mañana aciaga.
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Hoy se cumplen 26 años del terremoto que asoló la ciudad de México. La censura del gobierno impidió conocer a fondo el daño. La información oficial fue de unos 6 mil muertos, aunque algunas fuentes elevan el número de víctimas fatales hasta más de 30 mil. Unas 100 mil estructuras resultaron con daños, 30 mil de las cuales o se derrumbaron o fueron demolidas. Los servicios públicos de electricidad, telefonía y comunicaciones colapsaron. Se perdieron más de 150 mil empleos. El daño fue enorme, pero fue enorme también la respuesta de la gente. Fue la lección que nos dejó la catástrofe: en la unidad reside nuestra principal fortaleza. Lástima que la pongamos en práctica en los tiempos de calamidad y desastre.