Por Jesús Silva-Herzog Márquez
Los eventos de Iguala son horripilantes, monstruosos. Nos parecen inconcebibles. El crimen convertido en gobierno dispara contra personas inermes. Uniformados al servicio de la delincuencia matan y secuestran. El motivo de estos hechos que nos han conmocionado no parece claro. No se trata de un enfrentamiento entre rivales ni de un rentable acto de intimidación. Parecería un acto demencial, la locura de la violencia, la depravación más absurda.
Ante la atrocidad ensayamos un consuelo. Imaginar que esa barbarie es rara, que lo acontecido en Iguala es una odiosa ruptura de la normalidad. Aparece entre nosotros -y no solamente en los círculos gubernamentales- la tentación de hacer de Iguala una isla de excepción, un lugar que, al desviarse de la norma, engendra horrores únicos. No lo es: Iguala es una estampa de Guerrero y lo es también de mucho México: un territorio que ya no es simplemente ámbito de una delincuencia poderosa e intimidante, sino del crimen que se hace del gobierno y lo pone al servicio de sus peores locuras. La barbarie se ha vuelto ya una nueva normalidad. Hace unos años pensábamos que el peor escenario imaginable sería que los criminales secuestraran el poder público. Lo consideramos un escenario remoto. Lo que buscaban los narcotraficantes era paso para su mercancía; para ello bastaba corromper a la policía o al Ejército, eliminar a los competidores. El poder político no parecía especialmente apetecible a los criminales. Tal vez no lo era para aquel «modelo de negocio». Ahora el crimen es otra cosa, una entidad que cobra impuestos ilegales a los particulares y a las empresas. Seguir operando comercialmente supone, en muchos espacios del territorio mexicano, pagar la cuota de la intimidación criminal. Para la nueva empresa delictiva el poder político resulta indispensable. Someter a los alcaldes democráticamente electos o hacer que los candidatos del crimen reciban directamente el respaldo de los partidos políticos es componente necesario de ese dominio.
Para que la política se someta de esa manera al crimen es necesaria la abdicación de la política institucional en todos sus niveles. Iguala da testimonio de las muchas renuncias que preceden al secuestro criminal de la democracia. El órgano de inteligencia del Estado mexicano no sonó las alarmas; los partidos hicieron candidato a un bandido; el Ministerio Público desoyó las denuncias.
La violencia que resulta de esa depravación de la política no es un subproducto de la ilegalidad, un costo del negocio que los criminales están dispuestos a pagar, un riesgo empresarial. No: la violencia se coloca en otro sitio cuando el crimen se hace gobierno, cuando el gobierno se entrega al crimen. El terror se vuelve régimen. Quiero decir que el secuestro del poder político tiene efectos devastadores en lo público y hasta en lo íntimo. La atmósfera que se respira es el miedo, lo que une a la sociedad es la desconfianza radical. No hay vínculos colectivos que puedan escapar del magnetismo de la perversidad criminal. El aislamiento de los individuos, la disolución de las organizaciones sociales, la incomunicación con el resto de la nación son un dispositivo indispensable de ese nuevo régimen político que se ha instaurado en muchas aldeas de México. Cuando hablamos del imperio criminal en amplias zonas de Guerrero, Tamaulipas, Michoacán o el Estado de México, debemos hablar de eso: del régimen que cultiva. No es simplemente que el alcalde, el regidor, el diputado, el director de la policía cuiden los intereses del crimen antes que los públicos, es que al subordinarlos al capricho de delincuentes brutales, corroen en lo más elemental los lazos de sociabilidad. Lo inconcebible -que decenas de normalistas sean secuestrados por policías municipales y desaparecidos durante semanas- se vuelve posible. Cuando el bandidaje ocupa el poder político desaparecen los límites, los comedimientos y la razón misma. El absurdo criminal reina.
Lo más aterrador que he escuchado en estos días aterradores es lo que dijo recientemente el todavía gobernador de Guerrero. A su juicio, las fosas clandestinas encontradas en un cerro cercano de Iguala no contienen los restos de los normalistas. Son restos de otros muertos los escondidos ahí. La declaración es estrujante. Mientras nos horrorizamos por los normalistas injustificablemente desaparecidos, hay en los montes guerrerenses depósitos de muertos sin nombre y sin escándalo. La barbarie es la nueva normalidad mexicana.