Catalina Muñoz fue ejecutada en septiembre de 1936 y enterrada con el juguete de su hijo de nueve meses, quien ha conocido su historia 83 años después
Por: Nuño Domínguez/El País
En agosto de 2011, un equipo de arqueólogos se topó con un sonajero dentro de una fosa de la Guerra Civil. Era un juguete rosa y amarillo chillón, con forma de flor, que estaba junto a un cadáver rociado con cal viva y enterrado sin ataúd. A la hora de comer, los excavadores no hablaron de otra cosa: ¿podía el objeto ser de 1936?
“Parecía una broma”, recuerda Almudena García-Rubio, antropóloga de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, quien se encontraba ese día en unas excavaciones ya de por sí inquietantes, pues buscaban 250 víctimas de la represión franquista enterradas bajo los columpios infantiles del parque de La Carcavilla, en la ciudad de Palencia, donde antaño estaba el cementerio municipal.
El sonajero fue llevado al etnógrafo Fermín Leizaola, quien cortó un pedazo del plástico y lo acercó a una llama, en la que prendió rápidamente dejando un “característico olor a alcanfor”. Eso probaba que era de celuloide, un plástico desarrollado en 1870 muy usado en objetos cotidianos hasta los años setenta del siglo XX. El juguete podía ser de la época. “Este es el objeto más llamativo y conmovedor que haya podido salir de una fosa de la Guerra Civil”, opina García-Rubio, que destaca que es el único de este tipo recuperado en las más de 700 fosas exhumadas en España hasta la actualidad.
Este objeto y la historia que hay detrás de él ha servido para que toda una familia recupere la memoria de unos hechos que habían estado enterrados hasta ahora. Los registros del cementerio viejo de Palencia indicaban que el cadáver era de Catalina Muñoz Arranz, de 37 años y natural de Cevico de la Torre, un pueblo a 30 kilómetros de la capital palentina. Tenía cuatro hijos cuando la mataron. El más pequeño, de 9 meses, era probablemente el dueño del sonajero.
Aquel bebé es hoy un hombre de 83 años que vive en una casa humilde de la calle principal de Cevico de la Torre, con unos 400 habitantes. Habla poco, tiene la mirada fija y unas manos muy anchas de toda una vida trabajando, pues empezó a los ocho años. “Fui pastorcillo y luego trabajé en el campo. Nunca fui a la escuela”, explica en la cocina de su casa, donde vive con su mujer y con su hija Martina, de 56 años. “De mi madre no recuerdo nada», dice Martín de la Torre Muñoz. «No sé ni qué cara tenía, porque no tenemos ninguna foto suya, esa es la pena”, confiesa. Nunca pudo indagar sobre su madre y en la familia casi no se habló de lo sucedido.
Tras la muerte de su madre, a Martín le crió una tía en Cevico. Su padre, Tomás de la Torre, estaba en la cárcel acusado del asesinato de un falangista en una reyerta que sucedió en el pueblo el 3 de mayo de 1936. Le condenaron a 17 años. Su mujer corrió peor suerte. La detuvieron el 24 de agosto, algo más de un mes después del golpe de Estado impulsado por Franco, que triunfó en Palencia. La juzgó un consejo de guerra en el que el alcalde de Cevico y otros dos vecinos declararon que iba a manifestaciones, que la habían descubierto lavando sangre de la ropa de su marido, que daba vivas a Rusia y mueras de la Guardia Civil, que dijo: “Todavía vamos a vencer y os vamos a hacer tajadillas”.
Catalina no sabía leer ni escribir, pero sí firmar, según el sumario de su juicio, que se conserva en el archivo militar de Ferrol. Es fichada como una mujer de 1,51, morena, de pelo y ojos negros, de apodo Pitilina. El 5 de septiembre, ella testificó y firmó una declaración en la que admitía haber ido a manifestaciones, pero negaba el resto de acusaciones contra ella.
A pesar de la falta de pruebas, el tribunal la condenó por rebelión militar con la pena máxima. Murió el 22 de septiembre a las «cinco y treinta horas del día […] por heridas producidas por arma de fuego de pequeño proyectil en cráneo y pecho”, según el detallado sumario, que coincide casi a la perfección con el análisis osteológico que hicieron los antropólogos en 2011 tras desenterrar su cadáver. Junto a él también se encontraron botones, corchetes metálicos y las suelas de goma de sus zapatos, del número 36.
Unos pocos metros más abajo de la casa de Martín está la única familiar que recuerda a Catalina: Lucía, su hija y hermana de Martín. Ella tiene ahora 94 años, la memoria algo frágil y las mismas manos anchas que su hermano. En una sala de visitas de la residencia de ancianos de Cevico donde vive Lucía recuerda el día que detuvieron a su madre. “Salió de casa corriendo con el niño y se cayó en la trasera de una casa y fueron a cogerla. Al niño no le pasó nada. Ella gastaba un delantal de medio cuerpo y pico negro para taparse. Es lo único que llevaba cuando salió de casa”, relata. Aunque no recuerda el sonajero, Lucía dice que es probable que su madre lo llevase en el bolsillo de ese mandil. «Tenía mucho genio, en eso me parezco a ella. Si le decían algo… Jesús. Y por eso la mataron. Desde hace unas semanas no paro de llorar acordándome», lamenta con los ojos humedecidos y la mirada perdida. Lucía tenía 11 años cuando fusilaron a su madre. Se quedó al cuidado de su abuelo y empezó a servir en casas de gente pudiente del pueblo, pero no pudieron hacerse cargo de enterrar a su madre en Cevico.
“De entre el centenar aproximadamente de mujeres asesinadas en los primeros meses de la guerra en la provincia de Palencia, Catalina Muñoz es la única que fue juzgada y condenada a muerte, al resto las pasearon”, resalta Pablo García-Colmenares, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valladolid y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Palencia (ARMH). Es autor de la obra Víctimas de la Guerra Civil en la provincia de Palencia (1936-1945), editada por la Junta de Castilla y León.
Cuando el padre de Martín salió de la cárcel, se fue a trabajar a Bilbao. Muchos años después, ya jubilado, volvió a Cevico y vivió allí los últimos ocho años de su vida. Nunca hablaron de lo sucedido y Martín no le preguntó nada sobre su madre por no despertarle recuerdos dolorosos.
Martín no sabía que a su madre la habían enterrado sola en Palencia y ahora ha visto por primera vez la foto del juguete que se llevó a la tumba. Al no haber reclamado nadie los restos y las pertenencias de Catalina, fueron enterrados en el cementerio nuevo de Palencia junto a otras víctimas de la represión, pero en una caja separada. Tras conocer la historia del juguete y su paradero, Martina, la hija de Martín, ha iniciado los trámites para recuperar el cadáver y, junto a él, el sonajero, que podría volver a las manos de su padre 83 años después.
Martina ha acudido por primera vez a Palencia a ver el monolito de La Carcavilla que recuerda a las víctimas, donde figura el nombre de su abuela, ha comprado el libro sobre las víctimas de la Guerra Civil de Colmenares y quiere hacer una urna para guardar el sonajero para que sus hijos y nietos conozcan la historia. «Al ver el nombre de Catalina grabado en el monolito he sentido una sensación de vacío muy rara, pero por otro lado estoy muy contenta de poder recuperar a mi abuela y llevarla junto a mi abuelo. Yo creo que él no fue el culpable de lo que le pasó a mi abuela, como se pensaba, sino que fue él quien se entregó para cubrirla a ella, fue un gesto de amor», explica Martina. Cuenta que a su padre ahora se le saltan las lágrimas cuando se pregunta si va a morir antes de que traigan de vuelta a su madre.
Los objetos como el sonajero de Catalina son pequeños tesoros para los arqueólogos contemporáneos, que aplican métodos científicos a la recuperación y estudio de materiales de episodios de la historia reciente. En ocasiones, emblemas militares o alianzas de boda son claves para identificar a algunas víctimas. “Los objetos personales que se recuperan junto a los cuerpos permiten un acercamiento a la cotidianidad de las personas represaliadas”, explica García-Rubio en Mujeres en la Guerra Civil y la posguerra. Memoria y Educación (Audema). “Un lápiz, unas gafas, un reloj, un peine, un recorte de periódico con el resultado del Tour de Francia de ese año 1936, son pequeños fogonazos de la vida de cada uno reflejada en lo que llevaban en los bolsillos en el momento en que fueron detenidos. A veces se trata de elementos muy particulares, como unos gemelos con el dibujo de un faraón, pero la mayoría de las veces son elementos propios de una época y de una ocupación, como los cientos de suelas de goma del calzado de labranza recuperados en las fosas de Burgos, Palencia o Valladolid”, detalla.
En otros casos los objetos aportan una visión diferente a episodios de la historia reciente, explica Alfredo González-Ruibal, arqueólogo del CSIC que lleva años excavando trincheras y campos de concentración de la Guerra Civil, de la que ha recuperado decenas de miles de objetos que son catalogados y archivados y que, a su manera, resumen la contienda. Hay medallas, crucifijos, botes de perfume, zapatos de tacón, además de kilos de metralla y munición. “El poder de este tipo de arqueología no es contar un episodio ya conocido, sino sintetizar un momento de la historia con una imagen”, según explicó el investigador en una reciente conferencia en el Museo Arqueológico Nacional en la que destacaba el sonajero de Catalina como uno de los objetos que mejor condensan la historia de la Guerra Civil.