Por: Edurne Portela/El País
He conocido a tipos como pudo ser Brett Kavanaugh, niñatos de veinte años que se emborrachan hasta perder la conciencia, que violan junto con sus amigos a chicas que no se esperan que compañeros de clase de buena familia sean capaces de tanta brutalidad. He conocido a tipos como pudo ser Brett Kavanaugh porque los he tenido en mi aula, han sido estudiantes míos, los he visto caminar por el campus de la universidad apropiándose con su arrogancia de cada baldosín, cada peldaño, cada silla de la biblioteca, del aula o de la cafetería de estudiantes, de cada centímetro de espacio público porque les han enseñado que por su origen, su raza, su género y su clase todo les pertenece, también las personas que trabajarán a su cargo en la empresa de papá o las mujeres que se sientan en la silla de al lado o caminan por el campus o entran a su fraternidad para una fiesta o esa que será la madre de sus hijos.
Trabajé 13 años como profesora en una universidad privada de Pensilvania en la que el sistema de fraternidades y sororidades era la opción principal de residencia y vida social para los estudiantes, en la que la matrícula costaba casi 60.000 dólares al año y en la que había muy pocos estudiantes no blancos o becados. En universidades así los Kavanaugh abundan, tal vez más que en las universidades de élite como Yale, donde hay campañas muy activas para reclutar estudiantes brillantes entre las minorías raciales. Kavanaugh tiene un perfil tan exacto del frat boy que parece casi una caricatura. El estereotipo se quedaría en lo ridículo si no fuera por sus implicaciones siniestras.
La cultura de la violación en las fraternidades no se reduce a que algún muchachito se sobrepase en una fiesta porque ha bebido demasiado. Responde a una concepción perversa de la relación de poder entre hombre y mujer basada en un machismo extremadamente violento. Ejemplo: una práctica común en las fraternidades es adoptar “hermanas pequeñas”. Los veteranos de las fraternidades captan a chicas atractivas de primer año y las “adoptan” para que participen en sus actividades y, sobre todo, vayan a sus fiestas, donde las obligan a ser parte de rituales de consumo abusivo de alcohol y donde circulan drogas inhibidoras de la voluntad. Las convierten en cebos para atraer a nuevos miembros a la fraternidad. A cambio, las chicas —adolescentes de 17 o 18 años— sienten que ganan estatus nada más llegar a la universidad, sin tener conciencia —o adquiriéndola demasiado tarde— de que son mercancía no sólo de exhibición, también de consumo. Las violaciones son el síntoma más brutal de un problema profundo.
Estos hombres que conciben a sus compañeras de universidad como recipientes para saciar sus deseos y exhibir su masculinidad llegarán a puestos de poder y seguirán pensando que la función de la mujer es servir al hombre como objeto sexual, vasija procreadora o ángel del hogar. Se preguntarán por qué las universidades permiten este tipo de comportamiento. La respuesta está en cómo se hereda el poder en Estados Unidos: la fraternidad es poder. Si investigaran las genealogías de las fraternidades verían la continuidad del privilegio. Y no hay nadie más fiel que un frat boy a su pasado universitario, a su círculo secreto.