Por Jorge Volpi
En cuanto se confirma su captura -no su detención o su arresto: su captura-, las redes sociales se lanzan contra el monstruo que secuestró a nuestros hijos y nos humilló con su opulencia, su impunidad y sus desplantes. Nada de simulaciones o de engaños: su imagen agreste y deslavada tras las rejas del juzgado señala la magnitud de su caída. El recuento de sus crímenes no sorprende a nadie: durante décadas observamos -y envidiamos-, sus modelos de diseño, sus colecciones de joyas, de zapatos y de bolsos, sus castillos al borde del océano. Pero, a fuerza de verla departir con nuestros líderes, de atestiguar cómo los sobornaba o chantajeaba, llegamos a imaginarla invulnerable. De allí que su sacrificio resultara tan necesario, tan urgente: al exhibir sus delitos nos liberamos de todas nuestras faltas. Su destrucción nos purifica.
En El chivo expiatorio (Le bouc émissaire, 1982), René Girard muestra cómo en las sociedades primitivas -o en crisis- las rivalidades entre sus miembros se expiaban mediante la inmolación de los extranjeros, los enfermos, los anormales. Gracias a este cruento ritual, la violencia endémica del grupo se dirigía hacia un enemigo común; una vez consumado, se alcanzaba una efímera paz que invariablemente conducía a la persecución de un nuevo cordero. Girard aclara que, si bien éste solía encontrarse entre las clases desfavorecidas, a veces podía señalarse entre los ricos y los poderosos (en «las santas revueltas de los oprimidos», por ejemplo). Y, aunque en la mayor parte de los casos la víctima era inocente, sus crímenes también podían resultar atroces.
Todas las características del modelo estructural del chivo expiatorio comparecen en el juicio contra Elba Esther Gordillo. Desde hace años la sociedad mexicana la había convertido en un símbolo de poder tan fascinante como peligroso que despertaba tanto una insana admiración hacia las marcas de su éxito (su riqueza, su descaro e incluso su maldad) como un enconado desprecio hacia su figura (su condición femenina, su físico, su nepotismo). Poco a poco, y en especial en los últimos dos años, se fraguó una hábil narrativa que la convirtió en la responsable absoluta de nuestros males, en la culpable de esa peste que -como en la Tebas de Edipo- se expande a lo largo y ancho de nuestra sociedad: la pésima educación que reciben nuestros niños.
¿Quién no querría acabar con la mujer que les arrebató a nuestros herederos la posibilidad de ser mejores? ¿Quién no querría sepultar a la mujer que enjauló a los maestros y, como la bruja de Hänsel y Gretel, devoró a tantos inocentes? En términos mitológicos, la monstruosidad física y la monstruosidad moral van siempre unidas, recuerda Girard, y la apariencia de la implacable líder de los maestros, estragada en decenas de cirugías plásticas, no hace sino reforzar esta imagen inquietante y ominosa. Nadie duda que los delitos que se le achacan sean auténticos y nadie podría cuestionar la oportunidad de su arresto, pero aquí importa señalar cómo La Maestra -tampoco es casual que usara este mote que antes la ensalzaba tanto como ahora la escarnece- se convirtió de pronto en la mayor amenaza para la misma sociedad que durante años permitió y alentó sus ambiciones.
Ungida por Carlos Salinas de Gortari en un golpe paralelo al que ahora la destrona, su itinerario sigue el camino simbólico de todos los villanos ancestrales. Elba Esther debió ser una niña inteligente pero sin gracia, acaso objeto de burlas y de acoso; su esfuerzo y su astucia la llevan a medrar, a acercarse a quienes pueden ayudarla, a distribuir favores. A partir de allí su ascenso se torna vertiginoso: en primer lugar, los recursos ilimitados del mayor sindicato de América Latina y, tras su salida del PRI, la capacidad de obtener cuanto quiere de dos presidentes dispuestos a pagar cualquier precio por sus servicios (sobre todo electorales) y su apoyo. Y por fin, la hubris griega: creerse intocable y exhibir las pruebas de su corrupción con desvergüenza, incapaz de entender que los tiempos han cambiado, que el nuevo Presidente ya no la necesita o, auspiciado por una sociedad que la percibe como encarnación del mal, sólo la necesita para destruirla.
A diferencia de los panistas que, en su ingenuidad o su tozudez, jamás comprendieron la dimensión simbólica del poder, los priistas la llevan en la sangre. Más que por tratarse de un obstáculo a la reforma educativa puesta en marcha como prioridad del sexenio, Elba Esther Gordillo tenía que ser destrozada -mejor: desacralizada- para demostrar que el nuevo PRI no es el viejo PRI (aunque la maniobra lo recuerde) y asentar la autoridad del Presidente, pero sobre todo para saciar a una sociedad que, luego de los estériles sacrificios de la guerra contra el narco, exigía ávidamente una expiación. La Maestra decapitada implica un Calderón desollado. Quedemos, pues, tranquilos. Y contemplemos con embeleso, al menos por un tiempo, la sangrante cabeza de Medusa.