Por Jesús Silva-Herzog Márquez/Reforma
En Lo marginal en el centro, su extraordinario ensayo sobre Salvador Novo, Carlos Monsiváis recuerda una anécdota del cronista relatada por Elías Nandino. Vale citarla:
En una ocasión Xavier Villaurrutia y yo pasamos por Novo al edificio de la Secretaría de Educación, para irnos juntos a comer. A Salvador y a mí se nos ofreció ir al baño. En una de las paredes, alguien había puesto: «Salvador Novo es joto». Él leyó eso, sacó un lapicero y comenzó a hacer una lista: «Narciso Bassols es joto», el tesorero de la SEP es puto», «el Secretario es marica». Llenó media pared con los nombres de muchos funcionarios. Cuando salió le pregunté con sorpresa:
-¿Por qué hiciste esto?
-¡Ay! Pues porque así borran más pronto.
Lejos de indignarse con el insulto, Salvador Novo se burla de él. No borró su nombre de la pared del baño: arremedó el procedimiento de sus agresores para exhibirlos. Al infantilismo del insulto corresponde una reacción paralela. Monsiváis coincide con el relator: Tiene razón Nandino: «Desde joven Novo se puso más allá del bien y del mal, de tal manera que decir que él era maricón no era decir nada». La reacción de Salvador Novo es ejemplar: lejos de borrar la ofensa y denunciar el estigma, se apropia del epíteto para mostrar la estupidez anónima. Lo que los otros señalaban como señal de oprobio, el escritor asume como pose de orgullo. Trajes, anillos, gestos, dicción que exageran el estereotipo del maricón. Volverse sátira para escupirle al mundo sus prejuicios. Novo acomete su sexualidad, dice Monsiváis, como si fuera una empresa revolucionaria. Nada como un espejo que exhiba la idiotez tumultuaria frente a sí misma. Al imbécil que le lanzó un plátano desde la tribuna del estadio para llamarlo chango, Dani Alves le respondió perfectamente: lo tomó del piso, abrió la cáscara, le dio un mordisco y siguió jugando. Todos somos changos.
La tentación frente a la homofobia es acudir al Estado para que éste reparta castigos a los ordinarios. Que se prohíban gritos, que se reglamenten chistes, que se castigue a los odiadores. Hacer del poder público (o de los organismos internacionales), policías del lenguaje, custodios del respeto, promotores de un lenguaje aséptico. Me sigue pareciendo mala estrategia. Pensar en la reglamentación de nuestro vocabulario es parte de la idolatría política de la modernidad. El Estado como artífice del respeto. El gobierno como árbitro del lenguaje. Esa confianza en la capacidad de la coerción para transformar todo espacio común en escuela cívica es paralela al descrédito de lo público, a la desconfianza que sentimos por la respuesta de la cultura, de la imaginación, de la crítica. Que no resulte sensato castigar el prejuicio no significa que no haya nada que hacer frente a él. El repulsivo grito que México ha exportado a Brasil merecería esa respuesta: exhibición.
La expresión homófoba es un derecho como lo es la estupidez. Sí: somos libres de escoger nuestra forma de ser idiotas. La ley no nos obliga a ser listos ni tampoco a ser respetuosos. El respeto es un valor moral exigente que la política no puede imponer. Por eso nos consolamos con un instrumento más modesto: la tolerancia. De ahí que la Constitución proteja la expresión libre de las ideas -por absurdas o hirientes que nos parezcan. En efecto, la libertad de expresión implica, simultáneamente, el derecho a equivocarse y el derecho de ofender. A ser homófobo tiene derecho el senador del PAN que ha declarado que la única familia es la tradicional y que las reformas recientes en la Ciudad de México implican un atentado gravísimo a los valores nacionales. Tiene derecho a pensarlo y tiene derecho a decirlo. Es valioso que la opinión pública conozca lo que piensa el legislador. Me parece condenable, por supuesto, que sea respaldado por un partido político nacional y que encabece una comisión de la familia del Senado pero jamás pensaría que su expresión, primitiva, prejuiciosa, ignorante, merezca castigo. Lo que merece es crítica, exhibición y burla.
9 comentarios en «Homofobia y estupidez»