Es un gran placer y una aventura estar aquí con ustedes en España. Me siento honrada y asombrada de formar parte del elenco de los galardonados con estos premios, desde Susan Sontag hasta Nelson Mandela, desde Margaret Atwood hasta Doris Lessing. Todos escritores y revolucionarios.
Primero tengo que agradecer a Socorro Suárez Lafuente por presentar mi candidatura. Y al jurado por admitir esa nominación y, por supuesto, a la Familia Real y a la Fundación Princesa de Asturias por este generoso honor. Es la primera vez que recibo un premio en honor a una mujer.
Cuando me piden que me defina a mí mismo, digo que soy escritora y organizadora. Supongo que lo que tienen en común ambas oficios es la falta de un empleador, de un puesto de trabajo y también la falta de seguridad económica. Por otro lado, también es cierto que nadie puede despedirte. Debo decir que esta es la recompensa por la inseguridad.
Durante el último año y pico de esta pandemia global, ustedes y yo desde lugares distantes del mundo, nos hemos sentido muy conectados, aunque solo fuera por razones espantosas. Ninguna frontera nacional o diferencia cultural puede retener por completo un peligro para la salud que sea verdaderamente global. Nos amenazaba a todos, a pesar de los recursos económicos y sanitarios que crearon diferencias cruciales en la manera en que nos trataron y en cómo fuimos y podíamos ser tratados.
No existen los inmigrantes, todos somos pasajeros en esta nave espacial terrestre, con la esperanza de salvar nuestros futuros y nuestros bosques, que son nuestro futuro.
En conjunto, las fronteras nacionales comenzaron a parecer mucho más artificiales, y la posibilidad de quedarse en casa también llegó a parecer mucho más valiosa y salvadora que la posibilidad de viajar.
También valoramos como nunca antes a los trabajadores sanitarios y hospitalarios, e incluso algunas cárceles fueron vaciadas, sin el aumento de delincuencia anunciado. Este último año nos ha enseñado mucho, y espero que pensemos en cómo valorar las lecciones aprendidas.
En mi país, más hombres confinados en su casa empezaron a conocer a sus propios hijos –lo cual fue algo bueno– y a descubrir lo que implicaba el cuidado de los niños a tiempo completo. Asimismo pudieron comprobar lo cotidiano y orgánico que es el proceso educativo. En muchas ocasiones esto liberó a las personas de las ataduras de los roles de género, que en realidad son bastante nuevos en la historia de la humanidad. En nuestros orígenes como especie migratoria, todos tenían que ocuparse y cuidar de los niños. El patriarcado creció cuando nos volvimos sedentarios.
Por otro lado, la violencia doméstica contra las mujeres a veces aumentó durante este año de confinamiento, y esta fue una trágica lección. Y cambiaron tanto las definiciones nacionales como las populares sobre quiénes eran trabajadores esenciales y quiénes no. El personal de primera línea y los empleados de las tiendas de comestibles tendían a vencer a los banqueros y a los capitanes de la industria, ¡es algo asombroso!
Así que espero que en nuestros países respectivos dediquemos tiempo a analizar estas ingentes y profundas lecciones y a pensar en lo que ha cambiado, lo que queremos mantener y lo que queremos renunciar.
Por ejemplo, en mi país, se hicieron más visibles los cambios tras la pandemia. El racismo que ha estado presente en América del Norte desde que los invasores europeos se impusieron a las poblaciones indígenas, matando a través de enfermedades y guerras al noventa por ciento de las personas que anteriormente vivían allí, y que luego también importaron esclavos, ese racismo ha alcanzado un punto de inflexión tanto en lo negativo como en lo positivo. La tercera parte del país que valora lo blanco, y que votó a Donald Trump –quizás el presidente menos cualificado y que más ha dividido el país en la historia de Estados Unidos– llevó al terreno político lo que durante mucho tiempo había pertenecido al ámbito privado. Incluso provocó que un grupo de hombres blancos intentara apoderarse del Capitolio, como probablemente han visto ustedes en la televisión.
Sin embargo, debido a que esta vez –a diferencia del título de la canción rock– la revolución sí fue televisada, los puntos de vista sobre raza y género que circunscribían esta supuesta revolución a una minoría también causaron el mayor clamor de la historia. Este clamor de muchos hombres y de una mayoría de mujeres contribuyó a convertir el Black Lives Matter en un movimiento mayoritario y pacífico.
Espero que cada uno de nosotros sepa aprender de esas lecciones y que participemos en tertulias que ahonden cada vez más en lo que todos hemos aprendido en este tiempo de pandemia y emergencia, qué es lo que valoramos y queremos conservar y qué deseamos cambiar.
Este último año, he pensado a menudo en la profecía de los indígenas de la nación cheroqui. Ellos eran, por supuesto, los habitantes originales de las tierras norteamericanas antes de que llegaran los europeos para ocupar por la fuerza, matando al noventa por ciento de los habitantes con enfermedades contra las que no tenían inmunidad. La profecía era la siguiente:
La tierra, que es un ser vivo, sentirá que sus bosques productores de oxígeno están siendo destruidos, sus océanos y su atmósfera se están volviendo demasiado cálidos y privados de oxígeno por la quema de combustibles fósiles, y sus gentes también están divididas por el accidente que supone nacer con más o menos melanina en su piel.
Y así, esta tierra viva, tal como es dentro del espacio, simplemente nos desechará… y empezará de nuevo.
He de decir que esto me reconfortaba algo.
Sin embargo, ahora que he visto cómo mi ciudad de Nueva York volvía a las calles, y a miles de mujeres, jóvenes en su mayoría –pero no solo jóvenes– se manifestaban de nuevo, haciendo coincidir estas marchas con otras en la mayoría de las principales ciudades del mundo, vuelvo a sentir esperanza. Y la esperanza es una emoción muy rebelde.
También observo que hay más risas, y la risa es la única emoción libre, la única que no se puede imponer.
Ciertamente, se puede asustar a alguien. Incluso se puede hacer creer a alguien que está enamorado si, durante mucho tiempo, se le mantiene apartado y en un estado de dependencia. Es el caso de los secuestros y del llamado síndrome de Estocolmo: el nombre que se da al fenómeno de cuando los cautivos comienzan a identificarse con un captor del que dependen totalmente.
Sin embargo, no se puede obligar a alguien a reír, a reír de verdad y con sinceridad. Por eso la risa es una prueba de libertad.
En mi país, los indígenas americanos consagraron esto hecho al crear un dios de la risa, ni hombre ni mujer, a veces retratado como un coyote, a veces como el dios de la espontaneidad, pero siempre impredecible.
Y lo que esto me ha enseñado –y me he dado cuenta de que es cierto en la práctica– es que la risa es una prueba de libertad. He aprendido a pensarme dos veces las reuniones religiosas, o cualquier otra reunión en la que no se permite reír.
He aprendido a hacer lo mismo respecto a figuras autoritarias, como Hitler y Stalin, que parecían temer mucho que se riesen de ellos y castigaban a quienes lo hicieran. De hecho, uno de los primeros actos oficiales de Hitler después de ser elegido –porque ¡fue elegido!– fue cerrar a cal y canto tanto las clínicas de planificación familiar como los clubes de comedia donde la gente reía en libertad. Lo que más temía era que se riesen de él. Y, dicho sea de paso, Donald Trump también.
Al dar valor a libertades como la risa espontánea, preservamos la libertad para siempre.