La depresión, los dolores de cabeza, la agresividad y la pérdida de memoria –típicos síntomas del consumo crónico de plomo– encajan con algunos de los cuadros clínicos de Nerón, Calígula o Cómodo.
Por: ABC.
Los romanos llamaban saturno al plomo, en honor al dios de la agricultura y la cosecha que devoró a sus hijos. Lo usaban en cantidades industriales para vertebrar su avanzado sistema de tuberías y para toda clase de obras de ingeniería. Se calcula que en el Imperio se llegaron a suministrar 1.500 litros de agua potable por persona cada día. Su maleabilidad, su abundancia y su aparentemente inmunidad a la corrosión lo hacían el material perfecto para los ingenieros romanos, si bien, como el Dios Saturno, el plomo también tenía un reverso letal. Hoy se define como saturnismo la intoxicación aguda o crónica por este elemento químico.
Como explica el autor de «Esto no estaba en mi libro de Historia de Roma» (Almuzara), los romanos desconocían por entonces que la exposición excesiva al plomo provoca graves efectos secundarios, entre ellos daños en el sistema nervioso central, convulsiones, anemia, hipertensión, disfunción renal, inmunotoxicidad y la muerte. En el caso de los niños, se ha constatado que incluso niveles de exposición débiles pueden afectar al desarrollo del cerebro y a una reducción del cociente intelectual.
Desde la antigüedad más remota, Plinio el Viejo asegura que el plomo servía para escribir en láminas u hojas de plomo y algunos autores mencionan volúmenes de plomo en los cementerios romanos y en las catacumbas de los mártires. Se empleaba para elaborar polvos faciales, ungüentos de todo tipo y colorantes blancos. Y algunos médicos recetaban directamente el plomo como método anticonceptivo y para algunas enfermedades cutáneas.
Se utilizaba también para las cazuelas donde se hervía jugo de uvas con el fin de prolongar la durabilidad de los vinos. El plomo disuelto daba lugar, a su vez, al «azúcar de plomo», un edulcorante que los ciudadanos de Roma llamaban «sapa» y usaban para endulzar sus alimentos y sus bebidas. Como consecuencia de esta mezcla explosiva, la cantidad de plomo por litro de vino llegó a alcanzar los 800 miligramos, según distintos estudios.
Todo ello tenía un efecto evidente sobre la salud, puesto que, cuando la exposición continuada supera a la capacidad de eliminación del organismo, este elemento químico empieza a distribuirse por el cuerpo hasta alcanzar el cerebro, el hígado, los riñones y depositarse en dientes y huesos. Allí se acumula entre los cristales de hidroxiapatita y su tiempo de vida puede ser de varias décadas.
De ahí que muchos arqueólogos hayan buscado restos en los esqueletos del periodo. No en vano, el arqueólogo Arthur C. Aufderheide detectó en 1985 en un estudio de esqueletos de 20 poblaciones entre el periodo etrusco y la Edad Media que el plomo se hallaba incluido en pequeñas dosis, con un pico en tiempos romanos y una pronunciada caída conforme las minas disminuían su producción con el derrumbe de Roma. Del mismo modo, el análisis de las capas del hielo polar muestra niveles de plomo y cobre altos en la época romana, entre otras cosas porque las monedas también se componían de este material.
El vino, el plomo y la aristocracia
Especialmente a través del vino de calidad se extendió la gota saturnina entre las familias más nobles de Roma, lo que se traducía en una artritis doloroso debida a la acumulación del ácido úrico en el organismo. Hay quien ha relacionado este envenenamiento por plomo con la causa de la mala salud mental de algunos de los emperadores más terribles. La depresión, los dolores de cabeza, la agresividad y la pérdida de memoria –típicos síntomas del consumo crónico de plomo– encajan con algunos de los cuadros clínicos de Nerón, Calígula o Cómodo. A lo que habría que añadir la escasa fertilidad que pudo provocó este metal en políticos claves como Julio César, quien fracasó a la hora de dar un heredero varón a pesar de su incansable actividad sexual.
En cualquier caso, nunca se ha podido demostrar que la exposición al plomo provocara una disminución demográfica de lenta cocción que, hacia el siglo V, estalló con la caída del Imperio. Ni el plomo ni la llegada del Cristianismo ni una inflación disparada pueden explicar por sí solos el derrumbe de la civilización más compleja de la Antiguedad. De hecho, hubo quien detectó ya entonces los efectos tóxicos del plomo y desancosejó su empleo. El célebre ingeniero Vitruvio planteó en el siglo I a.C. la necesidad de usar otro material diferente para el transporte de agua. Asimismo, el médico Dioscórides (40-90 d.C.) describió en su obra «De Materia Médica» que el plomo hace a «la mente perezosa»…
Gráfico: Luis Cano/ABC
La importancia de las minas de Hispania
Plinio el Viejo habla de una abundancia en Hispania de oro, plomo, hierro, cobre y plata «que no se daba en ninguna parte del mundo». Concretamente, en Carthago Nova, ciudad fundada por el general cartaginés Asdrúbal el Bello, yerno de Amílcar, se hicieron claves los yacimientos de plomo argentífero en los que trabajaban 40.000 obreros, en una extensión de varios kilómetros cuadrados. El geógrafo griego Estrabón en su obra «Geografía» describe –gracias al testimonio de Polibio– cómo se extraía este plomo y el enorme rendimiento, 25.000 dracmas, que generaba cada día en beneficios. Las condiciones en las que trabajaban los mineros eran penosas y sus turnos maratonianos (se trabajaba tanto de noche como de día) quedaban marcados por la duración de las lámparas de aceite con las que se alumbraban. Los mineros empezaron a usar máscaras para prevenirse de intoxicaciones.
El plomo blanco de Iberia era muy apreciado desde tiempos de Troya, según testimonio de Homero, y arrastraba una curiosa leyenda. Según ciertas fábulas griegas se extraía de unas islas del Mar Atlántico y se transportaba en embarcaciones de mimbre y cuero hasta la Península ibérica. Hoy se sabe que en verdad se encontraban en Lusitania y la Gallaecia en las arenas negras, mezclado con guijarros, que se amontonan en lechos torrenciales secos. Una vez limpiada la arena, el material era tostado en hornos para que adquiriera su característico color blanco. Las hetairas griegas empleaban este material como mascarilla para tener una tez de color blanquecino. En contraste, el plomo negro era abundante en Cantabria y en las Islas Baleares y se usaba para la fabricación de tubos y láminas.