Laurence Rees documenta con testimonios aspectos poco conocidos del genocidio nazi
Por Fernando García/La Vanguardia
El hambre era cada vez peor, los prisioneros se desmayaban, se morían. Una vez vi a varios con un bol de sopa que más bien parecía agua de un charco. Mientras caminaban, la sopa se les derramó sobre el suelo cubierto de nieve pisoteada. Y la gente se puso a chuparla de la nieve. Era horrible”.
Quien relata la escena, correspondiente al año 1944 en el campo de concentración de Mauthausen, es el polaco Tadeusz Smreczynski. Su historia constituye uno de los valiosos y hasta ahora inéditos testimonios que sustentan el último libro del historiador y documentalista británico Laurence Rees, El Holocausto (Crítica). A diferencia de anteriores tratados y ensayos sobre la mayor barbaridad del siglo XX, la obra de Rees integra análisis historiográfico y relatos de los supervivientes en primera persona.
Tadeusz Smreczynski tenía 15 años cuando los nazis invadieron Polonia en septiembre de 1939
Tadeusz Smreczynski tenía 15 años cuando los nazis invadieron Polonia en septiembre de 1939. Vivía con su familia en Zator, a pocos kilómetros de Auschwitz. Un año después de la invasión, y tras haberlo expulsado del sistema educativo, los ocupantes enviaron a Tadeusz a Alemania para hacer trabajos forzosos. Él escapó, se refugió con una tía en Cracovia y, al cabo de unos meses, regresó a Zator con la esperanza de que los alemanes se hubieran olvidado de él. Pero pronto empezó a prestar ayuda a quienes necesitaban cruzar la frontera próxima, así como a proporcionar pan a compatriotas encarcelados en campos próximos. En 1944 lo pillaron y lo enviaron a Auschwitz junto con otros polacos, judíos o católicos como él. Unos meses más tarde lo trasladaron a Mauthausen.
Tadeusz evitó la cámara de gas de milagro y luego estuvo a punto de perder la vida varias veces. Sobrevivió gracias a su instinto, pero también a los favores y consejos de otros presos que sabían de sus generosas actividades anteriores o conocían a su familia (su padre había sido alcalde). “Cuando os hagan marchar o haya asamblea, recuerda no ponerte nunca en los lados ni en la cabeza o la cola de las columnas. Ahí es donde pegan más a menudo. No dejes que te maten”, le dijo uno de estos camaradas. Y eso le salvó de unos cuantos palos.
En Mauthausen, Tadeusz aprovechó un bombardeo aliado para huir por un agujero en la valla junto con media docena de compañeros. Ya en el campo, los soldados nazis los descubrieron y confundieron con paracaidistas enemigos. Cuando iban a dispararles, él gritó que no eran paracaidistas sino presos que esperaban a “sus” guardianes de las SS para que los llevaran de vuelta al campo tras haber escapado del bombardeo. Y coló. Los otros prófugos se lo agradecieron en el alma.
Cuenta el entonces joven y avispado polaco que el hacinamiento en los barracones de Mauthausen era tal que no es que faltaran camas, sino que él y otros sesenta prisioneros tenían que pasar la noche de pie. En verano, con el calor, no era raro que los que así mal-dormían desfallecieran y cayeran al suelo al poco de salir al exterior. “A esos los remataban”, le contó a Rees.
El testimonio de Tadeusz Smreczynski es importante para el historiador por la “increíble y excepcional” naturaleza de la narración y del propio personaje, pero sobre todo por las revelaciones y precisiones que implica. Como el hecho de que, en el año 1944, “los nazis ya no distinguían entre polacos judíos o católicos –muchos de ellos presos políticos–, así como gitanos y discapacitados”, a la hora de matarlos.
…Lo cual no quita para que el objetivo primordial fueran, desde luego, los judíos. No en vano el libro de Rees arranca con la desgracia que relata Freda Wineman, detenida en mayo de 1944 en Saint-Etienne (Francia), junto con sus padres y sus tres hermanos, por miembros de la colaboracionista organización paramilitar de la Milice. Su delito: precisamente, ser judíos. A los seis se los llevaron a Auschwitz Birkenau, previo paso por el campo de detención de Drancy. Freda tenía 20 años.
Nada más bajar del tren en el infierno de Birkenau, donde “el olor era espantoso”, los guardias también judíos que ejecutaban las órdenes de las SS –el equipo especial llamado Sonderkomando– gritaron a los recién llegados: “Entreguen los niños a las mujeres mayores”. Entonces, una madre puso a su bebé en manos de la madre de Freda. Al llegar a la cabeza de la cola, el médico de las SS –Freda cree que era el famoso doctor Mengele–, indicó a la madre que se situara a la derecha, con el bebé. Freda intentó quedarse con ella, pero el médico se lo impidió.
La madre y el pequeño fueron separados junto con otras señoras y los niños que les habían asignado, y conducidos hacia algún lugar ignoto. Mientras se alejaban, llegó el grupo de los hombres, incluidos los hermanos y el padre de Freda. En el acto, el hermano mayor, David, pensó que el menor, de 13 años, se sentiría más protegido si acompañaba a la madre y al bebé, y le dijo que se fuera con ella, como así hizo el chaval. Fue un error que David lamentaría toda su vida. No sabía que el Sonderkomando había separado a las mujeres mayores y a los niños al considerar que no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir al primer descarte, mientras que a él mismo, su padre y sus hermanos los habían elegido para trabajar. De manera que David envió a su hermano a una muerte segura. “El hombre nunca se recuperó mentalmente de aquello”, afirma Rees en su conversación con La Vanguardia.
El autor ve la desgracia de la familia Wineman como ejemplo de la insoportable “inversión de la moralidad” que generó el nazismo. Una ruptura de valores tan perversa como para convertir la compasión de un hermano en causa involuntaria del fin prematuro del menor así compadecido. Y como para hacer que una madre joven lograra sobrevivir únicamente entregando a la muerte a su bebé.
Otro testimonio que rompió los propios esquemas de Rees fue el de la también judía Giselle Cycowicz sobre el momento de su liberación al terminar la guerra, en Auschwitz, donde habían asesinado a su padre sin que ella pudiera ni siquiera despedirse de él. Cuando la voz de un agente de las SS anunció a los prisioneros que la contienda había finalizado y que eran libres, ella pensó: “¿Y dónde quiero ir yo? ¿Me queda algún sitio al que ir? ¿Debería volver al lugar del que me echaron? Nuestras casas quedaron abiertas. La gente se estaba quedando con las posesiones de los judíos. ¿Es ahí donde quiero volver? ¿Quién quiere vivir en un sitio en el que todo el mundo se quedó mirando mientras a los judíos les imponían un destino terrible?”. Su sensación no mejoró cuando tuvo más información de cómo estaba comportándose el mundo, nazis aparte. “Nadie quería dejar entrar a los judíos. No teníamos un Israel abierto para nosotros. Ni Inglaterra, ni Estados Unidos, ni Canadá con sus espacios inmensos. Así que ¿voy a sentirme feliz por la liberación? Tengo dieciocho años y ¿qué soy? No soy nada”.
La amarga reflexión de Giselle prueba que, para al menos una parte de los prisioneros que sobrevivieron a los nazis, la liberación no fue el motivo de alegría y felicidad que podríamos pensar, sino un momento de desconcierto; casi de abandono y desolación. Rees lo descubrió gracias a esta mujer, quien después de su tragedia se formó como psicóloga y hasta hace dos años –a sus ochenta y pico– trabajó atendiendo de otras víctimas del Holocausto y familiares en Israel. “Lo que ella explicaba sobre la liberación era nuevo para mí”, confiesa, y por eso decidió dedicarle a ella las últimas páginas del libro.
El documentalista considera el Holocausto como “el crimen más infame en la historia del mundo”. Y subraya que Hitler fue responsable directo de muchos millones de muertes por tres decisiones que tomó: lanzar la guerra en septiembre de 1939; extenderla contra la Unión Soviética en junio de 1941, y por supuesto ordenar el Holocausto. Pero Rees matiza que la Humanidad ha tenido “suerte” en cuanto a los tiempos en que aquel monstruo actuó. Lo explica recordando un episodio inmediatamente anterior a la derrota nazi. “Cuando Hitler dijo a Albert Speer (ministro de la Guerra) que destruyera por completo la infraestructura de Alemania, éste le replicó que entonces morirían muchísimos miles de alemanes. Y el dictador contestó: ‘En efecto. Porque han demostrado ser los más débiles”. Este diálogo, junto a todo lo que se sabe de aquellas horas, lleva al historiador a concluir que “si Hitler hubiera tenido acceso a las armas nucleares, las habría utilizado”. Dicho de otro modo, “si cuando se suicidó hubiera tenido la opción de apretar el botón y destruir el mundo, sin duda lo habría hecho y ahora no estaríamos aquí”.
Opina Res que la historia “no ofrece lecciones, porque nunca se repite del mismo modo, pero sí da avisos”. Menciona cómo, frente al escaso 2,6% de votos que los nazis obtuvieron en 1928, sólo cuatro años después tenían el partido más grande de Alemania. “¿Qué cambió? La situación económica, que se hizo catastrófica”. Poco más.
Antes de la Primera Guerra Mundial, el futuro dictador no era sino “un tipo raro, un brasas que aburría al personal y ponía en fuga a todo el mundo cuando hablaba de ópera y libros”. Sólo después de la Conferencia de Paz de París, Hitler empezó a decir cosas que “conectaban con las inquietudes de la gente”. Fue así como adquirió “carisma”, un concepto que según Rees “nos habla tanto o más de quienes siguen a un líder que del líder mismo”.
El autor de El Holocausto concluye: “Si alguien como Hitler pudo entrar de ese modo en el mundo, por qué no puede irrumpir otra persona como él”. Y se despide, en consecuencia, con un elocuente deseo: “Espero que Madrid siga aquí dentro de cincuenta o cien años”.