La gran capital indígena de los tiempos prehispánicos en la costa del Golfo, El Tajín, se ubica en las cercanías de la pintoresca ciudad de Papantla; su nombre en lengua totonaca sintetiza la fuerza y el poder de la tormenta tropical que humedece todo, el territorio costeño, y al que los aborígenes de las Antillas llamaron “huracán”.
Su descubrimiento y la historia de sus excavaciones se envuelven en el embrujo de la casualidad y del amor por el pasado de Veracruz. Por mucho tiempo El Tajín se mantuvo oculto a los ojos de los europeos, que insensibles ante la belleza autóctona, en los siglos XVI y XVII destruyeron la mayoría de los antiguos testimonios precolombinos, pero hacia el siglo XVIII un inspector del tabaco da noticia de su existencia y a partir de entonces el lugar ha sido motivo de asombro y de un cuidadoso trabajo de exploración y restauración.
Quien llega hoy a tan imponente zona arqueológica, no obstante la modernidad del acceso -que cuenta con un elegante museo de trazos contemporáneos-, siente una viva emoción por hallarse en aquel sitio misterioso, donde el ambiente tropical, los olores de plantas exóticas como la vainilla, y la llamativa indumentaria de los campesinos totonacos que viven en la periferia impactan nuestros sentidos, tal como lo plasmó Diego Rivera en uno de los murales del Palacio Nacional en la ciudad de México, donde se observa el arribo de una embajada de comerciantes y diplomáticos del altiplano central mexicano a la capital costeña; con ojos anhelantes de mirarlo todo, se mostraba ante ellos la peculiar arquitectura de nichos y grecas; se desarrollaba la danza de los voladores que descendían rítmicamente de un alto madero del cual colgaban amarrados de los pies, y muy particularmente, se les presentaban frutos, flores y muchos otros productos del litoral que eran motivo de su largo viaje.
Hoy día se sigue realizando la danza del volador para el visitante, en la explanada que se ubica frente al museo, donde obligadamente el recién llegado inicia su visita; ahí dentro encuentra extraordinarias manifestaciones escultóricas que nos relatan antiguas historias de reyes y misteriosos ceremoniales, y así nos damos cuenta de que el juego de pelota al que se asocian los yugos, las palmas y las hachas, tuvo una gran preponderancia en este lugar. Hoy en día, gran parte de la ciudad indígena ha sido explorada y reconstruida, con un excelente trabajo por parte de los arqueólogos, que, sin exagerar, nos permite maravillarnos con las monumentales dimensiones de todos los edificios y caminar sobre el antiguo enlosado que los habitantes del sitio colocaron en su momento.
Nos damos cuenta, también, de que en su diseño urbano los constructores aprovecharon los desniveles del lomerío para construir plazas, pirámides y juegos de pelota en una especie de hondonada enmarcada por dos arroyos; y para tener una manera de vivir más adecuada al clima local, en el que el calor es excesivo, los arquitectos colocaron en la parte elevada del lomerío los palacios y las áreas residenciales de gran categoría, de manera que la brisa, procedente de la costa, refrescara en todo momento las habitaciones. En el área de los basamentos y juegos de pelota se ubica la llamada Pirámide de los Nichos, que se caracteriza porque en toda su construcción se advierte ese elemento arquitectónico; se dice que el edificio posee 365 nichos, con lo cual su asociación calendárica y solar es indiscutible.
Sin lugar a dudas, es esta una de las construcciones más hermosas de la arquitectura mesoamericana y pertenece a las grandes creaciones de la humanidad. En el área de los palacios descubrimos con sorpresa que se han conservado extraordinarias secciones decoradas con pintura mural, en donde el color azul es tan llamativo que nos imaginamos la belleza de aquel edificio en los tiempos de su construcción. En esta misma área nos sorprende la presencia de ventanas, lo cual nos indica cómo un elemento ausente en la arquitectura indígena mesoamericana, aquí fue desarrollado por la necesidad no sólo de contemplar el paisaje sino de obtener la frescura que proporciona la brisa del mar. El Tajín, en su conjunto, es indudablemente uno de los mejores ejemplos del patrimonio arquitectónico indígena de México, donde se mezclan lo antiguo y lo monumental, lo misterioso y lo mexicano. (México Desconocido)