[su_quote cite=» Churchill»]Sale a la luz una carta escrita por Churchill donde se desvelan los pormenores de una curiosa reunión en la que, entre otras cosas, se probó la resistencia de los materiales con los que se pensaba construir una gigantesca mole de agua helada[/su_quote]
Por Manuel P. Villatoro/ABC Historia
[su_dropcap style=»simple» size=»1″]A[/su_dropcap]gosto de 1943. En mitad de Quebec, Winston Churchill acude a una reunión secreta en la que se dirimen temas de vital importancia como el lugar en el que desembarcará la flota aliada para entrar en Europa. Al encuentro acude también el extravagante oficial británico Lord Mountbatten. Según dice, sus científicos han creado un extraño material que permitirá a los ingleses no depender del acero para construir sus vitales portaaviones. El ingenio se denomina Pykrete, y está elaborado mediante agua salada congelada y serrín. Está tan convencido de la resistencia del invento que desenfunda su revólver y dispara a un cubo hecho con esta sustancia. En efecto, la bala rebota. Pero, para sorpresa de todos, está a punto de volar la cabeza de uno de los presentes.
Esta llamativa curiosidad es solo una de las anécdotas que han salido a la luz en las últimas horas gracias a una carta escrita por el mismísimo Churchill. Una misiva hasta ahora oculta y que ha sido subastada, según explican varios diarios británicos como la versión en línea del «Daily Mail», por Nate D Sanders. El documento supone el descubrimiento de un testimonio de primera mano de la Conferencia de Quebec, la misma en la que canadienses, británicos y americanos sentaron las bases del futuro Desembarco de Normandía. Sin embargo, parece que lo que más llamó la atención al premier británico no fue la decisión de asaltar la fortaleza europea de Hitler a través del Canal de la Mancha, sino las locas pruebas para demostrar la resistencia del Pykrete.
«Primero disparó al hielo ordinario, que se hizo añicos. Luego disparó al Pykrete, que era tan fuerte que la bala rebotó. Por poco dio a Charles Portal [jefe del Estado Mayor del Aire]. Los oficiales que esperaban fuera se horrorizaron con los disparos de revólver e irrumpieron en la habitación entre gritos», escribió el propio Churchill. Con todo, al premier le pareció gracioso el suceso. O, al menos, así lo dejó escrito. A pesar de que la resistencia del material quedó probada, la idea de fabricar un portaaviones de hielo no terminó de consolidarse después de que se construyera un prototipo en Canadá. Suponía demasiados costes para el gobierno.
La carta, hasta ahora perdida, ha sido encontrada en el rancho del comodoro Gordon Allen, quien ayudó a Churchill a escribir parte de uno de sus libros de memorias sobre la Segunda Guerra Mundial. Este documento, no obstante, no se publicó junto al texto principal en 1951.
Manadas de lobos
Para entender por qué los aliados plantearon una idea en principio tan absurda como fabricar un portaaviones de hielo es necesario retroceder en el tiempo hasta 1942. Año en que, tal y como afirma el periodista e Historiador Jesús Hernández (autor del blog «¡Es la guerra!») en su libro «Las cien mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial», los submarinos alemanes se habían convertido en una verdadera pesadilla para los convoys repletos de mercancías, vituallas y armamento que viajaban desde Estados Unidos hasta Gran Bretaña. ¿Qué podían hacer ante esta silenciosa amenaza?
La solución se encontraba en los portaaviones. «Aunque los ingleses disponían de una excelente fuerza aérea, que había demostrado su valía combatiendo con éxito a la Luftwaffe en la batalla de Inglaterra, la falta de portaaviones hacía casi imposible la localización y el hundimiento de los U-Boote germanos en las áreas centrales del océano Atlántico, que así quedaban desprotegidas. La aviación era sin duda el arma más efectiva contra los submarinos, ya que estos eran atacados en superficie, cuando resultaban más vulnerables, antes de que tuvieran tiempo para sumergirse. Pero para poder atacar a los submarinos desde el aire hacían falta portaaviones; de este modo, las rutas atlánticas quedarían protegidas», explica el autor en su obra.
La decisión de reforzar los convoys con portaaviones beneficiaba sin duda a Gran Bretaña. No en vano, el mismísimo Churchill llegó a afirmar que solo había tenido miedo de una cosa durante la lucha: la fuerza submarina germana. Sin embargo, desde el principio de la contienda los Estados Unidos prefirieron enviar estos bajeles a un escenario que les preocupaba mucho más debido a su cercanía: el Pacífico. Eso dejó a los ingleses solos ante el peligro de los sumergibles teutones. Por si fuera poco, el país tampoco contaba con hierro y acero en exceso, materiales que eran enviados de forma primordial a la fuerza aérea.
Agua y arena
La solución llegó de la mano de Geoffrey Pyke. Nacido en 1893, este científico planteó a Churchill la posibilidad de fabricar el casco del bajel con hielo ya que, de esta forma, el hierro y el acero podría destinarse a otros menesteres. La idea fue acogida con escepticismo pero, en apenas unos meses (allá por diciembre de 1942) el mismo mandamás británico ordenó iniciar los estudios preliminares bajo el nombre de Operación Habakkuk. En palabras de Hernández, en principio se recurrió al agua helada conseguida de los icebergs del Atlántico Norte para los primeros prototipos. Por desgracia, todo fue un desastre.
Pero la casualidad quiso que, esas mismas semanas, se publicara un estudio que confirmaba que se podía endurecer el hielo añadiéndole un 14% de arena. «Los científicos británicos no podían creer que la solución a todos sus problemas fuera un simple puñado de serrín, pero así lo hicieron y quedaron gratamente sorprendidos del resultado. A ese nuevo material de construcción decidieron bautizarlo con el nombre de Pykrete , en honor de Pyke, el inspirador de todo el proyecto, y jugando con la palabra que designa el hormigón en inglés, concrete», desvela el historiador español en la mencionada obra.
Los científicos e ingenieros navales británicos se trasladaron a partir de entonces a Comer Brook, en Terranova, donde se construyeron los primeros prototipos de este portaaviones en un lago cercano. El objetivo era conseguir una mole con paredes de doce metros de grosor que pudiera desplazar dos millones de toneladas y cuya pista de aterrizaje tuviera, aproximadamente, 600 metros de extensión (el doble que la mayoría de los buques de este tipo de la época). Es decir, que el ingenio inglés se convertiría en un auténtico coloso de los mares capaz de aplastar a los temibles submarinos germanos.
Todo y nada
Las pruebas iniciales permitieron a Churchill acudir a la Conferencia de Quebec con los planos del portaaviones de hielo bajo el brazo. De hecho, los diseños de este aparato no tardaron en cobrar un papel protagonista en una reunión destinada en principio a organizar el futuro Desembarco de Normandía. «Tras las discusiones relativas a este último punto, Lord Mountbatten presentó a los norteamericanos el proyecto del portaaviones de hielo. La reacción de sus aliados fue la esperada: se quedaron perplejos ante la propuesta y dieron evidentes muestras de escepticismo», añade el experto.
No obstante, y tal y como ha desvelado la misiva, Mountbatten contaba con un arma secreta para hacer que los presentes se tomaran en serio aquella idea. El oficial ordenó que llevaran a la sala un carrito de té sobre el que había dos grandes cubos de hielo. Uno normal y otro de Pykrete. A partir de ese momento comenzó la función. El almirante, deseoso de poner a prueba el nuevo material, sacó un hacha y pidió un voluntario dispuesto a partir los dos gigantescos bloques de agua helada. Henry Arnold, el jefe de la Fuerza Aérea norteamericana, fue quien dio un paso al frente.
Así explicó Churchill lo ocurrido en la carta:
«Mountbatten hizo señas a uno de sus empleados, que apartó una manta y mostró dos bloques de hielo de un metro de altura. Luego invitó al hombre más fuerte que hubiera a romper cada bloque de hielo por la mitad con un hacha especial que había traído. Todos los presentes votaron al general (Henry) Arnold porque era trabajo para un “hombre fuerte”. [Arnold] se quitó el abrigo, se arremangó y agitó el hacha, partiendo el hielo común de un solo golpe. Se volvió, sonriendo y juntando sus manos sobre su cabeza en señal de victoria. Luego escupió en sus manos, tomó el hacha de nuevo, y avanzó sobre el bloque de Pykrete. Giró el hacha, y cuando la bajó, soltó un grito de dolor, ya que el Pykrete permanecía completamente intacto, mientras que sus codos habían sido sacudidos».
Por si fuera poco, acto seguido sacó su revólver y se dispuso a llevar a cabo la prueba definitiva:
«Mountbatten sacó una pistola del bolsillo para demostrar la fuerza del Pykrete contra los disparos. Primero disparó al hielo ordinario, que se hizo añicos. Luego disparó al Pykrete, que era tan fuerte que la bala rebotó. Por poco dio a Charles Portal [jefe del Estado Mayor del Aire]. Los oficiales que esperaban fuera se horrorizaron con los disparos de revólver e irrumpieron en la habitación entre gritos».
Aunque la propuesta para crear este nuevo portaaviones recibió el apoyo de algunas figuras destacadas de los aliados, incluido el mismo Mountbatten, y se construyó un pequeño prototipo, al final su desarrollo fue dejado de lado. Todo ello, a pesar de que el proyecto (y las pruebas) llamaron la atención del propio Churchill, quien escribió con su característica máquina de escribir esta misiva.
En su libro, Hernández incide en que, pese al éxito de las pruebas, el proyecto Habacuc debería haber necesitado la friolera de dos años para finalizarse de forma exitosa. Y, para entonces, la guerra ya habría terminado. «Pero el argumento más sólido contra el gigantesco portaaviones era el económico; se concluyó que no era aconsejable continuar empleando más medios en el desarrollo de un proyecto tan incierto, cuando era mucho más sencillo y barato construir portaaviones convencionales en los astilleros norteamericanos, que funcionaban ya a pleno rendimiento», desvela el autor.
No les faltaba razón, pues el coste se dispararía hasta los setenta millones de dólares, según los cálculos británicos. «En abril de 1944, los técnicos que trabajaban en el desarrollo del gigante de hielo fueron asignados a otros centros de investigación, en los que se estudiaban las ideas destinadas a facilitar el Desembarco de Normandía, previsto para ese mismo año. Aun así, mantuvieron con vida al pequeño portaaviones experimental durante el verano, gracias a su eficaz sistema de refrigeración, pero el paso de los meses aconsejó dejarlo fundir», finaliza.