Que la tragedia del Costa Concordia coincida con el año del centenario del hundimiento del Titanic parece una verdadera jugarreta macabra del destino.
Todo hacía prever que el aniversario iba a pasar entre nostálgicas conmemoraciones, con la vaga intranquilidad casi placentera que producen las catástrofes lejanas y muchos libros, y resulta que los desastres marítimos están más de actualidad que nunca. Me pregunto con qué espíritu se tomarán ahora su singladura los pasajeros de los dos cruceros programados para hacer la misma ruta del Titanic en las mismas fechas del malhadado viaje original. Imagino que habrá algunas bajas, aunque detecto una ofensiva publicitaria de las empresas de cruceros por subrayar que no hay manera más segura de pasar unas vacaciones que la suya (incluso apuntan que es un lugar ideal para hacer nudismo).
la iniciativa de rememorar el trayecto del Titanic tenía su aquello: en uno de los cruceros te ofrecían los mismos menús del condenado buque y podías ir caracterizado de pasajero (o polizón, más barato imagino) de época. Sin duda la noche del fatídico aniversario, el 14 de abril a las 23 horas, las copas se servirán con mucho hielo… A mí no me pillarán a bordo, a no ser que este diario me obligue a ir de enviado especial al Titanic, eventualidad improbable con la que está cayendo, ni siquiera en tercera disfrazado de emigrante irlandés sin derecho a bote. Pero es bonito imaginar qué papel encarnaría uno en semejante travesía. ¿Un rico como John Astor o Benjamin Guggenheim?, ¿un cobarde como el insumergible Joseph Bruce Ismay?, ¿un músico?: con mi oído, no creo. Lo más prudente, estadísticamente, parece ser disfrazarse de mujer -alguno lo hizo- o niño de primera clase: el 94 % se salvaron (solo murió una niña rica, Lorraine Allison). En tercera clase, en cambio, la mortalidad ascendió al 75 %.
Entre las cosas interesantes que se han señalado estos días al comparar el Costa Concordia y el Titanic está, aparte de que parece más fácil chocar con un iceberg que con una isla, el hecho de que el primero se hundió a oscuras y el segundo con todas las luces encendidas (y la música sonando). Claro que eso fue porque los fogoneros del Titanic estuvieron echando carbón en las calderas hasta el final, ahogándose todos (como los músicos).
En la comparación de los capitanes, Schettino solo parece ganar a Edward John Smith en el número de rubias en el puente de mando. El capitán del Titanic se hundió con su barco -las circunstancias exactas se desconocen: hay incluso quien sostiene que se pegó un tiro-. Quince actores lo han encarnado en la ficción, entre ellos George C. Scott. Mientras que a Schettino de momento solo lo interpreta él mismo. la estatua de Smith en Lichfield, Staffordshire, luce una palaca que recuerda la memoria y el ejemplo de un hombre de gran corazón, de vida valiente y heroica muerte, y añade de manera algo abrupta: «Be British». A mí me conmueve más su epitafio en un viejo monumento neoyorquino: «Faithful in duty. Friendly in spirit. Firm in command. Fearless in disaster. He saved women and children and went down with his ships».
Mientras rumiamos esas palabras, pensando qué difícil es que alguien nos las dedique algún húmedo día, acompáñenme en un recorrido por otros hundimientos. El más ejemplar de los que conozco es, claro, el de HMS Birkenhead, el paradigma de lo que han de hacer los hombres valientes cuando el barco se hunde (en resumen: ahogarse). Se trataba de una fragata británica convertida en transporte de tropas que se fue a pique el 26 de febrero de 1852 cerca de Ciudad del Cabo, frente a Danger Point (!), tras chocar con una roca que no figuraba en los mapas. Como ya es un clásico en estos casos, no había suficientes botes, etcétera. Así que los soldados y oficiales del 73 Regimiento de Infantería, todo casacas rojas, sables y tambores, permanecieron en cubierta formados mientras las mujeres y niños de a bordo (familias de los militares) subían a las lanchas y se ponían a salvo. La disciplina llegó hasta el punto de que los soldados continuaron sin romper filas mientras el agua subía, a fin de no poner en peligro con una estampida de nadadores la estabilidad de los botes en que se balanceaban las mujeres y niños. Como diría Kipling, que ponía un verso allí donde había una épica, «So they stood».
Es notorio que el desastre contribuyó a lanzar el protocolo de «las mujeres y los niños primero», aunque parece que la frase no fue acuñada como tal hasta 1860 (el asunto es objeto de debate).
Desde que ha sucedido lo del Costa Concordia -bien, no les engañaré: desde que navego con mi cuñado (como lastre)- tengo siempre a mano Naufragés, comment survivre en mer (Filipacchi), de Xavier Maniguet, que es, el autor, un médico de la marina francesa, especialista en supervivencia en el mar y, cito la contraportada, en la que aparece luciendo una pinta que ni Lord Jim, comandante de reserva en la Royale, piloto, paracaidista, buzo y escritor, qué tío. Tendremos ocasión en este blog de comentar cosas como la manera de no atraer tiburones o la mejor forma de consumir tu orina, pero ahora quisiera pasar revista a algunos de los naufragios que destaca el amigo Maniguet. Cito el Poseidón solo por su sonoro e inquietante nombre, aunque el real era un submarino británico abordado por un pesquero japonés. Pero el que me ha impresionado mucho es el hundimiento del Mikhail Lermontov y no solo porque soy un apasionado fan del homónimo poeta ruso, oficial del regimiento de húsares de la guardia imperial del zar («y lleno de inquietud buscaba las tormentas como si en ellas encontrase calma y reposo») sino porque la peripecia del buque de ese nombre tiene un aire de la del Costa Concordia.
El Mikhail Lermontov era un crucero de placer soviético que el 17 de febrero de 1986 se hundió tras chocar con un arrecife perfectamente señalizado en el estrecho de la Reina Carlota en Nueva Zelanda. Hay dudas sobre las causas, incluso se sopesa el espionaje, pero parece que el culpable fue el piloto, un tal Jamieson, que, mientras el capitán Barobyov dormía, quiso ofrecer a los pasajeros (en su mayoría turistas australianos) una vista espectacular de la costa, ¡y vaya si lo logró! Según Maniguet, el percance se debió en cambio a que ambos, el capitán y el piloto, discutían en el puente sobre la maniobra sin apercibirse del peligro. El barco chocó a las cinco y media de la tarde a 15 nudos y sufrío una brecha de 12 metros en el casco.
La tripulación trató de llegar con el barco haciendo agua a Port Gore (cierto, no parece el mejor destino), la bahía más cercana, pero a las 10.50 pm el barco se hundió de lado a 36 metros de profundidad, con el costado de babor a solo 14 metros de la superficie. De las 743 personas a bordo, 372 pasajeros, muchos de tercera edad, solo murió una: el ingeniero de refrigeración Pavel Zagliadimov, cuyo cuerpo nunca fue recuperado. La evacuación y el rescate fueron llevados a cabo de manera impecable y con gran éxito -aunque probablemente no lo consideraría así Zagliadimov-. Se sopesó reflotar el crucero pero dado el coste el buque ha quedado allí, donde, hogar de peces de todos los colores, es uno de los pecios de buceo más valorados del mundo.
Y llegamos a los submarinos. Cuarta entrega de este blog y ya estamos hablando se submarinos nazis, vaya por Dios. En su libro Xavier Maniguet señala la gran dificultad de naufragar bien con un submarino y cita un caso que considera ejemplar de finura naval. Se trata, dice, del U-563, alcanzado por una bomba de avión cuando navegaba en superficie hacia Brest. El compartimento delantero fue sellado inmediatamente condenando a muerte a los que se encontraban allí y el sumergible se fue al fondo -para no salir- quedando a 30 metros de profundidad.
Esperando ayuda, el capitán mandó reposo absoluto a la tripulación y consiguió mantener la calma a bordo. Tras la llegada de varias torpederas, se desarrolló la evacuación «como un ejercicio», con los tripulantes provistos de equipos de respiración individuales Draeger. Según Maniguet se salvaron todos los ocupantes supervivientes incluido un aviador que viajaba de pasajero y no había buceado en su vida. Un excelente ejemplo el del U-563, recalca nuestro marino francés escritor, de lo que se puede esperar de un salvamento «cuando es llevado a cabo con las cualidades cardinales necesarias en condiciones extremas: sangre fría, disciplina y adaptabilidad».
Una historia como ven muy edificante (excepto para los marineros del mamparo de proa), con solo un problemilla. Cuando he tratado de verificar la historia en fuentes submarinistas (libros y la notable web uboat.net), resulta que el U-563 se hundió en 1943 en la bahía de Vizcaya con todos -el subrayado es mío- sus 49 tripulantes a bordo. Vamos que el amigo Maniguet o se ha inventado la historia o se ha equivocado de submarino. Cualquiera se fía ahora de la forma en que te recomienda beberte tu orina.
El caso es que profundizando (!) en el tema del salvamento de tripulaciones de submarinos alemanes de la II Guerra Mundial (como si no tuviera nada mejor que hacer) he descubierto que hubo muy pocos casos de gente que escapara de esos ataúdes de acero cuando se iban al fondo. El método estaba desarrollado y los tripulantes lo practicaban en piscinas, pero no salía bien en la práctica. Vamos que la gente moría generalmente y de manera horrible. Apenas están documentados 12 casos de escapes de submarinos alemanes hundidos. El equipo Draeger, en cuyo invento participó Hans Haas, el Costeau austriaco, inolvidable autor de Manta, Teufel in Roten Meer (Manta, diablo del mar Rojo), consistía en una bolsa de oxígeno enganchada a una máscara y un respirador formando una especie de chaleco salvavidas.
El problema era, claro, que para salir del submarino hundido tenías que esperar a que se inundara a fin de que la presión exterior no impidiera abrir la escotilla, lo cual significaba que las baterías del submarino se mojaban desprendiendo venenoso gas de cloro. O sea que estabas muerto antes de poder salir. No obstante, en enero de 1945, en el U-1199 hundido a 73 metros, un tripulante consiguió abrir la escotilla de la torreta y salir usando el Draeger. En octubre de 1942, otros tres submarinistas trataron de escapar del U-512 a 43 metros, con el mismo equipo; solo lo logró uno.(Periódico español El País)
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