Por: La Vanguardia
Gaspar Noé no concibe un tipo de cine que no sea provocador. Lo ha dejado bien claro desde que irrumpiera en la gran pantalla con Irreversible (2002), que contenía aquella larga y desagradable escena en la que el personaje de Monica Bellucci era violada y posteriormente asesinada. En ‘Love’ nos golpeó con un drama repleto de sexo real y proyectado en 3D y ahora le ha llegado el turno a ‘Climax’, un título muy sugerente para escenificar -a modo de salvaje moraleja- los insospechados resultados de mezclar droga y alcohol. La película, que compite en la sección oficial del festival de Sitges, donde el cineasta siempre ha sido bien acogido, es un bombardeo de situaciones angustiosas a ritmo de música de los setenta, ochenta y principios de los 90.
El filme da comienzo con un extraordinario plano secuencia en el que la cámara recoge a lo lejos los gritos de dolor de una mujer arrastrándose por la nieve. Acto seguido aparecen unos títulos de crédito y luego vemos en formato cuadrado una televisión rodeada de libros, cómics y CD por donde aparecen una serie de bailarines que contestan preguntas sobre detalles de su vida. Un interrogatorio donde salen a relucir asuntos como el amor por la danza, el sexo, las drogas o las relaciones familiares. Una introducción que deja a una clavada en la butaca con la advertencia inicial de que todo lo que veremos a continuación no deparará nada bueno. Y es que, para más inri, Noé asegura que Climax está basado en un caso real ocurrido en Francia hace dos décadas.
Gaspar Noé no concibe un tipo de cine que no sea provocador. Lo ha dejado bien claro desde que irrumpiera en la gran pantalla con ‘Irreversible’ (2002)
A partir de entonces, el director argentino afincado en tierras galas encierra a ese grupo de bailarines de ‘urban dance’ en un internado abandonado en mitad de un bosque donde se han reunido para ensayar su última coreografía. Estamos en los años 90 y fuera hace frío, pero dentro del local bullen las ganas de pasarlo bien moviendo el cuerpo sin parar arropados por una gigantesca bandera de Francia desplegada en la sala. La noche es larga y no ha hecho más que empezar. Allí todos ellos desplegarán su talento en un largo baile desinhibido que se proyecta ante el público sin corte alguno por parte del realizador.
Mientras, la sangría corre por sus venas, así como las conversaciones que escuchamos entre algunos de los presentes; diálogos donde fluyen temas como la homosexualidad, el aborto o el deseo ferviente de algunos de los bailarines masculinos de tener sexo con sus compañeras de profesión, siempre aderezado con un lenguaje vulgar. Pero alguien ha echado algo extraño a la bebida y pronto empezarán a sentirse raros, a experimentar un malestar inexplicable en sus flexibles cuerpos. El abismo hace su aparición en forma de incomprensibles actos violentos e intentos de suicidio que salpican la pantalla, gritos de socorro y una pregunta que pulula en el aire sin respuesta: ¿Quién ha sido el responsable de añadir LSD a la sangría?.
Para acentuar todavía más ese estado de frenesí agónico, casi de posesión infernal, la fotografía se vuelve oscura, destacando los tonos rojos y una banda sonora a todo volumen. Cuenta Noé que la cinta está construida a base de improvisaciones, sin un guión sobre la mesa y en solo 15 días. Tiempo más que suficiente para retratar el lado más salvaje del ser humano en toda su crudeza, en un sinsentido total para reflexionar sobre la vida y la muerte. Una historia que te deja el estómago revuelto, como solo su autor puede lograr, y cuyas imágenes se clavan con la fuerza de un martillo en la cabeza. Pese a un metraje de poco más de hora y media, llega un punto en que no se puede más con tanta absurda tragedia.
Otra cosa es resaltar el dominio de Noé a la hora de narrar este viaje psicodélico con un uso muy específico de la cámara, que se mueve inquieta por todos los recovecos del local y se entromete en plan espía entre los diálogos que mantienen los protagonistas, la mayoría de ellos bailarines desconocidos que han disfrutado de un rodaje “muy divertido” en palabras del director. Asimismo, el montaje invertido marca de la casa contribuye a aumentar esa sensación de malestar y claustrofobia que va in crescendo hasta alcanzar cotas inexplicables que el cineasta intenta desentrañar insertando entre las imágenes rótulos con mensajes contundentes tipo: “Vivir es una imposibilidad colectiva” o “Morir es una experiencia extraordinaria”.
‘Climax’ no dejará indiferente a nadie. Un drama brutal y desolador que seguramente no se irá con las manos vacías de Sitges.