Por Inés García Nieto
Bedrich Steiner, el niño checoslovaco que durante su cautiverio fue identificado como el preso número 169 en el campo de concentración de Auschwitz, Polonia, estuvo en Tuxpan el viernes 27 de enero, donde se recordó la época más negra en la historia del hombre del siglo XX: el exterminio de más de seis millones de judíos en los hornos crematorios.
Invitado por los cristianos agrupados como Pastores que Aman y Apoyan a Zión –lugar que representa un lugar sagrado en el Antiguo Testamento – y por el presidente de este municipio ubicado al norte de Veracruz, el checoslovaco de 80 años que en 1968 llegó a vivir a la ciudad de México, califica al holocausto como una época de horror, un acontecimiento que no tiene paralelo en la historia de la humanidad.
Invitado por judíos radicados en México, estos publicaron su testimonio en ForoJudio.com.
A continuación lo reproducimos, pero Bedrich pide comprensión: “no tiene más valor lo que a uno le pasó que lo sucedido a millones”, dijo el hombre que nació el 31 de julio de 1931 en Praga, capital de la República Checoslovaca.
Estudió la primaria hasta 1939 cuando, con la ocupación nazi, se prohibió la entrada a las escuelas a los alumnos judíos.
Oto, su padre, era empleado bancario y Hermina, su madre, ama de casa. Tenía una hermana, Hana, nacida en 1936. Poco recuerda de sus padres, salvo cuando ve un reloj en la muñeca de alguien. Como en los 30´s cuando su madre y él caminaban juntos, y ella le pedía que preguntara la hora a alguno de los peatones. Su padre perdió su trabajo y la familia fue desalojada de su departamento y obligada a portar la estrella de David amarilla cosida en la vestimenta.
Gradualmente se incrementaron las restricciones a los judíos checos, se les prohibió entrar a parques y cines, tenían que caminar en la acera y la vida se fue haciendo más difícil.
En 1943 la familia Steiner fue citada por las autoridades nazis a presentarse, con una maleta de 20 kilogramos para ser llevada al ghetto –campo de confinamiento, de Terezienstadt, al norte de Praga. En el mes de diciembre fue transportado a Auschwitz-Birkenau, en donde sus padres y su hermana menor fueron asesinados.
En Auschwitz permaneció hasta principios del año 1945 cuando los nazis evacuaron el campo ante el avance del ejército soviético, obligando a los presos a caminar en las llamadas marchas de la muerte hacia el interior del Reich y fue internado en el campo de concentración de Mathausen en Austria. Más tarde fue llevado al campo de concentración de Melk sobre el Danubio y después a un campo más pequeño -Güntzkirchen- en Austria, en donde fue liberado por el ejército americano a finales de abril de 1945.
Tras la guerra, a los 14 años, regresó a Checoslovaquia donde vivió en un orfanato, hasta que fue acogido por un pariente lejano.
Después de la conflagración se dedicó a varios quehaceres en su tierra natal. Aprendió el oficio de talabartería –trabajo fino de pieles-. Después trabajo en la industria automotriz, luego como técnico de escena en un teatro y al iniciar la televisión en Checoslovaquia como asistente de cámara llegando a ser camarógrafo y director independiente. Obtuvo un título de la Escuela Fílmica de la Universidad de Praga.
En 1968 en la época de la Primavera de Praga que fue reprimida por la invasión soviética emigró a México llegando a nuestro país el primer día de la Olimpíada. Ya en México realiza algunos trabajos ajenos a su profesión. Más tarde inicia sus escritos en revistas y periódicos comunitarios, siendo sus temáticas de tipo cultural, variables y de interés general.
Bedrich Steiner, ahora con 80 años a cuestas, ha viajado por diversas partes del mundo para contar cómo sobrevivió a la llamada «Fábrica de la Muerte».
«Recuerdo cuando nos liberaron…», dice y pone pensativo su índice en los labios. Tenía 14 años.
«Regresamos a pie hasta Checoslovaquia. Nos llevaron a un asilo porque no teníamos a dónde ir. No teníamos casa, no había familia, yo iba solo. Era de los pocos chicos.
«Allí tuvimos que volver a aprender a comer con tenedor; nos ayudaron a recordar cosas».
Hubo quienes comenzaron a escribir. Él, con la memoria aún presa del horror, no recordaba las letras.
La cabeza entonces apenas si le dio para escribir con mala letra, en un calendario de 10 centímetros, el tiempo que vivió en manos de los alemanes: «marzo de 1943, abril de 1945».
«Fuera de eso, no hay muchos recuerdos», añade este hombre. De hecho, no tiene presente cómo fue la aprehensión de él y su familia, pero seguro no se diferencia de las del resto: a empujones, dejando atrás casa, bienes. Así, a los 11 años llegó a Terezin y, más tarde, a Auschwitz, donde lo separaron para siempre de su hermana y sus padres. Ellos fueron asesinados.
«En el 43, cuando llegamos a Auschwitz, mi hermana no tenía ni ocho años», afirma, compungido, aunque durante la charla no derramará ni una lágrima de sus ojos claros y hundidos en cuencas profundas, seguro porque ya lloró hasta lo imposible.
«No tengo presente cómo fue la separación», añade. «Sólo sé que un día ya no estuvimos más juntos».
Bedrich dice que una labor era la de jalar un carro de madera.
«Era un carruaje como de campo, aunque en lugar de animales lo jalábamos con maderas, provisiones».
También, transportó cadáveres.
En vez de eso, describe el grupo al que pertenecía.
«Éramos pocos chamacos y tratábamos de estar juntos. Algunos lo estuvimos hasta el final de la guerra.
Murieron entre 1.5 y 2 millones de menores, ya sea por enfermedad o porque fueron asesinados».
A los niños, añade, se les ordenaba limpiar botas, ser mensajeros.
«Pero la crueldad era igual».
Dice Bedrich que el contacto con los alemanes no existía y que no tiene presentes charlas en las barracas.
«Creo que más bien no se hablaba o no se quería hablar.
«Había, sí, una regla no escrita de que si querías advertir a alguien o decirle algo no usabas palabras, sino una especie de tos que se hacía para llamar la atención. ¡Cof! (lo hace)».
El sobreviviente explica que no vivió violencia física considerable a excepción de golpes y, claro, el tormento emocional.
«Pero, sí vi ejecuciones y castigos en otras personas», expresa.
«Había una barraca, que era la de los castigos, donde se aplicaban golpes con bastón: 50, 200 golpes, hasta que salían trozos de piel del cuerpo y la gente se colgaba con las manos de las trancas de la barraca.
Además de la mala comida y el frío, las plagas eran comunes.
«A los alemanes no les interesaba si la gente estaba cómoda. Decían que de allí nadie salía vivo. ‘De aquí no van a salir’, nos gritaban, ‘y los que salen lo hacen por la chimenea'».
Por ello, vio cuando muchos se lanzaron contra la malla eléctrica para suicidarse, porque consideraban que efectivamente no iban a salir.
Bedrich describe esa zozobra, ese delirio por el miedo a morir.
«Se puede decir que se estaba viviendo como en un estado de fiebre constante, fuera de la conciencia. Estabas como en un estado febril, no puedo decir que miedo».
Bedrich ríe por única vez cuando se le pregunta por su liberación.
«Estuvimos sentados en una barraca grande, uno encima del otro. Si uno quería pararse, tenía encima a dos, a tres más».
Así estuvieron tres días. Al cuarto, uno insistió en que no había ruidos afuera y que iría a revisar. Todos le miraron con terror esperando que los alemanes volviesen.
Pero, no había nadie.
El hombre respira hondo al describir el momento más feliz de sus 14 años de edad. Y, seguro, de su vida.
«Nos levantamos, rompimos puertas, ventanas y no había nadie: ni americanos, ni alemanes.
«Cruzamos el bosque, salimos a la carretera y vimos los tanques americanos.
Era la liberación».
Los reunieron de nuevo en un aeropuerto alemán, les quitaron las garras, los bañaron y les dieron uniformes de la fuerza aérea alemana para que cubriesen sus cuerpos.
Uno dijo que estaban en Austria y que los de Checoslovaquia no podían volver porque no estaba liberada.
«Imagina Europa en 1945», pide. «Había muchos campos de concentración, mucha gente que fue llevada de un lado a otro».
Estados Unidos entregó los prisioneros a los soviéticos, quienes les dieron sus primeros alimentos.
Luego, les ordenaron caminar: «váyanse como puedan».
«Fueron como 90 kilómetros, no había puentes sobre el Danubio y tuvimos que andar a las vueltas».
Llegó a un asilo en Checoslovaquia, donde estuvo año y medio.
Luego, fue con un primo de su madre, con quien vivió hasta los 18 años.
«Y luego salí», sonríe.
Su esposa se llama Hana. Su hija, Alicia y tiene dos nietos.
La pareja de Bedrich explica que a lo largo de su vida él no fue afecto a contar su drama personal.
«Es hoy de grande que se pone triste, cuenta cosas, pero ha tenido una vida normal. Ha sido buen esposo y padre excepcional», comenta.
Se le pregunta si hay algo que haya vivido y que no vaya a contar.
«Algo vergonzoso, no, pero hay cosas que no recuerdo, que pasaron y que apenas evoco.
«A veces no sé bien si yo viví las cosas o si las vivió alguien más».