La concentración del poder de López Obrador acarrea el riesgo de que la cuarta transformación pudiera tornarse en una regresión al presidencialismo absoluto del siglo XX
Por Alberto J. Olvera/El País
Los mensajes emitidos en las primeras dos semanas posteriores al triunfo de López Obrador en las elecciones presidenciales dejan entrever ciertos rasgos del futuro que nos espera, algunos esperanzadores, como la promesa del fin de los privilegios de los gobernantes y de la corrupción sistémica, y otros preocupantes, como el nombramiento de superdelegados del poder ejecutivo en los Estados. Pero si algo ha destacado en el recargado simbolismo de los actos de López Obrador en los días recientes es la centralidad de su figura, la ausencia de Morena como actor político y el colapso del sistema de partidos que caracterizó la transición a la democracia.
Las elecciones del 1 de julio marcan un parteaguas en la historia política de la joven democracia electoral mexicana. Desde el año 2000 hemos vivido en un régimen electoral competitivo, sin mayorías parlamentarias a nivel federal, con fuertes componentes autoritarios, sobre todo a escala local, y alta disfuncionalidad del gobierno, debido a la fragmentación del poder, que se expresaba también en la fragmentación de los partidos y de los territorios. El apabullante triunfo de Morena en las elecciones de 2018, de carácter plebiscitario, le ha dado a López Obrador y su partido la presidencia, la mayoría parlamentaria a nivel federal en ambas cámaras, la mayoría en los parlamentos estatales en 19 de 32 estados, las gubernaturas de cinco Estados y la mayoría de las alcaldías de las principales ciudades del país, incluidas muchas capitales estatales.
A partir del 1 de diciembre el régimen político se caracterizará por la concentración del poder en un partido hegemónico, que no tendrá una oposición digna de ese nombre, que será pequeña y estará dividida y confrontada. Con poco esfuerzo Morena podrá conseguir una mayoría calificada en las dos cámaras federales y promover cambios en la constitución. Esta situación ofrece una oportunidad extraordinaria para cambiar en verdad el régimen político, que es el mandato de la ciudadanía.
Pero oportunidad no es destino. Hay varios obstáculos en el camino para lograr una “cuarta transformación”, como le llama López Obrador a su misión, empezando por la propia definición de su proyecto político. Morena tiene orientaciones políticas claras: acabar con los abusos de la clase política, reducir la desigualdad, recuperar la soberanía nacional, controlar la violencia. Por la propia generalidad de la misión, Morena tiene amplio consenso y ahora un mandato para cumplir con sus promesas. Pero hasta ahora no hay claridad de planes ni proyectos de creación o transformación de instituciones más allá del ahorro en la alta burocracia.
Morena no es un partido político. Es una alianza compuesta fundamentalmente de políticos profesionales provenientes de todos los partidos políticos, quienes no tienen ideología común ni comparten un programa. Pocos militantes de base ocuparán algún cargo importante o de representación popular. La misión moralizadora de López Obrador, sintetizada en un meticuloso código de 50 puntos para el ejercicio de gobierno, se aplicará a políticos acostumbrados a vivir del erario y a gozar de privilegios, quienes no van a cambiar de la noche a la mañana por decreto.
López Obrador conjuga en su persona al jefe del ejecutivo, al director de comunicación social y al dirigente del partido gracias a la autoridad moral incuestionable que sólo puede tener el líder único. Pero esta concentración del poder acarrea el riesgo de que la cuarta transformación pudiera tornarse en una regresión al presidencialismo absoluto del siglo XX. Algunas propuestas de AMLO apuntan en esa dirección. La más significativa es la creación de los «coordinadores Estatales para el Desarrollo», funcionarios que manejarán los fondos federales en cada Estado, arrancando de las manos de los gobernadores la administración del presupuesto. En México, la mayoría de los estados dependen, en un rango que va de 50 a 90%, de las transferencias federales, lo mismo que los municipios. Los nuevos coordinadores serían además los intermediarios entre la ciudadanía y el Gobierno federal.
Para resaltar la centralidad de la nueva figura, López Obrador nombró ya a los 32 coordinadores, todos políticos de alto perfil; varios son diputados y senadores electos (que renunciarían a sus curules) y/o líderes de Morena en sus Estados y futuros candidatos a las gubernaturas de los mismos. Con esta innovación López Obrador acabaría con la fragmentación del poder, creando un centralismo de facto que pondría límites al autoritarismo subnacional. El riesgo es partidizar completamente la relación entre municipios, Estados y federación, creando nuevos conflictos por el control territorial, y un resultado posible sería la conversión de Morena, en pocos años, en partido casi único, como el viejo PRI.
Pero nada está escrito, y el nuevo Gobierno aún no toma posesión. Vienen meses de ajustes y definiciones. Es imprescindible debatir desde ahora el diseño de nuestro futuro.