Por Diego Valadés
02 Ene. 2018
La sucesión presidencial está produciendo efectos adversos a la política. Aunque los registros demoscópicos no siempre sean acertados, muestran corrientes más o menos definidas sobre simpatías y rechazos. Identifican, asimismo, un número elevado de personas que todavía no tienen preferencias o que no desean dejarlas ver.
En condiciones normales sería esperable que los partidos y sus candidatos centraran las campañas en sus propuestas. Pero dominan los signos de que se va en otra dirección. Son muchos los indicios de que los partidos están lejos de interesarse por persuadir a los votantes de sus proyectos para mejorar las condiciones de vida de la población; todo denota que se encaminan hacia escenarios donde la búsqueda del poder se basará en la demolición de los adversarios. Las campañas en marcha pondrán a prueba la resistencia de las instituciones y la paciencia de la ciudadanía.
Lo anterior no es una novedad. La era de las ideologías, de los conceptos, de los principios e incluso de los programas atraviesa por un periodo umbroso. En algún momento esto también pasará, pero por ahora causa estragos. De ahí que las campañas políticas tiendan a ser gestionadas por expertos en fabricar y en derruir imágenes.
México está expuesto a que las estrategias de devastación de los contendientes sean empleadas a gran escala. Asistimos a una colisión de intereses y ambiciones, rencores y esperanzas, temores y agravios, acumulados a lo largo de lustros. Lo que está en juego no es una forma de pensar la política sino una manera de vivir de la política. El odio se toma en serio mientras que la civilidad se pone entre comillas.
Se pasa por alto que el eje de la democracia es la confianza. Como sistema fiduciario, el democrático reclama seriedad y responsabilidad en la operación de las instituciones.
Restituir la confianza es un imperativo desatendido por años. Por eso ahora también tenemos como víctimas potenciales de la desconfianza a los árbitros electorales, a quienes se viene tratado de manera injusta. Parece que desacreditarlos es parte de una estrategia que tiende a ignorar las reglas.
Los ardides electorales que se perfilan, alarman. Es común que se aluda a las hegemonías territoriales, a la utilización del hambre y a la exacerbación del temor. Para conjurar estos riesgos sería de enorme utilidad la presencia de observadores internacionales, mucho antes de la jornada comicial, para que contribuyan a inhibir los posibles desvíos del proceso electoral que asoman en el horizonte.
Las elecciones son una medida de popularidad, no un ejercicio de poder.
Si los participantes o sus favorecedores descarrilan el derecho, todo quedará sujeto a un juego de fuerza. Este no debe ser el destino de las elecciones. Aun cuando se descarte la alteración de la paz, el solo malestar generalizado ocasionado por la percepción de prácticas indebidas, fragmentaría al país y lo haría ingobernable. Esta podría ser una de las consecuencias de que en los comicios se inmiscuyan comandos caciquiles o de que se recurra a chantajes emocionales o manipulaciones de cualquier signo, utilizando los resquicios de la norma.
Nuestro país figura entre los quince más poblados, más ricos y más extensos del planeta. Dentro de este conjunto México presenta los mayores índices de violencia, impunidad, desigualdad y corrupción, todo junto. Es falso que estos vicios sean idiosincrásicos, pero para muchos pueden ser una excusa que justifique perpetrar actos en perjuicio de la pulcritud electoral.
Los recursos de la política y del derecho son medulares. Su ejercicio exige que los actores estén de buena fe. La mejor garantía para todos, autoridades, partidos, candidatos y electores, es el respeto entre los contendedores y que se fortalezcan de tal manera los instrumentos democráticos de la gobernación, que se pueda elegir sin resquemores.
La reforma política de 1977 inauguró un rumbo progresivo en materia electoral. Es con ese fundamento que la sociedad exige ahora nuevos avances democráticos. Una conducción electoral sobria ayudaría a restaurar la confianza en las instituciones.
Se debe evitar la disputa del poder por los medios oblicuos del engaño. No importa quien gane con tal de que la democracia no pierda. Este es un objetivo esencial para 2018