Neil Armstrong

 José Luis Lezama

 


En el mes de su muerte se presentaron dos lunas llenas, luna azul (blue moon), extraño fenómeno que ocurre cada tres años, coincidencia simbólica para ser leída quizá como una tierna despedida del mítico astro al primer humano que caminó sobre ella. El 25 de agosto pasado, al morir a los 82 años, su familia pidió que no hubiera ceremonia pública, Neil no era hombre de escenarios ni de adulaciones; no quiso ser tratado como un héroe. Se consideró la parte final, la cara visible de un proyecto que involucraba a alrededor de 400 mil estadounidenses y 4.4% del presupuesto del gobierno de su país. El alunizaje, el 20 de julio de 1969, fue para él la culminación de un deseo, de una voluntad presidencial expresada en mayo de 1961 por el presidente Kennedy, días después de que el cosmonauta soviético Yuri Gagarin (1934-1968) se llenara de gloria, al convertirse en el primer humano en realizar un viaje al espacio exterior orbitando la Tierra.

 

Armstrong, igual que los navegantes espaciales que le precedieron o sucedieron, cambió la visión del hombre sobre el planeta Tierra y sobre ellos mismos. La experiencia vital del espacio exterior se muestra perturbadora. Tres sentimientos parecen experimentar los hombres que se han aventurado por el espacio exterior.

 

El primero, el cual expresa con claridad Yuri Gagarin, tiene que ver con la belleza del planeta y el júbilo que despierta el espectáculo de su hermosura visual. Gagarin vio nubes y sombras cubriendo su Tierra querida; el agua le pareció manchas oscuras iluminadas con fascinantes destellos; al mirar al lejano horizonte, tuvo ante sus ojos el maravilloso espectáculo de una Tierra coloreada con indecibles matices, irrepetible combinación de colores contrastando con el oscuro fondo del cielo; describió también la aureola azul tenue que adorna los bordes planetarios, su oscurecimiento gradual para devenir turquesa, oscuro azul, violeta, negro carbón. Edgar Mitchell, por su parte, pareció conmovido al describir lo que sus ojos veían, detrás del borde de la luna, moviéndose lenta y majestuosamente, emergiendo de la negra noche espacial, una joya en azul y blanco, delicada esfera celeste cubierta con sus velos blancos de lentos remolinos, pequeña perla naciendo del denso y oscuro mar cósmico.

 

Una segunda experiencia descrita por los astronautas tiene que ver con la sensación de descubrir la Tierra y entender la vida humana de una manera distinta desde el espacio exterior: conocimos mucho sobre la Luna, dijo Jim Lovell, pero lo que realmente aprendimos fue sobre la Tierra. Norman Cousin dijo lo mismo, aunque tal vez de manera económica, al señalar que lo más significativo del viaje no fue que el hombre puso un pie en la Luna, sino que puso un ojo en la Tierra. Las narraciones de los astronautas dan cuenta de un doble efecto en este sentido, por una parte, al separarse de la Tierra y al alejarse de ella experimentan la sensación de desprendimiento, una mezcla de dolor y nostalgia, sensación también de liberación. Pero sobre todo una manera distinta de ver la vida, el planeta y lo que ocurre en la Tierra. Venimos como técnicos y regresamos humanizados, expresó alguna vez Edgar Mitchell. La mirada total, de conjunto del planeta, su pequeñez, su soledad y quizá excepcionalidad en el universo infinito, los hizo pensar en lo inútil de las discordias, las guerras, los prejuicios, las divisiones, los odios.

 

La tercera sensación de estos navegantes espaciales fue la de la fragilidad de la Tierra, su metáfora como una nave espacial tripulada, con recursos limitados, puesta en peligro por la irracionalidad humana. Mike Collins así lo vivió al voltear a verla desde el Apolo 11, su pequeñez, su fragilidad. Scott Carpenter vio al planeta no como Tierra firme, sino como una delicada flor necesitada de cuidados. El vicepresidente Humphrey se preguntó cómo era posible que, viviendo en la fragilidad de una nave espacial, no fuéramos capaces de organizarnos mejor como una familia humana. Frank Borman pensaba lo mismo preguntándose por qué, compartiendo este pequeño y escaso planeta, no podíamos vivir como gente decente. Esta idea de la Tierra como una nave cundió en el mundo, influyó mucho en la mentalidad, la conciencia, la sensibilidad, los cambios sociales y culturales de los años sesenta, iniciando además el movimiento ambiental.

 

Neil Armstrong no se condujo en vida como un hombre soberbio, ni se aprovechó de su indeseada fama. La única sensación de ser un hombre elegido fue la que sintió al ser seleccionado dentro de una lista de bien entrenados hombres que aspiraban a ingresar a la NASA. Tiempo después del alunizaje contó que, sorprendido ante la belleza de esa esfera azul que bordeaba el horizonte, dudando aún que fuera nuestro planeta, cerró uno de sus ojos y levantó el pulgar en dirección a la Tierra y, al percibir que podía ocultarla con su dedo, tomó clara conciencia de su propia pequeñez: «me sentí muy, muy pequeño»

 

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