Por Carmen Morán Breña/El País
Lo que pasó el 12 de agosto no había ocurrido nunca en Tijuana. Es fácil decir esto porque la ciudad apenas ha cumplido 133 años. La localidad fronteriza mexicana, una de las más famosas del mundo, está teniendo una adolescencia complicada: drogas, tráfico de armas, prostitución, casinos, un muro que le cohíbe el paso y migrantes que se dan de bruces con él. Las balas riegan cada noche los barrios de cadáveres: dos, tres, seis, depende. Este agosto ya superan los 100; más de 1.200 este año.
Pero lo que ocurrió el 12 de agosto espantó a la población: el crimen organizado salió de sus guaridas tradicionales y se puso a quemar vehículos privados y de transporte público, sembrando el caos en la joven Tijuana. El toque de queda del narco se cumplió a rajatabla: los comercios cerraron, las maquilas cesaron su actividad, la gente se recogió en sus casas. Nunca antes había pasado eso, ni en la pandemia, y los ciudadanos no están dispuestos a tolerar que se altere su día a día, las compras y la vuelta a casa. Los empresarios han traducido el fuego callejero en pérdidas de millones de pesos. No se estaba condenando la violencia, sino lo inoportuno y desaseado de su aparición en la vida pública. Luego todo volvió a la normalidad de los cuerpos baleados cada noche, esos no interfieren en el devenir diario.
El narco se está moviendo, a saber en qué dirección. Un aleteo de mariposa en el centro se contagia por todo el país en cuestión de horas. La detención de un capo en Jalisco espolea a los lugartenientes en Michoacán, en Guanajuato o en Tijuana. Jóvenes reclutados aquí y allá se han esforzado en incendiar automóviles y comercios, ha habido reyertas carcelarias y un saldo de 11 muertos en Ciudad Juárez, donde se vivió el mismo caos días antes. Como en Tijuana, no eran pistoleros contra pistoleros, sino civiles los que caían en el fragor de una batalla cuyo mensaje no acaba de entenderse. El Gobierno habla de “propaganda” del crimen que, según su versión, reacciona ante los avances de las fuerzas policiales. Otros sostienen que no es más que un alarde de poder ante una Administración desbordada por la violencia imperante. El presidente del Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, visitó este viernes Tijuana y unas decenas de personas le esperaban con reclamos cotidianos: agua, trabajo. La seguridad no ocupaba el primer plano.
El mandatario llegaba precedido de las desafortunadas palabras con las que la alcaldesa de la localidad había respondido al crimen tras la fiesta de fuego y destrucción del día 12: “Que cobren a quienes no les pagaron lo que les deben, no a las familias”. Sin cumplir todavía un año en el cargo, Montserrat Caballero se despachaba sin complejos dando por buena la lógica criminal, que cobra impuestos a los vecinos que montan un negocio, a los que venden en la calle, a quien les da la gana. Sus palabras bien podrían ser las de una conversación de bar: que se maten entre ellos, pero que dejen en paz a la ciudadanía. Pero, como era de esperar, también han servido al crimen para hacer su trabajo: una de las últimas cartulinas donde dejan sus avisos moratales iba encabezada así: “Como dice la alcaldesa…” y pedían cobrar sus macabros impuestos.
¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes caen a balazos cada noche sin que la población amanezca consternada? El jueves, por ejemplo, la policía recibió el aviso de una balacera contra un niño de 13 años, otro de 17 y una joven de 22, que fueron trasladados al hospital. Quizá se hayan salvado. Apenas unas horas antes, el cuerpo de 36 años de Efraín yacía en el suelo de tierra del callejón García Naranjo. Está boca arriba, con los brazos en cruz, todavía lleva el casco puesto y el costado izquierdo es una enorme mancha de sangre. Unas piedras y dos botellas de cerveza circundan el cadáver a la espera de los expertos periciales. La moto está derribada junto al cuerpo y al lado, la ventanilla del Ford blanco se ha hecho añicos de un balazo dejando cristales y un charco de sangre del diámetro de un flotador en el suelo. Está fresca, líquida, roja, pareciera aún caliente. El cuerpo de Efraín se va enfriando bajo la mirada de los familiares y vecinos apartados unos metros del desempeño policial. También hay niños en la escena. A los demás baleados se los llevaron al hospital, uno de ellos morirá minutos más tarde. Los perros no dejan de ladrar, pero la inmovilidad del cuerpo de Efraín lo llena todo de silencio. A unos metros de la refriega de pólvora en la colonia Libertad, se cruza la frontera con Estados Unidos. Al otro lado, desde la empinada cuesta la noche va iluminado Tijuana con millones de bombillas. Nadie ha oído nada y a pocos les importa. La muchacha que atiende el surtidor en la gasolinera escucha la noticia del muerto unas cuadras más allá y responde: “Ah, con razón hay menos tráfico”.
Tijuana no es una ciudad bonita, el centro está sucio y algunos rincones malolientes echan para atrás. Pero es apasionante, evocadora, compleja y llena de contrastes. Anchas calles suben y bajan como una montaña rusa entre comercios, bares, mariachis y casinos donde mujeres sin ropa abrazan una barra y mueven el trasero sobre las mesas de los comensales. Los cuerpos de tres mujeres envueltos en mantas amanecían este sábado de madrugada tirados en las carreteras. Es la localidad donde los gringos dan rienda suelta a sus turbios caprichos y el lugar de descanso para los mexicanos que trabajan al otro lado. Cada día cruzan legalmente entre 70.000 y 90.000 personas y no dejan de ampliar las vías de acceso para reducir horas de atasco en las garitas de vigilancia aduanera.
Por esa misma frontera entra la droga y salen las armas sin muchas cortapisas. Solo los migrantes, varados a las puertas del mundo de promisión, malviven frente a un muro de barrotes donde los recién casados se hacen la foto de boda. El Pacífico quiere limpiar la playa, pero solo recibe mierda de la ciudad.
El turismo no se ha reducido, la construcción está al alza y las maquiladoras trabajan sin descanso para producir las piezas que necesita el tío Sam. El aeropuerto internacional es uno de los mejores conectados de todo el país, por el que pasan, por ejemplo, los californianos que quieren ir al Valle de Guadalupe a ver viñedos y regarse con buen caldo. Desde San Diego llegan a las clínicas tijuanenses para arreglarse la dentadura o moldearse la cara y el cuerpo. Las calles tienen dueño, oscuros personajes que manejan los negocios más calientes y empapan con su dinero la vida política y policial. El dinero fluye y se lava, fluye y se lava en una cadencia fabril. Hay, aseguran, una vida cultural interesante y una actividad académica nada desdeñable.
El profesor del Colegio de la Frontera (Colef) José María Ramos García detalla todos estos contrastes de la ciudad, la miseria de los barrios donde los jóvenes encuentran en el narcotráfico el mejor incentivo laboral y el bienestar creciente de las zonas más privilegiadas de la ciudad. “No creo que la violencia se reduzca mientras persista el trasiego de drogas, cuya demanda crece, los chicos consumen marihuana cada vez más niños, con 10 o 12 años, y nuevas modalidades, como el fentanilo o la metanfetamina están remplazando a la heroína y la coca. Estados Unidos es corresponsable de esta violencia, en sus garitas de vigilancia no hay ni detectores de metales para las armas y su demanda de droga no se redujo ni en pandemia, su política antinarcóticos es pésima”, critica. A menos que se legalicen las drogas, la cosa no tiene visos de cambio. Y quizá la ciudad no lo vea así que pasen por ella otros 133 años.
Tijuana se ha acostumbrado al mal menor de la violencia como el peaje para que la economía siga creciendo. Quizá por elitismo, por protegerse de la ignominia mirando para otro lado o porque directamente consideran los cadáveres diarios como muertos “desechables”. Son jóvenes anónimos, por tanto, deshumanizados, que salieron de la pobreza y se han ganado su tragedia. No importan a casi nadie. La lógica económica va ganando a la humanista. “Es usual que publiquemos la muerte de uno de estos muchachos y la gente deje comentarios de burla, ‘un agelito más’, la violencia se ha normalizado”, explica Inés García, cofundadora del diario en línea Punto Norte, fiel mirada sobre la vida de la ciudad. “Lo que molesta es que corten las calles, que cierren los negocios, por eso lo ocurrido el 12 de agosto ha sido tan criticado”. Sigue la periodista: “Tijuana era la esquina del país que nadie quería, nunca llegó el ferrocarril y sigue sin estar conectada a la red eléctrica de México. El agua llega del río Colorado”. El juego y el alcohol la pusieron en el mapa cuando Al Capone se fastidiaba con la ley seca dictada en Estados Unidos. A partir de aquellos años Veinte, gentes de todo México acudieron en busca de trabajo y dinero, era un lugar para emprender una vida. Hoy rozan los dos millones de habitantes en un territorio que se ha extendido entre lomas desérticas. “Cuando yo era chica, en la escuela todavía jugábamos a ver quién de todos había nacido en Tijuana. Solo cinco de cada 30 familias eran autóctonos entonces”, dice García.
¿Quién mantendrá hoy el orgullo de ser tijuanense? En el césped de la universidad dormitan, estudian o departen los que son llamados el futuro de la ciudad o del país. Sin embargo, los estudiantes también han naturalizado la violencia, ya no les asusta, oían tiros ya en la escuela a finales de los 2000. El día 12, sin embargo, cundió el terror. Nunca vieron nada igual, una ciudad cerrada a cal y canto, sin posibilidad de moverse a ninguna parte. Esa sensación de estar sitiados les sobrecogió. “Daba miedo”, dice Erick Brandon Barrón León. Su partido de béisbol se canceló. No descarta salir de Tijuana algún día, pero no por los muertos diarios. Para este estudiante de Historia de 21 años, la violencia no se combate con violencia. “El Gobierno lo repite, pero no lo está cumpliendo, han traído estos días cientos de policías, ejército. Eso no es más que gasolina”. Metros de césped más allá, otras compañeras sueñan con una situación económica que les permita salir de Tijuana y de México. “¿Estados Unidos? No, allí son igual de violentos y además, racistas”, dicen Mariana y Haynna Pérez, y lo mismo Jacqueline Venegas.
“Los jóvenes de ciudades como estas, o como Culiacán, a los que yo he estudiado, muestran una alta tolerancia a la violencia y esa legitimación social es la que la mantiene. Se ve mal, pero se acepta. En el momento en que la sociedad distingue un delincuente malo de uno bueno algo no va bien”, empieza Marisol Pérez Ramos, investigadora en Psicología Social de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
“Si se acepta que quien muere es el malo, no hay una reflexión sobre los porqués. Es un problema muy grave. Ese desprecio macrosocial por los delincuentes asesinados es la deshumanización previa a la violencia, ya se están negando los derechos humanos. Como si ser criminal fuera una decisión personal. La verdad es que soy poco optimista sobre el futuro de Tijuana y del país en estas condiciones”, reflexiona Pérez Ramos.
Cae la noche en Tijuana. La policía va de un lado a otro al llamado de las balas. Son cadáveres de segunda. El interés es tan poco, que de la nota roja se encarga un solo periodista al que han encargado el aburrido turno de noche, que también deja cadáveres entre los reporteros que cubren. Arturo Rosales vende sus fotos y reportes a 10 medios de comunicación. Parece inmune al dolor. “Me da igual”, dice, acostumbrado a mirar de frente a los “muertitos”. Las radios van avisando: tiroteo en Los Potros, balacera en La Libertad, dos muertos en la colonia tal. Es solo una noche más que a nadie le quita el sueño.