Por Emma Yasinski/The National Geographic
Sharon Laudisi, directora de una empresa de consultoría de energía verde, se dirigía en su automóvil a ver a un cliente en Brooklyn, Nueva York (Estados Unidos), en 2019, cuando la chocaron por detrás. Terminó en el hospital, pero fue dada de alta al día siguiente, y enviada a su casa con un brazo lesionado. Una vez en casa, se dirigió al baño. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía abrocharse los pantalones. Su pulgar izquierdo no se movía y había perdido la capacidad de sentir algo con él.
«Fui a 15 médicos, y todos me dijeron: ‘Olvídate del pulgar. No va a funcionar. No se va a doblar. Sólo adáptate'», recuerda Laudisi. Pero la vida sin el pulgar significaba que le costaba vestirse, agarrar las llaves, abrir una botella o utilizar una plancha o un secador de pelo. Al poco tiempo, tuvo que empezar a usar peluca.
Más de un año después de su accidente, un especialista en ortopedia le contó sobre un ensayo clínico en los Institutos Feinstein de Investigación Médica de Manhasset (Nueva York) que podría ayudarla. En noviembre de 2020, Laudisi se reunió con los investigadores, quienes le explicaron que, en lugar de utilizar fármacos o fisioterapia, podrían curar su pulgar con electricidad. «No prometieron nada», reconoce, pero al menos le dieron esperanzas
Los recientes avances en ingeniería y biología sugieren que la electricidad podría tratar afecciones como la parálisis, la depresión y las enfermedades autoinmunes. Los médicos llevan décadas demostrando que es posible tratar a algunos pacientes con epilepsia o enfermedad de Parkinson mediante la estimulación cerebral profunda (DBS, por sus siglas en inglés), en la que se implanta quirúrgicamente un electrodo en lo más profundo del cerebro para estimular eléctricamente determinadas neuronas. La diferencia es que ahora existe un repertorio creciente de enfermedades que los científicos creen que también pueden responder a la estimulación eléctrica, suministrada tanto desde el interior como desde el exterior del cuerpo.
La idea de utilizar la electricidad para modular la actividad cerebral en enfermedades como la depresión severa cobró un nuevo impulso en la década de 2010. «Llegó a un punto de inflexión hace unos 10 años», explica Kevin Tracey, neurocirujano y director general de los Institutos Feinstein de Investigación Médica. Pero pese a que varios estudios pequeños mostraron resultados prometedores en ese entonces, dos grandes ensayos clínicos de DBS para la depresión severa no lograron demostrar su eficacia.
Esos ensayos «dejaron escapar todo el aire de la habitación», lamenta Sameer Sheth, neurocirujano del Baylor College of Medicine. «Fue una gran decepción».
El mayor de los dos ensayos dejó de inscribir pacientes después de seis meses. No se publicó ningún anuncio en ese momento, pero varios blogueros publicaron la primicia de que St. Jude, el patrocinador del estudio, había interrumpido la inscripción. No obstante, St. Jude Medical y Abbott, que había comprado St. Jude, acordaron continuar el seguimiento de los pacientes, a los que ya se les habían implantado quirúrgicamente los electrodos, para detectar cualquier efecto adverso o cambio en el estado de ánimo.
Aunque tardaron hasta dos años, la mitad de los pacientes con implantes acabaron experimentando mejoras drásticas en sus síntomas depresivos, pero para entonces era demasiado tarde; el ensayo ya había terminado.
En 2020, los investigadores de los Institutos Feinstein esperaban poder reactivar el pulgar de Laudisi, sin necesidad de cirugía, mediante una estimulación eléctrica desde el exterior de su cuerpo. Crearon un parche del tamaño de una tarjeta de crédito con unos 100 electrodos y lo adhirieron a la superficie de la piel de Laudisi en la nuca. Allí se estimulaban los nervios que bajaban por la médula espinal y se irradiaban hasta el pulgar. Al principio sintió la sensación en la cabeza. «Es como una vibración o un pequeño alfiler», describe. Satisfechos con la colocación y el efecto, los médicos le programaron citas periódicas.
Una vez a la semana, durante ocho semanas, visitó el laboratorio durante una hora para someterse a una terapia bioeléctrica en la que los científicos le pegaban el parche de electrodos en el cuello y le enviaban señales eléctricas por la columna vertebral.
El tratamiento empezó a funcionar en las primeras semanas, permitiendo a Laudisi mover el pulgar. Nueve meses después, recuerda que estaba en su cita habitual en el salón de manicura cuando de repente pudo sentir cómo el técnico le limaba la uña del pulgar izquierdo. Su pulgar no es tan fuerte como antes del accidente, pero hoy puede utilizarlo para abrir botellas de refresco. Vuelve a sentir sensaciones.
«No estoy al 100 por ciento, pero puedo agarrar cosas», enfatiza mientras demuestra en una videollamada cómo desenrosca y aprieta el tapón de una botella de refresco. Laudisi considera el tratamiento eléctrico «un milagro moderno».
Electricidad: qué enfermedades pueden aplicarla
El modo en que la electricidad modifica las neuronas y las ayuda a funcionar de nuevo parece variar según las distintas enfermedades.
La enfermedad de Parkinson ataca a una población específica de neuronas que producen el neurotransmisor dopamina en una pequeña parte del cerebro llamada sustancia negra. Cuando estas neuronas mueren, la disminución de la dopamina provoca síntomas de Parkinson como los temblores. La inserción de un electrodo en esta zona para suministrar ráfagas periódicas de electricidad, como un marcapasos, puede estimular a las neuronas restantes para que liberen más dopamina de la que normalmente liberarían para compensar la pérdida y ayudar a aliviar los síntomas.
En el caso de la epilepsia, los electrodos pueden ayudar a calmar las neuronas hiperactivas que inician los ataques.
Pero cuando se trata de tratar otras enfermedades, los métodos no son tan sencillos. «Hay una serie de mecanismos en evolución», advierte Sheth, el neurocirujano del Baylor College. «Y no los entendemos del todo».
Sheth y sus colegas no estaban dispuestos a renunciar a la idea de la estimulación cerebral profunda para la depresión pese a haber escuchado sobre los ensayos abortados en 2013. Como muchos científicos, seguían creyendo que el tratamiento tenía potencial. Tal vez una de las razones por las que esos ensayos no fueron un éxito universal fue porque «era una terapia muy única que se aplicó a esos pacientes. Y, ya sabes, la depresión no es de talla única«, reflexiona.
Aunque todos los pacientes con Parkinson tienen neuronas dañadas en la misma zona del cerebro, los pacientes con epilepsia son mucho más diversos. Antes de utilizar el tratamiento para reducir las convulsiones, los científicos deben utilizar electrodos para mapear y registrar la actividad cerebral de cada paciente en el transcurso de varios días para determinar dónde se originan sus convulsiones. Sólo entonces sabrán dónde modular la actividad eléctrica.
¿Cómo funciona la electricidad en la depresión severa?
Sheth y su equipo se preguntaron si podrían utilizar una técnica similar para identificar circuitos cerebrales desregulados en pacientes con depresión grave y pusieron en marcha un ensayo clínico para averiguarlo.
Cuando la pandemia de COVID-19 estalló en Estados Unidos en marzo de 2020, Sheth y su equipo estaban en el hospital trabajando con su primer paciente del ensayo, un hombre de 37 años cuya depresión severa había persistido durante años y había resistido a diversos tratamientos. Para identificar qué áreas del cerebro del hombre estaban desencadenando la depresión, implantaron 10 electrodos en varias regiones previamente implicadas en la enfermedad. A continuación, monitorearon y registraron los impulsos eléctricos entre las neuronas durante 10 días mientras lo mantenían en el hospital.
«Esas grabaciones realmente individualizaron nuestra comprensión de las redes de depresión de ese único paciente (redes que regulan el estado de ánimo y los procesos cognitivos afectivos) para profundizar realmente en lo que está mal», cuenta Sheth. A continuación, empezaron a enviar pulsos periódicos de electricidad a dos regiones cerebrales específicas que se cree que están implicadas en la regulación de los sentimientos positivos y negativos: el singulado subcalloso y el estriado ventral.
En los primeros días de tratamiento, el hombre informó que los síntomas de la depresión se habían reducido en más de un 50%. Tras 22 semanas, los médicos afirmaron que su depresión había remitido. Después de 37 semanas, los científicos disminuyeron la estimulación en un 25% por semana, hasta llegar a cero, para ver si sus síntomas cambiaban. El paciente informó de un aumento constante de la ansiedad y un empeoramiento del estado de ánimo. Cuando los investigadores reactivaron los electrodos, sus síntomas volvieron a desaparecer, lo que sugiere que la estimulación continua era la responsable de la mejora de su estado de ánimo y que, si continuaba, era probable que siguiera en remisión.
«Está muy bien», expresa Sheth. «Lleva una vida mucho más plena. Está trabajando. Sus relaciones sociales mejoraron». El año pasado visitó a los estudiantes de doctorado de Sheth para ayudar a dar una conferencia sobre la depresión.
Desde ese primer informe, el equipo de Sheth ha tomado grabaciones y ha implantado electrodos terapéuticos en otros dos pacientes con depresión grave. «Estamos empezando a ver que nuestros dos primeros pacientes tienen, en general, patrones ligeramente diferentes que predicen un mejor o peor estado de ánimo», explica, y agrega que todavía está analizando los datos del tercer paciente. «Esta medicina de precisión, este enfoque de individualización, creo que va a ser fundamental».
Amplificando la señal
En la década de 2010, Chad Bouton, un ingeniero e investigador médico de los Institutos Feinstein para la Investigación Médica, estaba experimentando con electrodos implantados en el cerebro para ayudar a los pacientes paralizados a recuperar el movimiento. En 2019 se preguntó si podría utilizar la electricidad para ayudar a los pacientes sin necesidad de abrir el cráneo.
En la mayoría de los casos de dolor o adormecimiento de las extremidades tras accidentes, el nervio o la médula espinal solo se cortan parcialmente. Ese parecía ser el caso de la lesión en el pulgar de Sharon Laudisi, lo que significa que una pequeña cantidad de señalización eléctrica del cerebro puede moverse entre el cerebro y la extremidad; sólo que no es suficiente para encender la sensación o iniciar el movimiento.
Bouton y su equipo sospechaban que de reforzar la señal, podrían ayudar al cerebro de Laudisi a comunicarse de nuevo con su pulgar. Pero para ello necesitaban cartografiar las conexiones neuronales que le quedaban.
Para determinar la ubicación ideal del parche de electrodos en el cuello de Sharon, el equipo estimuló, movió el parche, estimuló y movió el parche, hasta que encontraron la ubicación que permitía que el apósito se comunicara sólo con su mano y no enviara señales erróneas por todo su cuerpo.
Estimular el parche en el cuello de Laudisi es como subir el volumen de un altavoz parcialmente bloqueado por un mueble. Una vez que encontraron la ubicación que maximizaba las señales a su pulgar, Sharon llevó el parche de electrodos una vez a la semana durante una hora cada vez durante un total de ocho semanas.
Al final de ese tiempo, Laudisi fue capaz de generar un 715% más de fuerza con el pulgar. En la actualidad, su pulgar no es tan fuerte ni flexible como antes, pero puede pulsar una lapicera, usar las llaves y prenderse la camisa. «No creo que haya palabras para describir lo impresionante que es», destaca.
Bouton dice que aún no puede estimar cuál sería el costo de un tratamiento de este tipo si fuera aprobado por la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés), pero que cree que «sería asequible y accesible para los muchos que podrían beneficiarse de él.»
Inflamación por cortocircuito
Cuando se estaba formando como cirujano, Tracey, el director general del Instituto Feinstein, estaba cuidando a una niña en la unidad de quemados de un hospital de Nueva York. Murió en sus brazos. «No sabíamos la causa de su fallecimiento», cuenta. «Fue inquietante». Pero más tarde, al enterarse de que había muerto de sepsis, decidió dedicar su investigación futura a esta enfermedad.
Él y su equipo descubrieron una proteína, el factor de necrosis tumoral (TNF, por sus siglas en inglés), que creían responsable de la muerte de la pequeña. Los investigadores describieron el papel del TNF en la promoción de la inflamación para neutralizar patógenos invasores como bacterias y virus, y su capacidad más siniestra de atacar los propios tejidos del organismo. Una inflamación excesiva puede causar sepsis, shock e incluso tormentas de citoquinas, el resultado de unas células inmunitarias hiperactivas que pueden empeorar enfermedades como la COVID-19 al dañar los propios tejidos que el sistema inmunitario intenta proteger y curar. Si se puede bloquear el TNF en un paciente con niveles de citoquinas peligrosamente altos, «se puede cortar el combustible de la enfermedad», dice Tracey.
Los hallazgos de Tracey en la década de 1980 condujeron al desarrollo de fármacos para inhibir la proteína TNF y reducir la inflamación. Varios de estos fármacos, como Enbrel y Remicade, se utilizan ahora para tratar enfermedades autoinmunes en las que el sistema inmunitario de una persona destruye su tejido sano.
Pero esos fármacos no funcionan en todos los pacientes, por lo que Tracey pensó que podría haber una forma mejor de atacar la inflamación. Sospechó que, dado que el sistema nervioso autónomo controla por reflejo la presión sanguínea, la digestión y otros procesos, debía haber un reflejo que controlara la inflamación. Se centró en el nervio vago, un denso paquete de unas 100.000 fibras nerviosas que viaja desde el cerebro, a lo largo de cada lado del cuello, pasando por el corazón, los pulmones, el pecho y todo el camino hasta el intestino grueso.
«Descubrimos que la señalización eléctrica en el nervio vago es como el freno de tu auto. Impide que el sistema TNF, el sistema inflamatorio, se descontrole», afirma Tracey. Los estudios con animales demostraron que si se corta el nervio vago, la inflamación perjudicial puede aumentar, exacerbando las enfermedades autoinmunes.
Tray y su equipo desarrollaron un dispositivo implantable, de menos de un centímetro de longitud, que se coloca dentro del cuello y que estimula el nervio vago, disminuyendo así la producción de TNF. Los primeros dispositivos estaban unidos a baterías que se implantaban bajo la clavícula del paciente, pero las versiones más actuales tienen el tamaño de la uña del dedo meñique y pueden cargarse llevando un collarín metálico de carga una vez a la semana aproximadamente.
Las neuronas que componen el nervio vago intervienen en innumerables procesos, explica Tracey, pero el dispositivo se dirige sólo a las que regulan el TNF porque son hipersensibles en comparación con las células nerviosas circundantes.
Hay cientos de ensayos clínicos en clinicaltrials.gov (sitio oficial del Gobierno de EE.UU para los ensayos clínicos) que prueban formas de estimulación del nervio vago para tratar afecciones que van desde la COVID-19 hasta el dolor crónico. Algunas aplicaciones tienen más respaldo científico que otras, señala Tracey, citando la recuperación de accidentes cerebrovasculares (para la que la FDA ya ha aprobado un dispositivo del nervio vago) y el control de la inflamación.
En el caso de otras indicaciones, enfatiza que es posible que los científicos aún no comprendan realmente los mecanismos. También duda de los que afirman estimular el nervio desde fuera de la piel en lugar de implantar un electrodo. «¿Cómo saben lo que están haciendo?», pregunta, y subraya que los investigadores deberían empezar por identificar objetivos específicos como el TNF antes de probar las terapias.
Los tratamientos con electricidad en el futuro
Aunque los científicos suelen pensar que la comunicación eléctrica tiene lugar entre las neuronas, Michael Levin, biólogo e informático del Instituto Wyss de Boston, destaca que todas las células del cuerpo se comunican a través de la electricidad. Estas tienen canales en sus membranas que se abren y se cierran, permitiendo que los iones cargados fluyan dentro y fuera de las células vecinas, influyendo en la forma en que crecen y trabajan a la par. Junto con las señales moleculares, los gradientes eléctricos entre las células ayudan a indicar a un feto en desarrollo que debe tener dos ojos, por ejemplo, y la distancia entre ellos.
«Ese es realmente el futuro: manipular ese flujo de información natural. Queremos ser capaces de programar la cosa con la moneda exacta que utiliza», dice Levin.
En lugar de estimular células individuales, Levin está trabajando para alterar la distribución espacial de las señales electrónicas en diferentes áreas del cuerpo para impulsar a grupos de células a trabajar juntos para sanar o regenerar. Compara su estrategia con la programación de un software para el hardware genético del cuerpo.
Esto significa que los tratamientos bioeléctricos podrían ir mucho más allá de la estimulación de células individuales con electrodos.
En las ranas, por ejemplo, él y su equipo han usado el análisis computacional para determinar el entorno eléctrico ideal para estimular la regeneración de las extremidades. Cuando son renacuajos, estos animales pueden regenerar el tejido perdido, pero a medida que maduran, pierden la mayor parte de esa capacidad.
El análisis le permitió elegir cinco fármacos que abrirían y cerrarían los canales de las células para alcanzar el estado eléctrico deseado. Tras amputar la pata trasera del animal, crearon un biorreactor portátil con esos cinco fármacos. Tras sólo 24 horas de llevar el reactor, la extremidad del animal siguió creciendo durante 18 meses. La nueva extremidad no había vuelto a crecer del todo, pero tenía piel, hueso, vasos sanguíneos y nervios.
Levin explicó que los científicos tardarán algún tiempo en descifrar los diferentes estados eléctricos que guían la actividad y el desarrollo de las células humanas. Pero después de eso, considera que hay poco que obstaculice el camino del progreso. Muchos fármacos que podrían utilizarse en estas terapias, como los del biorreactor de la rana, ya existen. Los científicos sólo necesitan saber cómo y cuándo combinarlos para crear los entornos eléctricos que el cuerpo podría necesitar.
La estimulación cerebral profunda y la estimulación del nervio vago son «buenas aplicaciones» de la medicina bioeléctrica, asegura Levin. «Sólo quiero que la gente entienda que esto es la punta del iceberg».