Celebramos el Bautismo del Señor. Es la Fiesta que, en el primer domingo después de la Epifanía, cierra el tiempo litúrgico de navidad con la manifestación del Señor en el Jordán. El evangelista Mateo (3,13-17), nos dice que Jesús fue de Galilea al río Jordán, para hacerse bautizar por Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar el anuncio del Reino de Dios y recibir el bautismo, un signo de penitencia que invitaba a dejar el pecado.
El de Juan era un Bautismo de penitencia que no tenía el valor sacramental del rito que celebramos en nuestros tiempos; fue con su muerte y resurrección como Jesús instituyó los Sacramentos e hizo nacer la Iglesia. Juan invitaba a un cambio. Sumergiéndose en el agua, el penitente reconocía haber pecado, pedía perdón de sus culpas y se le invitaba a cambiar los malos comportamientos; como muriendo en el agua y resurgiendo a una nueva vida.
Jesús se acerca para ser bautizado por Juan. Cuando el Bautista ve a Jesús que hace fila con los pecadores y viene a hacerse bautizar, queda asombrado; reconociendo al Mesías, el Santo de Dios, que está sin pecado, Juan manifiesta su desconcierto; él mismo, el bautista hubiera querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús le exhorta a no oponer resistencia, a aceptar cumplir este acto, para hacer lo que es conveniente y “cumplir toda justicia”.
Con este signo, Jesús manifiesta haber venido al mundo para hacer la voluntad de quien lo ha enviado, para cumplir todo lo que el Padre le pide; obedeciendo al Padre él ha aceptado hacerse hombre. Este gesto revela sobre todo quién es Jesús; es el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es Aquel que “se ha bajado” para hacerse uno de nosotros, Aquel que se ha hecho hombre y ha aceptado humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2,7).
El bautismo de Jesús, del que hoy hacemos memoria, se sitúa en esta lógica de la humildad y la solidaridad: es el gesto de Aquel que quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en fila con los pecadores; Él, que está sin pecado, se deja tratar como pecador (cf. 2Cor 5,21), para llevar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad.
Es el “siervo de Dios” del que nos hablaba el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42,1). Su humildad está dictada por la voluntad de establecer una comunión plena con la humanidad, por el deseo de realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El gesto de Jesús anticipa la Cruz, la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad. Este acto de abajamiento, con el que Jesús quiere ajustarse totalmente al designio de amor del Padre y conformarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de entendimiento que hay entre las personas de la Santísima Trinidad.
Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta y viene como una paloma sobre Él, y en ese momento el amor que une a Jesús y al Padre es testimoniado a los que asisten al bautismo por una voz de lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente la comunión profunda que lo liga al Hijo: la voz que resuena de lo alto atestigua que Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es expresión del amor que les une entre ellos.
Por eso, el Padre pone su complacencia en Jesús, porque reconoce en el actuar del Hijo el deseo de seguir, en todo, su voluntad: “éste es mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias” (Mt 3,17). Y esta palabra del Padre alude también, anticipadamente, a la victoria de la resurrección. Nos dice también cómo debemos vivir para estar en la complacencia del Padre, comportándonos como Jesús.
En el bautismo recibimos el amor de Dios. El Bautismo que los papás piden para sus hijos, cuando los acercan a ese sacramento, les inserta en este intercambio de amor recíproco que hay en la Santísima Trinidad: entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que realiza el celebrante, se derrama en ellos el amor de Dios, llenándolos con sus dones.
A través del lavado del agua, los hijos se insertan en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para liberarnos del pecado y resucitando venció la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, son liberados del pecado original y en ellos empieza la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús Resucitado. “Él -afirma San Pablo- se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio” (Tt 2,14).
Hemos creído en Dios hemos conocido su amor. Dándonos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso de la vida, es decir el motivo más verdadero y más bello por el cual vivir: por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con el que quiere salvarnos y liberarnos del mal. La fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida.
Con el profeta Isaías, todo cristiano puede repetir: “desde el seno materno me formó para siervo suyo” (cf. 49,5); A través del sacramento del Bautismo, el Señor nos consagra y nos llama a seguir a Jesús, en la vocación personal según el particular llamado de amor que el Padre tiene para cada uno: meta de esta peregrinación terrena será la plena comunión con Él en la felicidad eterna.
Por el bautismo somos del Señor. Al recibir el primer sacramento, los bautizados obtienen en don, un sello espiritual indeleble, el “carácter”, que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y los hace miembros vivos de su cuerpo místico, que es la Iglesia. Al entrar a formar parte del Pueblo de Dios, para los bautizados, empieza un camino que ha de ser de santidad, de conformarse a Jesús, una realidad que está puesta en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que se debe hacer crecer.
Por eso, comprendiendo la grandeza de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la consideración de dar el Bautismo a los niños justo después de nacer. Ciertamente, será después necesaria una adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por eso es necesario que, después del Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, de manera que crezca en ellos esta semilla de la fe que reciben y puedan llegar a la plena madurez cristiana.
Acompañar a los bautizados en su crecimiento de fe. Ante un ambiente adverso, por el materialismo y el relativismo, es necesario apoyar a las familias, pequeñas Iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe. La colaboración entre comunidad cristiana y familia es más necesaria que nunca en el actual contexto social, en el que la institución familiar está amenazada desde diversos ángulos y tiene que enfrentar frecuentemente no pocas dificultades en su misión de educar en la fe.
Hermanos, demos gracias al Señor por el don del Bautismo. Pidamos el don abundante del Espíritu Santo para quienes han sido bautizados en este año, y con ello han sido consagrados como imagen de Cristo sacerdote, rey y profeta. Vamos a encomendarlos a la maternal intercesión de María Santísima, pidiendo por su vida y salud, para que puedan crecer y madurar en la fe, y alcanzar, con su vida, frutos de santidad y de amor. ¡Amén!
+Juan Navarro Castellanos
V Obispo de Tuxpan