Por IRENE HDEZ. VELASCO/El Mundo Cultura
La biografía de Antonio Meresi, más conocido como Caravaggio, tiene tintes profundamente trágicos, pero sin duda el capítulo más angustioso de su existencia se escribió en los sólo 18 meses que pasó en Nápoles, en el final de su vida.
Llegó allí huyendo, tras matar a un hombre en Roma, con una condena a muerte pesando sobre su espalda y con el sentimiento de culpa corroyéndole las entrañas.
Caravaggio no sólo fue un grandísimo artista. También se trató de un tipo impetuoso, impulsivo, violento, pendenciero, jugador, perpetuamente endeudado, que frecuentaba prostitutas y con una sexualidad ambigua. Todo eso explotó el 28 de mayo de 1606 durante una partida con un balón en Roma, en el transcurso de la cual mató al joven Ranuccio Tomassoni, a quien debía 10.000 escudos en deudas de juego.
Las autoridades romanas dictaron contra Caravaggio una condena a muerte. La misma noche del asesinato, el artista se refugió en el palacio en Roma de los Colonna, sus grandes protectores. Huyó después a la localidad de Zaragolo (a 35 kilómetros al este de Roma), donde el príncipe Marcio Colonna le acogió. Cercado, escapó entonces a Palestrina (siempre en la provincia de Roma), donde el arzobispo Ascanio Colonna le brindó auxilio. Y el 6 de octubre de 1606 llegó finalmente a Nápoles, instalándose allí en el Palacio Cellammare, propiedad de los Colonna.
En Nápoles estuvo hasta junio de 1607, seis meses. Después de un breve y siempre turbulento paréntesis en Malta, volvió de nuevo a la ciudad del Vesubio en el otoño de 1609, permaneciendo en ella casi un año, tiempo en el que fue víctima de un intento de asesinato por personas desconocidas. Abandonó Nápoles para emprender el viaje que debía de conducirle de regreso a Roma. Pero, enfermo, murió en Porto Ercolano el 18 de julio 1610. Tenía 38 años.
Esos únicos 18 meses que Caravaggio pasó en total en Nápoles le marcaron profundamente. El dramatismo de los artistas napolitanos y, en particular, la tensión moral que exhibían los trabajos de muchos de ellos calaron en Caravaggio. Y él, a su vez, marcó de por vida al arte napolitano.
Caravaggio y Nápoles se gustaron desde el primer momento y se abrazaron mutuamente. Al fin y al cabo, Nápoles es una ciudad que siempre ha acogido a grandes artistas, desde Giotto a Andy Warhol, una ciudad en la que se respira un aire de gran libertad y que aún hoy sigue derrochando una gran tolerancia ante todo tipo de comportamientos.
Ese carácter tan peculiar de Nápoles, que entonces pertenecía al reino de España, propició que la ciudad se volcara con Caravaggio. La prueba es que nada más instalarse allí, el artista de origen flamenco Louise Finson puso su estudio a su disposición. Porque, a pesar de arrastrar una condena a muerte, a Caravaggio comenzaron a lloverle los encargos nada más poner los pies en la ciudad.
El propio Juan Alonso Pimentel de Herrera y Quiñones, entonces virrey de Nápoles, le comisionó varias obras para Felipe III. Cuando el 11 de julio de 1610 dejó la ciudad y regresó a España, lo hizo llevándose tres obras de Caravaggio: un San Gennaro, en la actualidad en paradero desconocido, un Lavatorio del que también se ha perdido la pista y La crucifixión de San Andrés, hoy en el Museo de Cleveland (EEUU).
Es de todo eso de lo que se ocupa Caravaggio Nápoles, la exposición que hasta el próximo 14 de julio se puede contemplar en el Museo de Capodimonte de Nápoles y que reúne seis de las 10 obras que el pintor realizó durante su estancia en esa ciudad.
Se incluye en la muestra La flagelación, que se conserva en el Museo de Capodimonte, y que gracias a esta muestra se confronta con otra Flagelación, también de Caravaggio, pero procedente del Museo de Bellas Artes de Rouen. O la Salomé con la cabeza de Juan el Bautista de la National Gallery de Londres, que se mide con la Salomé con la cabeza de Juan el Bautista del Palacio Real de Madrid. «Una Salomé ésta última que se ve raramente porque suele encontrarse en los apartamentos privados del Rey», explica Sylvain Bellenger, director del Museo de Capodimonte en Nápoles y comisario de esta exposición junto con Maria Cristina Terzaghi.
También está el Martirio de Santa Úrsula y el San Juan Bautista. La gran ausente es Siete obras de misericordia, una de las primeras obras que Caravaggio pintó en Nápoles y de la que también hizo dos versiones. La primera está en paradero desconocido y la segunda resplandece en el altar mayor de la iglesia del Pío Monte de la Misericordia en Nápoles. Sin embargo, esa fundación laica que se dedica a las obra de caridad se ha negado a cederla en préstamo para esta exposición, y eso que se encuentra a sólo dos kilómetros de distancia del Museo de Capodimonte. Para remediarlo, se ha puesto en marcha un servicio de autobús que lleva a los visitantes de la exposición hasta el Pío Monte de la Misericordia para que puedan contemplarla allí.
Además de las seis obras de Caravaggio, la muestra incluye 22 cuadros de artistas napolitanos sobre los que el maestro tenebrista del barroco ejerció una fuerte influencia. Algunos incluso de una generación posterior, como por ejemplo José de Ribera o Massimo Stanzione.
«En los 18 meses que Caravaggio estuvo en Nápoles la escuela napolitana cambio como si hubiera pasado un siglo», sentencia Sylvain Bellenger.
De hecho, 10 años después de su muerte, Caravaggio prácticamente había caído en el olvido en Roma, arrasado por el neoclasicismo. «Sin embargo, en Nápoles continuó siendo un referente durante prácticamente 300 años, quizás porque Nápoles nunca ha dejado de ser una ciudad barroca, ni siquiera hoy», en palabras de Bellenger.
Caravaggio fue muy popular en su época y hoy es uno de los pintores italianos clásicos más famosos del mundo: se hacen cómics sobre él, películas, series de televisión… Pero hasta principios del siglo XX apenas era conocido fuera del mundo académico. Todo empezó a cambiar en 1951 cuando, en Milán, tuvo lugar la primera gran exposición retrospectiva sobre su obra.
«Caravaggio es un personaje que va más allá del gran pintor que es. Es un mito, el mito del artista maldito», dictamina Bellenger.