Por: The New York Times
CIUDAD DE MÉXICO — La historia de Roma, la película escrita y dirigida por el cineasta mexicano Alfonso Cuarón, es sencilla: la separación de los padres en una familia de clase media mexicana. Octavio Paz, el gran poeta y premio Nobel de literatura, estudió sus acentos específicamente mexicanos en su clásico libro El laberinto de la soledad: el abandono del padre cruel e irresponsable, el sufrimiento estoico de la esposa, el desamparo de los hijos, son hechos que van más allá de un desajuste social. Remiten al trauma de la Conquista de México y el nacimiento mismo de México como país mestizo, hijo ilegítimo de Hernán Cortés y la Malinche.
Las reverberaciones históricas y míticas de ese hecho han estado presentes a lo largo de los siglos, imprimiendo en la vida diaria una violencia abierta o latente, nunca resuelta.
En Roma, sin embargo, ese conflicto se atempera porque la familia no es nuclear: es un nosotros en el que participan mujeres venidas de muy lejos y de muy atrás, indígenas mexicanas que desde tiempos inmemoriales acompañan la vida de los otros, criollos de la ciudad, con una fidelidad que conmueve pero que también desgarra porque es un vestigio de la vida colonial en las haciendas mexicanas.
Aunque generaciones enteras vivieron una infancia como la que evoca Cuarón en Roma, solo él la ha llevado al cine. Es una obra íntima y personal, pero es mucho más. Es el relato realista de una clase social privilegiada que tiene una enorme deuda de desigualdad social, racial y de género con el México campesino e indígena. Es el retrato de una efervescencia política que dio inicio en la década de los sesenta y setenta y que aún no cesa. Y también, es un viaje proustiano, una vuelta al origen.
La colonia Roma, escenario de la película, es un espejo del desarrollo social y la cultural urbanos en el México del siglo XX. Se creó en 1903, al sur del viejo centro colonial de la capital, en terrenos desecados del legendario lago de Texcoco. Con sus palacetes art nouveau, sus plazas apacibles y camellones arbolados, era un emblema de la pax augusta que México creía vivir bajo el régimen de Porfirio Díaz.
Vecina de la Roma, al poniente, nacería poco después la colonia Hipódromo Condesa, famosa por haber albergado el hipódromo donde las familias de aquella exigua y ridícula aristocracia criolla de principios de siglo se imaginaban en el hipódromo parisino de Auteuil. No se veían indios con su típico calzón blanco en esas colonias. El calzón blanco estaba más bien en las haciendas, no en la ciudad.
La Revolución mexicana subvirtió ese orden y, tras una violentísima guerra civil, los nuevos gobiernos pusieron en el centro de la acción pública al México pobre. Al paso de las décadas, ese esfuerzo menguó y muchos campesinos e indígenas no tuvieron más remedio que migrar a Ciudad de México en busca de empleo, ellos en las fábricas, ellas en el servicio doméstico.
La vieja burguesía emigró también de la Roma, su colonia parisina, a zonas más apartadas de la ciudad, abriendo paso a políticos y empresarios, profesionistas y burócratas: los beneficiarios del nuevo orden. La Roma renació, la Hipódromo se expandió. Surgieron hermosos parques, casas y edificios de estilos eclécticos, iglesias neogóticas.
Alfonso Cuarón nació en 1961 en la Roma, yo en la Condesa. Mi historia comenzó catorce años antes, pero es tan típica como la suya. Es la historia de la clase media urbana mexicana. Nuestra casa tenía un diseño llano y funcionalista, con toquecillos art decó en sus herrerías geométricas. La sala, el comedor y la cocina en la planta baja y las recámaras de los padres y los niños (mi hermano, mi hermana y yo) en la parte alta. En el mezzanine, descanso de la escalera de granito, estaba la televisión (en blanco y negro), pero los sonidos de nuestro mundo eran otros. Adentro, los de la radio. Afuera, por las mañanas, las de los “ropavejeros”, los “afiladores”, los atávicos vendedores que recorrían las calles de México voceando sus servicios. Todo era como en el México que Cuarón retrata en Roma.
Nuestra familia, como la de Cuarón, tenía otros rostros, otras presencias tutelares. Del patio trasero subía la escalera al cuarto de las trabajadoras del hogar, “las muchachas”. Hay muchas formas de llamarlas, todas —por desgracia— reminiscentes de la hacienda y del calzón blanco: el servicio, la servidumbre, las criadas.
En mi casa trabajaban dos mujeres. Petra, la “nana” de mis hermanos, y Raquel, su sobrina. Venían del mismo pueblo. Se repartían el trabajo: cocinaban, “hacían las recámaras”, fregaban los pisos, iban al “mandado” (al mercado), lavaban, tendían y planchaban la ropa. Vigilaban nuestro reloj vital. Eran las relatoras de cuentos, las guardianas de la fe, las confidentes, las cantantes. No eran indígenas —como Adela y Cleo, la dulce y estoica mixteca de la película de Cuarón—, eran mestizas pero pronunciaban palabras en náhuatl, y hasta su escritura tenía la caligrafía del México colonial.
En 1970 y 1971, los años que Cuarón recrea en Roma, la colonia era un laboratorio de convivencia real, no idealizada, con sus colegios de excelencia y sus cabarets y prostíbulos. Recorrer de nuevo esas calles es habitar varios tiempos históricos, no solo por su arquitectura sino por su gente: Juanita, la del puesto de periódicos, la señora de la miscelánea o la farmacia, la de la fonda o el cine Gloria. No es casual que en esa colonia hayan vivido tantos escritores y artistas, mexicanos y extranjeros. En un extremo de la Roma, en el viejo pueblo de “la Romita”, Luis Buñuel filmó varias secuencias de Los olvidados.
Los personajes de Buñuel eran niños callejeros, abandonados por el padre fantasmal, cuya vida nómada dependía de una madre que finalmente sucumbe a la desesperación y la tragedia. Los niños de Cuarón enfrentan un destino menos cruel. Caminan lejos de la violencia que periódicamente ensangrienta el paisaje mexicano. Pero en sus vidas hay un vacío similar, el del padre, y una luz parecida, la de la madre. En Los olvidados, la madre encarna esa palabra mágica de mil usos que, como escribió Octavio Paz en aquel libro, está en el centro del habla mexicana: la chingada. Es la víctima inerme del macho atrabiliario, la hollada, le hendida, la vencida, la vejada, la abandonada, la desamparada.
En Roma, la chingada se desdobla: la señora de la casa y la trabajadora del hogar. Ambas sueñan pero sus sueños son distintos. Sofía, la madre de la familia, sueña en su alcoba con la armonía conyugal y familiar. Cleo, en la azotea de la casa, entre la ropa tendida y el paisaje limpio de la ciudad, sueña con el amor de su novio. Los sueños se trastocan en pesadilla. A ambas mujeres las chingan sus hombres, violentos y pretenciosos, cada uno a su manera.
Pero ellas no sucumben. En cierta forma, su hazaña de supervivencia las convierte de chingadas en chingonas, no porque vejen a nadie: porque unidas se salvan.
La escena emblemática de la película es el abrazo de los cuatro hijos y Sofía con Cleo, entre las olas encrespadas del golfo de México. Más que un abrazo es un árbol de brazos, un árbol sacramental. Es el árbol de la familia mexicana. Los niños crecerán en el México políticamente convulso de los setenta que se insinúa en la película, con las protestas estudiantiles ante el sistema político del Partido Revolucionario Institucional (PRI), corrupto y anquilosado. Pero tendrán el amparo de las mujeres providentes.
¿Saldrá adelante Cleo? ¿Formará su propia familia? Una cosa está clara: nadie la chingará más. Liboria Rodríguez, Libo, la mujer real que crió a Cuarón y le inspiró Roma, seguro estará complacida del reciente laudo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación otorgando —con retraso de siglos— plenos derechos laborales a empleadas del servicio doméstico, como ella. Sofía saldrá adelante, y uno de sus hijos recreará libremente en el cine, medio siglo después, ese milagro que fue la presencia de aquella indígena que melló con puro amor los filos brutales del verbo más terrible de la vida mexicana: el verbo chingar.