Deslizamientos progresivos de la demagogia

El hábito de insultar se revuelve a veces en zonas más nobles, incluidas el Parlamento o la prensa

 

Por: Juan Cruz/El País

 

El placer de la demagogia es infinito. La opinión se ha deslizado hacia ese colchón mullido en el que todo lo que decimos está certificado sólo por nuestras ocurrencias. La inmunidad de la que se goza diciendo lo que nos da la gana sin contraste alguno circula por las venas de la sociedad de consumo de la opinión propia. El daño, como el placer, es infinito.

A veces hay destellos, resplandores raros, como este abierto ahora en las páginas de Le Monde. Este diario francés, uno de los grandes periódicos del mundo, publicó una portada de su revista semanal en la que aparecía el presidente Macron retratado como un dictador de los años 30. Fue un error, nunca debieron hacer esa simulación, dijo su director, en un largo artículo que debería leerse en las escuelas. Les resultó atrayente el grafismo, y por ahí se deslizó el gusto por la caricatura. La caricatura no es siempre la cara, sino la cruz, y a veces la cruz no lo soporta todo. La rectificación de Le Monde hace historia; es difícil saber si, además, hará escuela.

La caricatura, el esperpento, la desfiguración alevosa, es una de las tentaciones puestas ahí, a nuestra disposición, por el placer de la demagogia. Encontramos una gracia y por esa cucaña hacemos circular a toda velocidad nuestras ocurrencias, para desdeñar en virtud de un detalle sin relevancia real a un personaje público que no nos resulta querido. En esa tentación caemos a diario periodistas y políticos, personas obligadas por su oficio a ser fieles a la verdad o, por lo menos, a los hechos que conducirían a una interpretación veraz de los mismos.

El vehículo más frecuente para la tergiversación alevosa es el espacio de las redes sociales, pero el hábito de insultar se revuelve también en zonas más nobles, incluidas el Parlamento o la prensa, como ha ocurrido ahora en las páginas del muy reputado Le Monde. En el ejercicio de la política, en España, se está subiendo el tono de la malversación informativa para exagerar los defectos del contrario sin dar relevancia alguna a la dignidad de la información que sustenta los frecuentes insultos o desafueros. La mentira es, también, un material no desdeñado para convertir al otro en un guiñapo. En el terreno de la prensa, periodistas especializados en el escándalo y la crucifixión hacen del oficio una cloaca en la que, a su vez, abrevan políticos proclives a la descalificación audaz, desavisada, de sus contrarios. El resultado, ahora, es un caos inmenso que requiere una gigante fe de errores.

En periodismo, sobre todo, rectificar es de sabios. EL PAÍS fue pionero en la adopción de la fe de errores como lugar en el que se vaciaba el ego de los periodistas, que tendemos a creer que sólo se equivocan los otros. Luego vino el Ombudsman, ojo ante el que circulan los domingos nuestras fallas, para enseñanza de humildad. Aun así, en este periódico, y en otros grandes periódicos del mundo, como Le Monde, como The New York Times u otros iconos de la prensa tenida por ejemplar e incluso infalible, se deslizan erratas, errores u otros daños más garrafales que hacen que este oficio siga siendo rabiosamente humano.

El Parlamento no ha creado figuras así, es una lástima. La obligación que tienen los políticos de controlar su lengua, así como la de los periodistas de vigilar la suya, darían de sí un país mejor, menos proclive al insulto que es ahora la raíz de la peor época de la conversación nacional, cuarenta años después de haber votado que íbamos a llevarnos mejor gracias a una ley de leyes que obligaba también al respeto de los que no nos eran simpáticos.

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