La cuna y la mesa iban unidas en la Baja Edad Media. Mientras los campesinos malvivían a base de pan y gachas, los festines de sus señores podían durar hasta diez días
Por: David Fontanillas/La Vanguardia
Cuentan que los almuerzos que servía Taillevent, cocinero de Carlos VI de Francia a finales del siglo XIV, eran copiosos. Para empezar, capones, gallinas, caza y coles. Después, asado, pavos reales al apio, paté, liebre y más capones. Seguían pichones, perdiz, gelatinas y más paté. Y luego pasteles, crema frita, almendras, nueces y peras.
Por supuesto, la mesa de un conde no era igual a la de un siervo. Pero la diferencia, más que de calidad, era de cantidad. La jet set de la Alta Edad Media no entendía de sutilezas. Para ellos, el prestigio social dependía de cuántos alimentos pudiera uno permitirse, sin que importara demasiado su naturaleza o su preparación.
La Iglesia se desgañitaba en vano pidiendo mesura. Los pobres eran frugales porque no tenían más remedio, pero comer hasta reventar se convirtió en una obligación para los nobles, una muestra de salud y buena cuna.
Diferencias de cuna
Los tiempos de prosperidad relativa no iban a durar para siempre. Al haber alimentos para todos, la mortalidad disminuyó. Paradójicamente, esta buena noticia fue la perdición de los campesinos. Como la población no dejaba de crecer, fue preciso dedicar más y más suelo a la agricultura. Esto implicaba talar más y más árboles. Los bosques menguaron, y sus encopetados dueños blindaron sus propios privilegios.
El verdadero peligro para las clases populares eran las malas cosechas, que podían condenar a centenares de personas a morir de inanición.
Los pastores ya no podían guiar a sus rebaños a cualquier prado, se reguló el derecho a pescar y la caza se prohibió. Solamente los dueños de un coto y sus invitados tenían derecho a consumir ciervos, perdices o jabalíes, alimentos cuyo valor se disparó.
En realidad, ambos estamentos salieron perdiendo. Los nobles, sin saberlo, se entregaron a una dieta insalubre, deficiente en fibra y cargada de colesterol. Los campesinos se vieron obligados a subsistir a base de cereales. El verdadero peligro para las clases populares eran las malas cosechas, que podían condenar a centenares de personas a morir de inanición.
La alimentación estaba tan ligada a las diferencias de clase en la Baja Edad Media que adquirió un carácter simbólico a partir del siglo XIV. Cuanto más elevado era el rango de un comensal, más elevadas debían ser también, literalmente, sus viandas. Aves y frutas se consideraban el no va más de la exquisitez, no por su sabor, sino porque unas volaban y otras brotaban en lo alto de los árboles. En cambio, todo lo que crecía a ras de suelo era propio de seres inferiores. En particular, los tubérculos. Nabos y cebollas eran cosa de gente rústica.
Libro de cocina
Una aristocracia amante de los placeres de la mesa necesitaba cocineros cada vez más sofisticados. Entre los siglos XIII y XIV se publicaron los primeros libros de cocina, un género aún minoritario, dirigido en exclusiva a los profesionales.
La carne no siempre llegaba a los fogones en condiciones óptimas de conservación, por eso la cocina medieval se caracteriza por emplear especias en abundancia.
La mezcla de sabores era la norma en la cocina: hacía furor el agridulce, y no era raro que en un mismo servicio se alternaran bandejas de golosinas con otras de productos salados.
De cara al invierno, las despensas se llenaban de embutidos, compotas, ahumados y salazones. De ahí la popularidad de pescados como el arenque o el bacalao, fáciles de conservar.
Es probable que la carne no siempre llegara a los fogones en condiciones óptimas de conservación. Tal vez por esta razón, la cocina medieval se caracteriza por emplear especias en abundancia: jengibre, pimienta, comino, nuez moscada, canela, clavo… Había alternativas más asequibles, como la mostaza, o “pimienta de pobre”, introducida por los árabes, pero capaz de crecer en suelo europeo. Por lo demás, los campesinos solían contentarse con el ajo, la menta y otras hierbas locales.
Un ejército en la cocina
En 1385, Carlos VI de Francia tenía más de ciento cincuenta personas a su servicio, entre cocineros, reposteros, fruteros, bodegueros, sumilleres, cortadores… Había oficios tan curiosos como el de panetero, que se ocupaba, al mismo tiempo, del pan y de los manteles, o el de calienta-cera, que cubría los rabos de las frutas con cera de abejas para conservarlas en buen estado.
El banquete se servía en una sala o en otra en función del número de invitados, ya que no existían los comedores.
Poner la mesa tampoco era tarea fácil, sobre todo porque era preciso ponerla de verdad, literalmente. No existían las mesas fijas de comedor, en realidad ni siquiera existían los comedores. El banquete se servía en una sala o en otra en función del número de invitados que se esperaba recibir. Para ello se montaban largas tablas sobre caballetes, que luego se cubrían con manteles.
En la Edad Media lo habitual era sentarse a la mesa dos veces al día: una para el almuerzo, entre las diez y las once de la mañana, y otra para la cena, que solía servirse antes del anochecer. Los banquetes eran una excepción. Un festín medieval podía alargarse hasta la medianoche o incluso durar varios días.
No existía la noción de entrante, plato fuerte y postre. Los servicios podían ser tres, cinco o incluso más. En cada uno de ellos se llenaba la mesa de viandas, sin un orden determinado: verduras, frutas, pescados y carnes podían servirse a la vez en cualquier momento. No obstante, era corriente ofrecer dulces y frutos secos al final de la comida, aunque no necesariamente en la misma mesa.
A finales de la Edad Media, mientras retiraban unas bandejas y traían las siguientes, se entretenía a los invitados con pequeñas representaciones, llamadas entremeses.
Las sobras se repartían entre los pobres, para cumplir a la vez con las obligaciones del estómago y las de la caridad. Pero ¿de verdad se comía tanto? En realidad no, o al menos no necesariamente. Aquellos menús, con sus interminables bandejas de faisanes, cisnes y ciervos asados, no estaban pensados para atiborrarse. Nadie comía de todo.