A medias

Nunca más un solitario de Palacio que quiera controlar cada rincón del País.

 

Por: Federico Reyes Heroles/Excelsior

 

Nunca más es la consigna. Las marchas no cesarán en días como hoy y qué bueno. Mantener la memoria viva es un arma potente contra la repetición del horror. La retórica, sin duda, está a salvo, pero ¿qué tanto hemos construido garantías reales para que nunca más algo así vuelva a ocurrir?

02 de Octubre de 2018

El culpable evidente y simbólico tiene nombre y apellido: Gustavo Díaz Ordaz. Pero esa versión es simplista y engañosa. Él encarna la insensibilidad, la dureza, pero la represión surge en sociedades que aceptan, por lo menos parcialmente, la “mano dura” como opción. Los duros, el autoritarismo, están también en la sociedad en muchos de los hogares mexicanos, en las sobremesas en las cuales sólo hablaba el padre, y la esposa y las hijas callaban, ciudadanos que atendían designios de un solo hombre, cómplices del silencio. Inmolar anualmente a GDO y al PRI no es suficiente, es permanecer en la superficie.

Ese México autoritario no ha desaparecido del todo. Cambios institucionales ha habido muchos y de fondo, culturales también, pero el hongo autoritario reaparece. Hoy, por ley, tenemos Cámaras paritarias, pero también “Adelitas” y una descarada concentración de poder en los órganos de gobierno del Legislativo federal. Y los machines mexicanos deambulan orondos, senadores porno-filios, servidores públicos vinculados a la trata en los tres órdenes de gobierno. Lo mismo ocurre con el nepotismo.

Y qué decir del respeto interpersonal, esa construcción cultural en la cual los derechos del otro son la mejor garantía del respeto a los propios. La Encuesta Mundial de Valores 2018 muestra una fuerte caída en la confianza social en México (ver Alejandro Moreno, El Financiero, 28-9-18). Sólo 11% de los mexicanos confía en los otros mexicanos. Vivimos en un mar de desconfianza y ésta es el caldo de cultivo para las intrigas y conspiraciones. Cómo no registrar una profunda desconfianza, si los mexicanos nos matamos entre nosotros todos los días, si el maldito negocio del narcotráfico demuestra cuáles son nuestras prioridades: La vida no vale nada, por eso reprimir o aniquilar sigue siendo para muchos una tentación, una opción: Ayotzinapa. Quién los mató… Fuenteovejuna, señor.

Nunca más supone un imperio de la ley en que la impunidad sea lo más cercana a cero, pero nosotros vivimos en un país en el cual el promedio de actos ilegales sin consecuencia jurídica rebasa el 95%. La bestia autoritaria tiene en la impunidad a su mejor aliado. Vivimos en un mar de impunidad cotidiana con algunas islas de legalidad. Tlatelolco es el símbolo nacional de esa impunidad, un suceso en el que probablemente murieron alrededor de 70 personas, 70 tragedias, 70 horrores. Pero las muertes cotidianas de hoy —77 al día (Excélsior, 22/9/18)— no reciben la misma atención. Las morgues rodantes son un recordatorio de lo muy poco que hemos avanzado en el respeto a la vida como eje central de nuestra convivencia. Que Díaz Ordaz cargue con sus culpas, pero las generaciones actuales vamos acumulando un amplio expediente de responsabilidad.

Y claro, todo mundo mira las imágenes de “los verdes” en la plaza de las Tres Culturas o en las instalaciones universitarias y la piel se eriza. Pero hoy las Fuerzas Armadas sustituyen a un aparato policiaco patéticamente débil. No hemos sabido, no hemos querido construir un andamiaje institucional civil, con protocolos respetuosos de los derechos humanos, potente en su capacidad para combatir al crimen en cualquiera de sus expresiones. Hemos sido incapaces de exigir a las autoridades que recauden lo suficiente e inviertan en seguridad hasta tener los mínimos cubiertos. Suficientes policías de acuerdo con los estándares internacionales, lo mismo para los investigadores y jueces. Quizá hace medio siglo el respeto hacia las policías era mayor y también su capacidad de respuesta. O sea que no hemos aprendido todas las lecciones del legendario 68.

Un suceso así sólo ocurre en una sociedad tolerante hacia la represión, la muerte y el horror. Tlatelolco no se olvida, sí en cambio el día a día. Quiere esto decir que la sociedad mexicana tiene plenamente identificado ese horror cargado de simbolismos, pero estamos resbalando en la normalidad de las fosas clandestinas que se aparecen como las humedades. Estamos menos alertas de las desapariciones que también se cuentan en decenas de miles. O quizá estamos alertas, pero nuestra capacidad de incidir en la realidad sigue igual de mermada. Los “gustavitos” aparecen y reaparecen.

Nunca más un Díaz Ordaz o un Echeverría decidiendo en soledad. Nunca más un solitario de Palacio que quiera controlar cada rincón del país. Si decimos haber aprendido las lecciones, entonces defenderemos a las voces discordantes, a la disonancia. La crítica sistemática será nuestra verdadera garantía de que nunca más ocurrirá un horror así. Por lo pronto, estamos a medias.

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