Los seudocientíficos buscan en el sistema nervioso las claves de la esquizofrenia y la depresión, muchas enfermedades mentales empiezan a fraguarse antes de nacer
Ratones capaces de ver como los humanos, moscas insensibles a determinados olores o todo lo contrario; gusanos microscópicos útiles para buscar genes con un papel en la depresión humana. Estos son algunos de los organismos que pueblan los laboratorios de los neurocientíficos. Su objetivo: entender el desarrollo cerebral y qué pasa cuando hay fallos en el proceso. Parece cada vez más claro que enfermedades como la esquizofrenia, el autismo e incluso la depresión, empiezan a fraguarse antes del nacimiento. Dos jóvenes investigadoras españolas han recibido las prestigiosas y competitivas ayudas Starting Grant del Consejo Europeo de Investigación (ERC, siglas en inglés) para buscar respuestas.
Las carreras de Eloísa Herrera, del Instituto de Neurociencias de Alicante —del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad Miguel Hernández—; y Nuria Flames, del Instituto de Biomedicina de Valencia —del CSIC—, corresponden al modelo de investigador que completa su formación en los principales centros del mundo en su área —en el caso de ambas, en la Universidad de Columbia, en Nueva York—, y la aplican a su vuelta a España. Es la fórmula que mejor garantiza, aseguran los expertos, el avance en I+D. Las ayudas del ERC alejan por ahora a Herrera y Flames de las consecuencias directas de los recortes en la inversión en ciencia en España.
Herrera quiere generar ratones capaces de ver en 3D como los humanos. “Los ratones tienen una visión muy pobre, no tienen agudeza visual, no ven en colores… Su visión estereoscópica es peor que la nuestra”, explica. “Queremos hacer ratones transgénicos con un sistema visual más parecido al humano”. Pero no se trata de hacer superratones porque sí, sino para comprender cómo se forman los circuitos nerviosos que nos permiten ver. Un problema inscrito en otro aún más general: descifrar el código de señales que rigen la construcción del cerebro.
El término más común en una conversación sobre la formación del cerebro es “complejo”. Y la analogía más recurrente, la del tráfico. ¿Qué pasaría si las señales tuvieran un significado distinto para cada conductor, y, además se encendieran o apagaran según el color de cada coche y la hora del día? La construcción del cerebro está dirigida por un código de circulación así. Y hay un más difícil todavía: las señales son móviles, y el trazado completo de carreteras está en constante crecimiento. “Esto es lo que me parece más fascinante”, dice Óscar Marín, del Instituto de Neurociencias de Alicante. “Es como si cada coche transportara un semáforo”.
La regulación de las señales entre las neuronas cambia con la edad
Todos los órganos se desarrollan siguiendo un plan específico, pero el del cerebro es el más complejo. En el humano hay cientos de tipos de neuronas diferentes, y cada una debe colocarse en un lugar específico y conectarse adecuadamente. Los números son de vértigo: unas cien mil millones de neuronas —no se sabe exactamente— que establecen conexiones o sinapsis. El cerebro humano empieza a construirse cuando el embrión tiene unos tres meses, y sigue desarrollándose después del nacimiento. El bebé nace con un trazado de carreteras definido por los genes que termina de afinarse durante la infancia y la adolescencia. Pero ni siquiera entonces la foto es fija: hay un tuneado aún más sutil, para las conexiones más finas, que dura toda la vida y que resulta de la experiencia cotidiana.
En el caso del sistema visual, “el primer borrador está acabado sobre unas seis u ocho semanas después del nacimiento”, dice Herrera. Siguen cinco o seis años en que el circuito principal termina de modelarse —los recién nacidos no ven como los adultos, y no les gustan las fotos con flash—. Una de las autopistas de ese circuito va desde la retina hasta la llamada corteza visual, en la parte posterior del cerebro. Es una vía integrada por axones, las terminaciones con que las neuronas conectan entre sí. Herrera quiere averiguar cómo se las arreglan los axones para crecer en la dirección correcta, atravesando toda la cabeza. ¿Qué los guía hasta su destino final, donde dejarán de crecer para empezar a conectarse con las neuronas adecuadas?
Se sabe hace tiempo, de hecho ya lo intuyó Santiago Ramón y Cajal hace un siglo, que lo que guía al axón son moléculas que en distintos hitos del recorrido lo atraen o lo repelen. El equivalente a “ven por aquí o aléjate”. Pero hasta los setenta no empezaron a identificarse las primeras moléculas de guía, y es en la última década cuando el área ha entrado en crecimiento explosivo. Ahora se conocen unas cinco familias de estas moléculas. Muchas. Aún faltan, pero para Herrera lo más difícil no es tanto completar la lista sino entender cómo funcionan.
Sucede que las señales se activan solo cuando detectan la llegada del axón correcto y durante una ventana de tiempo precisa, a veces de solo unos días. Algo así como si solo se encendiera el semáforo de un cruce cuando llegan coches rojos a una cierta hora. “Lo importante es saber cómo estas moléculas interaccionan, cómo se regula su expresión espacio-temporal de manera tan precisa, cómo se traduce la señal dentro de cada neurona para que emita una respuesta atractiva, repulsiva, de parada…”, dice Herrera.
El proceso empieza a los tres meses de gestación y contnúa durante la vida
Su grupo identificó hace unos años unas moléculas de guía claves para la visión tridimensional. Resulta que esta habilidad tiene que ver con el número de axones que, en su viaje, cruzan de un hemisferio a otro del cerebro. En los mamíferos cada retina envía axones a los dos hemisferios cerebrales. Y se sabe que la visión tridimensional es peor en las especies en que, como los ratones, los axones que cruzan son pocos. En los humanos, que vemos bien en 3D, hay tantos axones que cruzan como axones que no cruzan. Una excepción son los albinos: cada una de sus retinas está conectada sólo con un hemisferio, y el resultado es que tienen problemas con su visión tridimensional; lo que ven ambos ojos no converge en el cerebro.
En el proyecto seleccionado por el ERC, Herrera y su grupo quieren generar un ratón transgénico con un cableado de axones a la corteza visual más parecido al humano “y estudiar las posibles consecuencias positivas que se puedan derivar este recableado”, explica.
Herrera investiga en ratones porque la naturaleza aplica en especies distintas los inventos evolutivos que funcionan bien. Por la misma razón Nuria Flames usa el gusano C. elegans, de apenas unos milímetros de largo. Aunque su investigación tiene que ver con la depresión —humana—.
Flames investiga cómo se forman las neuronas que generan serotonina, una sustancia química que permite la comunicación entre determinados tipos de neuronas con un papel clave en la depresión. Los C. elegans no se deprimen —que se sepa—, pero la serotonina interviene, entre otros procesos, en su comportamiento sexual y la puesta de huevos. “Las neuronas serotoninérgicas están muy conservadas en la evolución”, explica Flames. C. elegans no solo tiene, como los humanos, neuronas que fabrican serotonina, sino que además “lo que necesitan estas neuronas en el gusano es lo mismo que necesitan las humanas”, dice Flames.
Se trabaja con ratones ciegos o gusanos ‘deprimidos’
En la práctica, eso significa que se pueden buscar en el gusano los genes que intervienen en la formación de estas neuronas en humanos. Es lo que hace Flames. Su estrategia es criar muchos gusanos y después provocarles mutaciones aleatorias con productos químicos; la mayoría de las mutaciones caen en sitios del ADN donde no son dañinas, pero si alguna afecta a un gen importante para las neuronas serotoninérgicas se verá en el comportamiento.
Los investigadores se aprovechan de que C. elegans se reproduce rápido para estrechar el cerco a las mutaciones sospechosas, e ir a estudiarlas después en el ratón y, eventualmente, en el hombre. El proceso llevará años y probablemente no acabará con la ayuda del ERC.
Lo que parece claro es que “si no entendemos cómo funciona el sistema no podremos entender qué puede ir mal”, dice Marín, que estudia cómo las neuronas, antes de empezar a extender sus axones, migran desde su lugar de origen en el cerebro embrionario hasta su destino final —un proceso en el que también intervienen moléculas-guía y en el que las neuronas llegan a recorrer lo que para una persona serían decenas de kilómetros—. “Hoy conocemos lo que ocurre cuando algo va muy mal en ese proceso, cuando hay un bloqueo casi absoluto de la migración, pero son casos muy extremos”, explica. “El reto en los próximos años es entender qué pasa cuando hay desviaciones más sutiles. ¿Son ellas las que nos hacen distintos? ¿Tienen que ver con enfermedades como el autismo?”. Él y Beatriz Rico —también en el Instituto de Neurociencias de Alicante— trabajan con dos genes esenciales para la migración de un determinado tipo de neuronas y que, además, se han relacionado con la esquizofrenia.
Pero no hay que confundir genes con destino inamovible. El ambiente, para el cerebro, también cuenta mucho. Desde el aprendizaje al uso de drogas, desde el cariño de los padres al idioma familiar, el día a día esculpe el cerebro. Físicamente. Un hallazgo reciente es que las conexiones entre neuronas, las sinapsis, que constituyen el último ladrillo en la construcción cerebral —el cerebro de un niño triplica su peso en pocos años porque las conexiones se multiplican—, pueden cambiarse mucho más rápidamente de lo que se creía hasta ahora. “A veces en cuestión de horas”, dice Alberto Ferrús, que investiga en el Instituto Cajal (CSIC) por qué unas sinapsis se mantienen y otras no, y cómo afecta eso al organismo.
El puzle tiene millones de piezas, pero encontrar la solución es posible
En este caso, el animal protagonista es la mosca de la fruta, la pequeña Drosophila melanogaster. Ferrús ha creado moscas transgénicas con el doble de sinapsis en las neuronas del sistema olfativo, y también con la mitad. Investiga qué cambia en el comportamiento de los animales. Pero la cantidad no es el único parámetro: hay sinapsis que excitan a las neuronas contactadas, y también que las silencian; hay neuronas que conectan cada una con otras 10.000 neuronas… ¿Qué pasa si se recibe una señal excitatoria, otra inhibitoria… y todo a la vez? “Ahí está el inmenso poder de computación del cerebro”, dice Ferrús. Su tono es admirativo, pero no la admiración del que se rinde ante lo inabarcable. Él cree, como sus colegas, que el puzle del cerebro humano es soluble. (El País)