Cincuentenario

Por Lorenzo Meyer/Agenda Ciudadana

Este año se cumplen cincuenta de la inesperada e histórica movilización de los jóvenes estudiantes mexicanos que demandaban un cambio en el orden político creado por la postrevolución y que concluyó con una represión tan alevosa como brutal. A esa inconformidad la movió algo más que un escueto pliego petitorio: la impulsó el cuestionamiento del sistema mismo de autoridad. Buscó detonar una transformación cultural en toda una gama de estructuras: la familiar, la universitaria, la sindical y, desde luego, en la forma de gobernar. En el 68, la exigencia de cambio mediante movilizaciones urbanas masivas se experimentó en muy diversos tipos de sociedades. La Guerra Fría llevaba ya más de dos decenios de conformar las ideologías y los privilegios a nivel global. En México, al verse desafiado, el orden establecido buscó deslegitimar a los descontentos y justificar su represión, culpando a la «influencia externa». Se negaron a aceptar la otra posibilidad: que la inconformidad surgía de los defectos, las inconsistencias y, finalmente, las injusticias institucionalizadas por una maquinaria de poder asentada en una Presidencia sin contrapesos, en un partido de Estado y en elecciones sin contenido. En Washington, la American Historical Association ha programado para su reunión de este año (4-7 de enero) una serie de paneles en torno al significado del 68 ¡y vaya que tiene materia de estudio! En su programa, el tema de 1968 aparece en 44 sesiones, que van desde la olimpiada en México a la huelga estudiantil en Dakar, el «Black Power», el feminismo o la violencia policiaca de ese año en Japón y en otros países. Desde luego que hay más temas sobre el 68: los choques con la policía de estudiantes y obreros en París, las movilizaciones contra la guerra en Vietnam en Estados Unidos, Berlín o Roma, las manifestaciones por el asesinato de Martin Luther King o contra el «socialismo real» en Praga o Varsovia, etcétera. Al despuntar el 68, en México no había la sensación de estar al filo del agua. Cinco años atrás, el gobierno de Adolfo López Mateos, en una muestra de confianza en el régimen, había ofrecido organizar la olimpiada de ese año. Había riesgos, pero parecían ser más de organización que políticos. Los de México serían los primeros juegos olímpicos que se celebrarían en un país periférico después de los de Grecia de 1896. El reto era enorme: organizar unos juegos a la altura de las potencias centrales. Pero el beneficio político parecía ser mayor: México estaría en el centro de la atención mundial y su régimen postrevolucionario podría mostrar a los medios internacionales las bondades de su «milagro económico», su cultura, la eficacia de sus instituciones de gobierno, y dejar plantada la certeza de que pronto dejaría de ser «subdesarrollado». No era la primera vez que un gobierno mexicano se proponía mostrarse como ejemplo. Poco antes de venirse abajo, la dictadura de Porfirio Díaz lo intentó con las Fiestas del Centenario en 1910. Algo parecido ocurriría en 1968, pero los jóvenes pondrían al descubierto la naturaleza no democrática de su supuesta estabilidad. Como sea, al despuntar el 68 no se veían motivos de zozobra. Los malos entendidos con Estados Unidos por causa de la Revolución Cubana habían quedado atrás. Internamente, las protestas del movimiento médico y de los estudiantes michoacanos entre 1964 y 1966 habían sido acalladas. La pax priista parecía total. Ya se ha contado de muchas maneras cómo, en julio, un incidente entre estudiantes preparatorianos en la Ciudad de México desembocó, gracias a la manera autoritaria y estúpida de enfrentarlo, en grandes movilizaciones como la del 1o. de agosto encabezada por el rector de la UNAM o en la Marcha del silencio del 13 de septiembre. Es aquí donde debe recalcarse que ningún régimen autoritario tolera movilizaciones no promovidas por la propia autoridad. Un desafío como el del 68, aunque sea pacífico, tiene el potencial de demandar más libertades y dar origen a organizaciones independientes, incompatibles con la naturaleza no democrática del sistema (Juan J. Linz, Totalitarian and authoritarian regimes, Boulder: Lynne Rienner, 2000). Si este tipo de regímenes no frena en su inicio a esa clase de movilizaciones mediante la amenaza o la cooptación -y el movimiento estudiantil mexicano organizó su representación para que no pudiera ser cooptada (Luis González de Alba, Los días y los años, 1971)- entonces la represión a fondo es la respuesta de la autoridad. Las primaveras árabes son los ejemplos más recientes de este fenómeno. El régimen mexicano, urgido por el inicio de la olimpiada el 12 de octubre, optó por la salida extrema: la matanza de jóvenes desarmados reunidos la tarde del 2 octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Esa decisión se reafirmaría con una segunda matanza: la del Jueves de Corpus de 1971. El régimen político actual no es el de hace medio siglo, pero tampoco es el democrático que demandaron los entusiastas inconformes del 68. El de hoy es un híbrido disfuncional y que mantiene vivas, en su esencia, muchas de las razones que dieron origen a las movilizaciones del 68 y a su desenlace. Hay pues que reexaminar el 68 para profundizar en la naturaleza de ese conflicto so pena de volver a tropezar con la misma piedra en su cincuentenario.

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