En los medios se le conoce como el caso de «los junior violadores de Veracruz». Se trata de Jorge Cotaita, Diego Cruz Alonso, Gerardo Rodríguez y Enrique Capitaine, también conocidos como la banda de los Porkys. La evidencia en su contra por la violación de una joven de 17 años es contundente: la declaración de ella, los testimonios de las amigas que la acompañaban cuando, saliendo de un antro, los cuatro agresores la subieron por la fuerza a un Mercedes Benz; los estudios psicológicos y ginecológicos de la víctima y los cuatro videos de cada uno de ellos admitiendo su culpabilidad y pidiendo una disculpa a la joven. Cabe destacar que no se trata de videos como los que conocemos, en donde los detenidos confiesan su participación en el delito que se les imputa durante el interrogatorio policiaco, sin presencia de su abogado y muchas veces visiblemente golpeados. En este caso, los jóvenes están en sus casas, se escucha la voz de cada uno de sus papás ahí presentes y no existe ningún ambiente de intimidación.
Según cuenta el padre de la víctima, Javier Fernández, él solicitó dichos videos a los padres de los agresores para que su hija pudiese constatar que éstos estaban arrepentidos. En ese momento, Fernández no estaba pensando en presentar una denuncia penal, sino en la recuperación emocional y psicológica de la menor. Sin embargo, los padres de los agresores, incómodos con el asunto, iniciaron una campaña de difamación contra Fernández y su hija. Ello motivó que, el 16 de mayo de 2015, Fernández presentara una denuncia penal en contra de los cuatro agresores. El fiscal general de Veracruz, Luis Ángel Bravo Contreras, «congeló» la averiguación previa, pues los padres de los Porkys son miembros de la élite política y económica del estado. Ante ello, la semana pasada, Javier Fernández decidió hacer pública la burda complicidad entre el fiscal y las cuatro familias involucradas.
Está claro que en México, tratándose de la élite, se rompe abruptamente la causalidad entre la conducta ilícita y las consecuencias jurídicas. Ello es la esencia del privilegio. La joya de la corona, en términos de estos privilegios, es, por mucho, la procuración de justicia mexicana. En este terreno, pelear contra un miembro de la élite estando en un escalafón social menor, como Javier Fernández, es intolerable para los privilegiados.
Duarte, como la mayoría de los gobernadores, eligió a Bravo Contreras como fiscal no por sus habilidades en la investigación de los delitos ni por su sagacidad en el litigio penal. Bravo Contreras está ahí sobre todo porque brinda certeza a la élite de Veracruz de que para ninguno de sus miembros, salvo que el gobernador lo quiera, habrá responsabilidades penales como consecuencia de sus actos, sin importar la gravedad de los mismos. Los escándalos de corrupción de la entidad están blindados por el fiscal. No habrá consecuencias penales para nadie. En México, el papel de cualquier procurador es principalmente político y no está asociado con la defensa de las víctimas ni con la seguridad pública de los ciudadanos. Su cargo es sobre todo ser un buen garante de la impunidad de los poderosos. Consignar la averiguación previa de los cuatro Porkys, por lo tanto, si bien le podría generar algún tipo de reconocimiento social, en realidad para Bravo Contreras significa no cumplir con su «verdadero» trabajo. Su futuro profesional y su patrimonio dependen centralmente de los «favores» que su cargo le permite llevar a cabo a ese club selecto de los privilegiados de Veracruz.
Ello, repito, no es exclusivo de esta entidad federativa. La procuración de justicia en México es una forma de ejercer el poder. Ese aparato burocrático está diseñado para servir y proteger los intereses de los detentadores del poder. Gracias a ello, las procuradurías están colapsadas para construir acusaciones sólidas para la infinidad de delitos graves que se cometen en el país. En estos casos, la impunidad no es protección, sino consecuencia de la incapacidad institucional. El costo social y económico es enorme, pero reformar a fondo las procuradurías es renunciar al centro fundacional de los privilegios de clase.