Recordar la debacle financiera mexicana de ese tiempo le da” risa” aunque admite su responsabilidad, 15 años después dice que “aprendió la lección”, ahora es Secretario General de la Organización Mundial para la Cooperación y el Desarrollo Económico.
Entrevista en “El País Semanal” España.
En la primera semana de mayo, la OCDE celebró su 50º aniversario con una gran conferencia internacional en su sede, París, a la que asistieron jefes de Gobierno y ministros de Economía de sus 36 países miembros. Paradójicamente, al frente de este «club de ricos» se encuentra un economista y político mexicano, Ángel Gurría, que no se recata al hacer autocrítica por el papel que desempeñaron las principales instituciones internacionales en la prevención de la crisis: «Mirábamos en la dirección equivocada y no gritamos lo suficientemente alto para advertir de la magnitud de la crisis».
A Ángel Gurría le gusta definirse como un servidor público. Y tiene sus razones: más de treinta años en la Administración mexicana, que culminaron con los puestos de ministro de Exteriores y de Hacienda, en Gobiernos del PRI. «Luego pasé al sector privado», bromea, «es decir, estuve privado de despacho, coche, secretaria… hasta que accedí a la Secretaría General de la OCDE, compitiendo con seis candidatos de países ricos».
La entrevista con Gurría se realizó en dos conversaciones en París y Madrid, dentro de su apretadísima agenda. En su despacho del Palacio de la Muette hablamos de su vida y sus proyectos al frente de este organismo internacional. En el restaurante del hotel Palace de Madrid, mientras desayunábamos, entramos en materia sobre la crisis financiera iniciada en 2007 y sus consecuencias para la economía mundial.
La conversación transcurre algo desordenada, con largas respuestas y muchos recuerdos de un hombre vehemente en sus convicciones, apasionado con su trabajo de servidor público, alegre en sus expresiones y convencido de que lo que hace merece la pena. Acaba de cumplir 61 años y el 1 de junio hará cinco como secretario general de la OCDE, cargo para el que ha sido reelegido por otros cinco años. Dice que echa de menos México, adonde viaja dos veces al año, pero que su hogar está con su mujer desde hace 38 años en París. «Tengo tres hijos ya mayores», explica, «que viven en EE UU, Inglaterra y México». Intenta visitarlos en alguno de los cincuenta viajes que tiene que hacer cada año para visitar a sus «accionistas».
«Nací en Tampico, una ciudad del Golfo de México que colinda con EE UU», explica. «Allí se produjo el boom petrolero mexicano antes de la expropiación de 1938. Yo trabajé de chaval, con 14 o 15 años, en la refinería, porque pagaban muy bien. Estuve seis meses y con eso me compré un Volkswagen. Me fui a la Ciudad de México de chiquito, con seis o siete años, y soy capitalino irredento. Yo diría que con una constante, y es que en una ciudad como México había a disposición una serie de servicios que mi madre, en particular, sin ser una persona enormemente educada en lo formal, pero sí con una enorme intuición y deseo de la excelencia, nos incentivó mucho y yo aprendí varios idiomas, taquigrafía, etcétera. Además íbamos a una buena escuela, incluso por encima de nuestro nivel económico, porque mi padre era vendedor de medicinas, aunque luego fue subiendo de nivel y acabó siendo banquero. Mi madre tenía muy claro que había que ir a la mejor escuela y eso nos ayudó mucho después. Yo empecé a hacer trabajos con nueve años, me iba en vacaciones al hotel Hilton de paje y más tarde hacía trabajo de oficinista en pequeñas empresas para ir ganando plata y como diversión».
Sus recuerdos fluyen con entusiasmo y orgullo. «En 1968, con 17 años, en plena crisis mundial y huelgas estudiantiles, entré a trabajar en la Comisión Nacional de Electricidad, como mensajero, como chófer del jefe y también como traductor. Allí me conecté con el servicio público y las finanzas. Ese año estaba yo haciendo unas traducciones de documentos de ventas de bonos en unidades de cuenta europeas (Europa ya estaba intentando crear su propia moneda, ponderando 14 monedas). Desde adolescente empecé a meterme en ese mundo, gracias a los idiomas; había pocos que hablaran inglés, y no digamos francés e italiano, así que les era muy útil y aprendía mucho y viajaba. Crecí en ese mundo financiero internacional».
Gurría explica con modestia que habla seis idiomas y que eso le ha ayudado mucho en su carrera profesional. Estudió Economía en México DF y trabajó en el Banco de Fomento y la Administración de la Ciudad de México. «Después me vine a Inglaterra a estudiar, a Leeds, a hacer mi maestría en Finanzas y Desarrollo, y a la vuelta ingresé en el Ministerio de Hacienda, donde pasé muchos años; volví a Londres como delegado de México ante la Organización Mundial del Café».
De vuelta a México, en 1979, fue sucesivamente subdirector, director, director general, coordinador, viceministro «y después salí a ser presidente del Banco de Importación y Exportación, pasé a ser el presidente de la Nacional Financiera y volví al Gobierno como ministro de Exteriores y después ministro de Hacienda», dice como si nada. Todo un carrerón.
Siempre vinculado al servicio público… Sí. Siempre. La cosa pública ha sido realmente mi vocación.
¿Por qué? Yo ya tenía el vicio. Mi gran ambición siempre fue ser servidor público. Yo creo que es algo que me inculcó mi madre. Nosotros recibimos una educación muy severa en civismo. Por ejemplo, cosas formales: cada vez que el himno nacional se tocaba en la radio o la televisión, nosotros nos poníamos de pie y saludábamos. Mi madre nos obligaba a escuchar el informe anual del presidente; por supuesto, a nosotros nos aburría soberanamente cuando éramos niños, pero poco a poco nos íbamos enterando. El tema de lo público y esa cosa de la capacidad de poder influir en la vida de los demás es muy importante.
Usted es especialmente conocido por su etapa en México, en la crisis de la deuda… La verdad es que yo participé en la gestión de la deuda pública en México durante diez años. Primero, con David Ybarra. En esa época, el trabajo principal que hicimos fue contratar mucha deuda [risas]. Yo era el director de crédito externo, el operador que conocía los mercados, y era conocido en ellos; tenía cierta familiaridad con el arte de pedir prestado y tenía que hacer mi trabajo. Estamos hablando de finales de los años setenta, en que explotó el déficit público y se financió con un fuerte endeudamiento externo. En esa época lo que hacíamos era girar contra los futuros ingresos del petróleo, es decir, la lógica no era solamente de endeudarse, sino que había una certidumbre de que iba a haber enormes ingresos por las ventas del petróleo. Pero lo que pasó es que bajó el precio del petróleo y subieron los tipos de interés de la deuda y, obviamente, se provocó un crunch, sin capacidad de respuesta posible.
O sea, que antes de solucionar el problema, usted contribuyó a crearlo… Pues en cierto modo sí. Lo digo con toda humildad. Fue una época en las que aprendimos mucho de las crisis.
¿Qué lecciones se pueden sacar de las crisis de la deuda de México? Aquel fue un caso bastante clásico de un espejismo y de empezar a gastarse el dinero antes de tenerlo. Yo recomendaría a cualquier país que encuentre materias primas ahora, que se guarde el excedente respecto a lo que habría sido el ingreso normal y que lo guarde para generaciones futuras. Además, en esa época abusamos del déficit fiscal para intentar solucionar problemas. En eso nos parecemos a la crisis actual, porque los déficits son excesivos en todos los países desarrollados.
Y en la crisis actual, ¿qué ha fallado? La crisis actual ha sido muy diferente, desde el momento en que había mucha información dentro de una economía global y abierta. Pero hubo una serie de razones que nos llevaron a la recesión. En primer lugar, se han ignorado las señales y las advertencias. Además, no solo no se querían escuchar estas últimas, sino que además había una actitud promocional por parte de algunas autoridades y reguladores, de un cierto orgullo por decir cuánto bienestar produce nuestra industria financiera, a un tipo de interés bajo y unos plazos de amortización altos… todo muy accesible gracias a que el dinero se reproducía a través de la cadena de derivados y sus cómplices, a los que bendecían los reguladores en EE UU.
Nada que ver con las crisis anteriores… Efectivamente. No se trata de un problema de política económica general. Además, esta crisis no ha afectado casi nada a los países en desarrollo; es una crisis de los países industriales y de su sector financiero. Por eso impactó tanto: porque nos pegó en la santabárbara, como dicen los marinos; debajo de la línea de flotación, justo donde se guarda la pólvora. Exactamente ahí nos pegó el torpedo, provocando una explosión brutal. Más todavía, yo una vez expliqué este contagio de la crisis como el del Ébola, que cuando uno se da cuenta de que ha adquirido la enfermedad hay que cortarle la pierna para sobrevivir.
¿Fallaron los reguladores? Claramente. Un segundo problema es un esquema equivocado, estructuralmente obsoleto de gobernanza económica y financiera, que provocó un gigantesco fallo de los reguladores y de los supervisores, un deficiente gobierno corporativo de los bancos y un manejo equivocado del riesgo. Dos son responsabilidad pública, y dos, responsabilidad privada. Además, la globalización, en lugar de ayudar, acabó de fundir las cosas, produciéndose una negación de la crisis de cada zona hasta que les cayó de lleno.
¿Y las entidades financieras? La crisis nos ha hecho descubrir que teníamos un sistema financiero muy mal capitalizado y muy mal preparado para afrontar un shock de confianza. En esto sí se parece a la deuda latinoamericana de los ochenta, en que hubo que dar un plazo largo a los bancos para que se capitalizasen.
¿Qué lecciones deben sacar de la crisis la OCDE, el FMI, el Banco Mundial y otras organizaciones multilaterales? Claramente no podemos seguir manejándonos con un esquema en el que una organización tiene toda la responsabilidad de manejar un tema económico fundamental de manera exclusiva en nombre del mundo entero. Porque si alguien falla y no hay alternativas, el mundo entero está inerme esperando que alguien más se ocupe. ¿Qué habría pasado si cinco organismos internacionales hubieran compartido esas responsabilidades? O que hubiéramos colaborado más unos con otros. Y digo esto porque me habría gustado que la OCDE hubiera tenido más influencia y más presencia en la resolución de la crisis. Pero había una especie de división del trabajo, en la que incluso la OCDE había abandonado hace diez años el trabajo en el tema del análisis de la deuda de los países miembros. Cada organización tenía unas funciones, que no comentaba mucho con las demás y, lo más importante, no se reforzaban mutuamente, sino que todos queríamos competir por ser los mejores, sin colaborar con los demás. Y eso sin olvidar que todos tenemos los mismos accionistas principales. Por último, todos hemos sufrido una legítima sorpresa por la transmisión del virus y por el grado de globalización de los mercados financieros, que no había sido suficientemente claro hasta que la crisis lo hizo brutalmente evidente. Ahí se vio que hoy el dinero y la información viajan a la velocidad de la luz. Esa parte nos tomó a todos por sorpresa, no solo por la virulencia, sino, sobre todo, por la velocidad de transmisión.
¿Han hecho autocrítica de por qué los grandes organismos internacionales no previeron la crisis? Todos los mecanismos de alerta estaban referidos a los países en desarrollo, no a los países ricos, que son los que causaron la crisis. Ellos no estaban sujetos al mismo grado de rigor por los organismos internacionales. Además, sus propios organismos reguladores y supervisores, en lugar de tomar la posición contraria al riesgo que se estaba tomando, lo estimulaban, lo animaban y actuaban como promotores. Cuando los reguladores se convierten en promotores, en hinchas del sistema financiero en lugar de estar pendientes de los riesgos, hay una confusión del papel que tienen que desempeñar.
¿Se podía haber hecho más? Los organismos internacionales algo levantamos, pero estábamos menos estrechamente vinculados a lo que estaba sucediendo en los mercados, por razón de nuestro propio estatus. Pero claramente no levantamos la voz lo suficientemente alto como para denunciar y preocupar sobre lo que estaba sucediendo, sin que la red de supervisión bancaria de EE UU hiciera nada por evitarlo.
¿Qué tiene que cambiar en la OCDE, a la vista de esta crisis, para poder realizar mejor su trabajo? Yo voy a presentar un documento llamado Orientaciones estratégicas, que lo hago cada año, pero que esta vez tendrá otra importancia porque cumplimos 50 años. Lo principal es preguntarse: ¿ahora qué?, ¿para dónde?, ¿para qué?, ¿con quién? Y las respuestas son complicadas. En primer lugar, aún no hemos salido de la crisis, con un 10% de paro, o un 20% en España. Es verdad que algunos países ya están en la poscrisis, pero muchos otros no. Estamos hablando del legado de la crisis, sus manifestaciones y, por tanto, de la crisis misma, con otra cara… otro disfraz. El coletazo, con la cara humana: el paro de los jóvenes. La cara humana dentro de la tragedia, que amenaza con que una generación entera se nos frustre.
Pero no parece que haya recetas para solucionar ese problema… Nosotros hemos hecho muchos documentos buscando respuestas a la crisis, y los problemas son muy variados. Ahora el debate es lograr el equilibrio entre la consolidación fiscal y el crecimiento económico. Algo nada fácil. ¿Qué hemos aprendido sobre la teoría y la práctica económica? ¿Qué hemos aprendido sobre cómo crear trabajo? Se acabó el espacio de la política monetaria y también el de la política fiscal. En el primero ya se tocó suelo, y en el segundo no se puede seguir echando dinero y billetes a la recuperación, porque tienes un déficit enorme.
¿Cómo se deben conjugar las políticas de ajuste fiscal con las de fomento del crecimiento económico en la poscrisis? Es muy difícil. Es como un funambulista que cruza las cataratas del Niágara andando sobre una cuerda y haciendo equilibrios con una barra. Está claro que hay que hacer consolidación fiscal. Ya ningún país tiene la opción del gasto público para estimular la economía como hace dos o tres años. Esa opción ya no existe, porque se ha agotado. Al principio de la crisis hubo que destinar muchísimos recursos a la estabilidad del sistema financiero. Había que rescatar el sistema, porque la desestabilización era muy severa.
Y entonces llegó la recesión… Efectivamente. La crisis financiera provocó una parálisis económica, los bancos prácticamente dejaron de prestar y se vio que el virus se había contagiado ya por todas partes. Y hubo una segunda concertación, después del rescate financiero, que tiene que ver con el estímulo fiscal. Cada uno tenía sus posibilidades y necesidades, pero todos llevaron a cabo políticas de estímulo fiscal, que tuvieron éxito, porque se ha salido de la recesión. Pero ello ha causado enormes déficits públicos y deuda pública muy alta que ahora hay que corregir.
¿Qué papel desempeñan los mercados en estas políticas de ajuste? Los mercados se han enfocado ya en el tema de lo insostenible de la deuda, han empezado a reaccionar con mucha fuerza. Son como esos proyectiles que buscan el calor: los heat seeking missiles. Los mercados son como weakness seeking missiles, proyectiles que buscan la debilidad, la vulnerabilidad, y allí atacan, se ceban.
¿Cómo afrontar esta tercera fase? Todos los países han quedado exhaustos en sus cuentas públicas y entramos en esta tercera fase en la que hay una convocatoria mucho menos coordinada y orquestada, donde cada cual está haciendo lo que tiene que hacer, o no; cada uno a su velocidad… respecto de cómo aterrizar el asunto del déficit. El problema es que en Europa el crecimiento está por debajo del 2% de promedio; en España, por debajo del 1%, y en EE UU se ha vuelto a frenar en el último trimestre. Sigue frágil la recuperación mundial y es vulnerable y, al mismo tiempo, los mercados están al acecho por el endeudamiento. Esto quiere decir que el asunto de escoger si uno sigue en el estímulo fiscal o no ya no es opción. Se tiene que dar una señal muy clara de qué es lo que uno va a hacer, no solo en materia fiscal, sino también estructural. Ahora resulta que la pregunta no es solo cómo va cada país a ajustar sus presupuestos, sino también cómo va a crecer.
¿Qué hacer? Hoy, los responsables de la política económica tienen un reto de una complejidad, unas dimensiones y unas variables como nunca, en donde ya se agotó el margen de maniobra monetario, ya se agotó el margen de maniobra fiscal, y ¿qué queda…? Pues lo estructural. Tendremos que volver a lo de siempre, lo que ya sabíamos que funciona, pero que lamentablemente no da resultados de un día para otro.
¿Cuáles son las reformas más urgentes? Esa pregunta es la más importante que nos debemos hacer. Y las respuestas hay que buscarlas en las reformas estructurales en educación, salud, innovación y desarrollo, crecimiento verde, competencia, mercados de trabajo, mercados de productos, estructura de los impuestos (que muerdan menos en la creación de empleo y en la inversión y más en consumo y propiedad)… todo ello combinado con las rigideces de la macroeconomía.
¿Los organismos internacionales están en condiciones de dar respuestas a la crisis? Deberían poder. Es lo que yo llamo un observatorio para la coherencia de las políticas públicas: que el Banco Mundial, el FMI, la OIT, la OMC y la OCDE nos pongamos de acuerdo en una red de intercambio, de polinización mutua, de fertilización de ideas, para que no nos vuelva a pasar esto y para que nosotros como organizaciones cumplamos mejor nuestra obligación. Si seguimos con la especialización de cada organización, cada uno sigue encerrado en su torre de marfil publicando sus informes y recomendaciones… y al final seguiremos sin ver que venía un camión sin frenos y que nos arrolló a todos. Es un problema de diseño de la arquitectura de la gobernanza internacional, cuyo mando le toca, por supuesto, a los líderes políticos a través de organizaciones internacionales (G-20, G-8…), pero exige más cooperación entre todos.
¿Qué pediría de regalo de 50º cumpleaños de la OCDE? Yo lo que le pido al mundo entero es que nos sigan pidiendo que sigamos esforzándonos en nuestro trabajo de análisis y acción, que nos conozcan más y que nos admitan en su casa. Y también que nos apoyen en nuestro trabajo de servicios. Nosotros somos un instrumento para los países.
¿Ya no son un club de ricos? Michelle Bachelet dijo cuando Chile entró en la OCDE: «Se decía que la OCDE es un club de los países ricos, pero no lo es; es un club de las mejores prácticas». Eso es lo que queremos ser. Se dice que somos un think tank, pero queremos ser un do tank. Porque nosotros no hacemos solo el diagnóstico y se lo entregamos a los países, sino que tenemos un diálogo vivo con los responsables de las diferentes políticas, para pedir acción. Estamos constantemente en contacto con los países.
¿Cómo definiría el papel que debe desempeñar la OCDE? Está reflejado en nuestra misión: generar mejores políticas públicas para una vida mejor. Así de fácil. ¿A través de qué? A través de promover una economía mundial más fuerte, más limpia (ambiental y de justicia) y más justa (combatir la desigualdad). Eso es lo que hacemos nosotros. Y todo ello, para la acción. Somos una organización intergubernamental que da servicio a los 36 miembros y a una cantidad creciente de no miembros. Ahora ya trabajamos con América Latina, el sureste asiático y África. Dentro de veinte años, el 60% del PIB será de los países emergentes, y eso no hay que olvidarlo.