Los anónimos poblaron gran parte del hermoso discurso de la premio Cervantes 2013, quien eligió escribir la historia de los que nadie habla, de los que pasan por la tierra sin dejar huella.
Por Miguel A. Delgado/Abc
Ni Dulcinea, ni Maritornes, ni Teresa Panza. Al recorrer los personajes quijotescos con los que indentificarse, Elena Poniatowska huyó de lo previsible para reclamarse como una Sancho Panza femenina, probablemente el que más se identifica con la anónima sabiduría popular, la que atesora un conocimiento que se hunde en la noche de los tiempos.
Y fueron los anónimos los que poblaron gran parte del hermoso discurso de quien nació princesa y eligió escribir la historia de los que nadie habla, de los que pasan por la tierra sin dejar huella. Tras recordar a García Márquez, «que dio alas a América Latina, porque antes de él éramos los condenados de la tierra» y a las tres mujeres que la antecedieron en el galardón (María Zambrano, Dulce María Loynaz y la «hermosa y descreída» Ana María Matute), comenzó un recorrido por esos anónimos que construyen la verdadera historia de México y del mundo.
Historias de mujeres como Sor Juana Inés de la Cruz, mujer de Dios en un México en el que «hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse», y que a pesar de eso osó preguntarse, armada con instrumentos astronómicos, si había algo más allá de ese cielo estrellado, algo que le ayudara a entender «el sentido último de lo que veía», y por lo que sufrió el repudio y el castigo.
El sufrimiento de las mujeres
Sor Juana, sólo el primer paso en un sufrimiento de mujeres que continúa hoy en día, y que se ejemplifica en las mujeres anónimas asesinadas en Ciudad Juárez, pero también en «las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas», que «declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por un garrafón de alcohol». O mujeres con nombres más conocidos, pero que también lucharon por conquistar su destino: Tina Modotti, pionera en las transfusiones de sangre, Rosario Ibarra de Piedra, activista en contra de la desaparición de personas, o Leonora Carrington, que abandonó la élite artística neoyorquina para vivir en un México del que desconocía hasta el idioma.
Como ella misma, que llegó a un país que, de niña, la deslumbra: «me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: ‘Zona por descubrir’. En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano». Pero sobre todo, descubre el territorio de un idioma, que no es sólo el español más académico («Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra ‘gracias’ y pensé que su sonido era más profundo que el ‘merci’ francés»), sino las palabras que hablaban de un mundo más antiguo, anterior a los conquistadores: «¿Cómo iba a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutrimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados»
El pueblo mexicano
Eran el pueblo que desarrollaba el ingenio en miles de oficios que van desapareciendo, de asombrados jóvenes que oyen el sonido del tren y sueñan con ir algún día en alguno de ellos. Un pueblo que abandonó el pueblo y se amontonó en ciudades donde pierden hasta el nombre, y donde hasta la esperanza del tren se ha convertido en algo siniestro que puede matar: «Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado ‘La Bestia’ con el sólo fin de cruzar la frontera a Estados Unidos».
Y allá, en el poderoso vecino del Norte, que intenta comerse a toda América Latina, pierden hasta lo que fueron: «El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: ‘Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más’. Habría sido mejor que dijera ‘un limpiabotas venido a menos». Y es ese pueblo, sin nombre incluso cuando muestra su heroicidad socorriendo a las víctimas del terremoto de 1985 («póngame nomás Juan», le decían a la reportera que también es Poniatowska), «el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador o de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos».
Finalmente, además de recordar a los mexicanos que la antecedieron (Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco), y los que merecieron antecederla (Rosario Castellanos, María Luisa Puga y José Revueltas), así como a su «gran amor platónico» Luis Buñuel, tuvo tiempo de reivindicar el efímero, y en realidad casi anónimo oficio del periodismo: «las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba siempre temprano en la mañana si había llegado el ‘Excelsior’, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia».
La Humanidad, centro de gravedad
Al final, como decía su esposo, el «estrellero» (astrónomo) Guillermo Haro, lo que queda es lo que ya viera Jorge Manrique en sus famosas coplas, la certeza de la muerte, que ejemplificaba en las jacarandas florecidas, las mismas que «cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección».
A continuación, el ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, trazó el retrato de una mujer singular: «Testigo, relator y partícipe, en su escritura late siempre un impulso de fidelidad hacia sí misma en primer lugar y hacia el México que eligió como territorio de su combate por la justicia en segundo lugar. Pero tal vez la aportación más valiosa de su proteica obra sea su rescate de la palabra del pueblo, esa oralidad nada impostada que surge poderosa de obras de un inmenso valor testimonial como ‘Hasta no verte, Jesús mío’, en el que –como señaló Juan Villoro–, ‘sus monólogos integran un tejido donde el habla popular roza la metafísica’».
Cerró el acto el Rey, quien también tuvo un recuerdo muy especial para García Márquez, como previamente había hecho Wert, y resaltó cómo el galardón reconoce asimismo a la «’Generación de Medio Siglo», así como la importancia de México en cuanto «potencia literaria». Y destacó cómo «la Humanidad es el centro de gravedad de la obra de Elena Poniatowska. La necesidad de dar voz a los desfavorecidos, de poner en evidencia las contradicciones del progreso, de denunciar la discriminación social y toda clase de injusticias».