Sergio hizo que nos diéramos cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias
Por Elena Poniatowska/El País
A Pitol le impresionó que la colombiana Milena Esguerra, esposa de Tito Monterroso durante algunos años, le dijera que si él lo permitía, acabaría esclavizado hasta a un par de pantuflas. Por eso él nunca se esclavizó a nada, aunque claro, le encantaba el gran escritorio que se trajo como diplomático de Rusia o las pinturas que compraba en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, siempre voló alto y que si escogió Jalapa fue porque la amaba.
Huérfano a los cuatro años (su madre se ahogó en el río Atoyac) nunca sospechó que se convertiría en un veracruzano admirable. Toda su vida giró en torno a los cañaverales de azúcar, cafetales y palmeras al viento del ingenio Potrero en el que trabajó Jorge Cuesta, recién casado con Lupe Marín.
Siempre quiso que su legado fuera para la Universidad Veracruzana. Recuerdo con gratitud que su editorial universitaria publicó Lilus Kikus y otros cuentos en Ficción, que él fundó. Ahora en que el otoño ha llegado para la generación de escritores de los treintas, al legado de Sergio Pitol hay que atesorarlo. Sergio, que supo domar a la divina garza y reír a carcajadas con sus falsas tortugas y sus Marietas Karapetiz, se lanzó a bailar sin pantuflas un vals Mefisto al ver que su vida de viajes libertarios terminaba (los últimos viajes fueron a Cuba con la esperanza de una curación) y decidió que el sitio que más amaba era Jalapa, Veracruz. Cuando hace años Emmanuel Carballo le pidió a Sergio que escribiera su autobiografía precoz, nunca adivinó que sería el Premio Cervantes 2005. Sergio Pitol tampoco sabía cuál sería su destino; a los 33 años, tenía que ganarse la vida pero a diferencia de todos, el navegante Pitol abandonó el puerto de catástrofe llamado Ciudad de México, se dirigió al puerto dónde se halla la barca de oro y con todas sus velas desplegadas, se lanzó al mar siguiendo ese hilo que fue el de la voz de su abuela Catalina Deméneghi, quién le llenó la cabeza de fantasía al leerle cuento tras cuento a un niño palúdico y convertirlo en un pensador ya que a los 12 años, Sergio había leído La Guerra y la Paz.
Pitol llegó a Polonia, pero por debajo de la corteza terrestre y emergió en Kanal de Andrzej Wajda, acuático y terrible, con el gran manto negro del que vive en las entretelas, conoce la utilería, los espectros, y regresa del infierno. El Vals Mefisto lo bailó Sergio en el Hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul, en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores al borde del Rin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa, en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron el mismo sonambulismo, Asia central no lo sacó de sí mismo, inmerso en su vida interior, inmerso en su escritura, en sus larguísimos diálogos, primero con otro aparecido-desaparecido Juan Manuel Torres y después con su gran amigo Enrique Vila Matas, en improbables escenarios que se prendieron a su traje y poco a poco fueron convirtiéndolo en El mago de Viena.
De la boca de su abuela Catalina, de sus palabras, de ese puente humano, viajó hacia otras aguas, y río arriba remontó la corriente, braceó entre las masas burocráticas que salen a las cinco de la tarde, atravesó de un lado del río a la otra orilla, se internó en la selva negra, tradujo a China, tradujo a Polonia, tradujo a Hungría, a Checoslovaquia y demostró como antes lo hizo Luis Cardoza y Aragón que su ideal de vida era escribir solo acerca de lo que le gustaba o llamaba la atención. Así, a lo largo de su vida ha permanecido al margen de modas y de grillas, apasionado de sus amigos, de sus recuerdos y de sus libros.
La autobiografía de Sergio Pitol que ahora se llama Memoria y abarca los años de 1933 a 1966 es un hermoso libro blanco y puro de la editorial ERA que su amigo Marcelo Uribe quién siempre le dio un trato de respeto y cariño puso en sus manos. Después de la primera autobiografía de Jiménez Siles y la segunda que publicó Almadía con el título de Una autobiografía soterrada éste precioso volumen que lanza la editorial ERA es una travesía en la que Pitol cuenta su propio cuento, el que viaja a nuestro lado a lo largo del tiempo.
Llama la atención que los cuentos de Sergio Pitol sean siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, autobiografías revisadas que le van descubriendo poco a poco lo que él mismo es, nunca nada es directo, uno tiene que desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, Jack in the box broma que salta a la cara, pastelazo, víbora que pica cuando uno cree estar a punto de domesticarla.
Cuatro textos son sus cuatro puntos cardinales: Vals de Mefisto, Nocturno de Bujara, El viaje y El mago de Viena. Cuando Sergio obtuvo el Cervantes en 2005 y vino de Jalapa a México para hacerse unos trajes y recibir el premio vestido de príncipe, me confió después de una comida: “Creo que me dieron el premio por mi libro: El mago de Viena”.
En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: “Por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva psicológica que no me interesa llenar”. A Margarita, Sergio le enseñó a unírsele secreta, subterráneamente, a aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria. A ambas, a Margarita García Flores y a mí, Sergio nos comunicó su placer de narrar, nos hizo ver que escribir es engarzar reflejos, nos explicó que su prosa es una trenza de hilos, un tejido de asociaciones y reflexiones, un surtidero de imágenes. E hizo que nos diéramos cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias.
Ahora en que el otoño llegó a la generación de los treintas, Sergio Pitol conoció en las calles de su ciudad Jalapa el reconocimiento de los habitantes que se lo disputaban para felicitarlo. Saberse muy querido le dio una alegría tan grande como el Himno a la Alegría de Beethoven que él amó porque su inclinación también abarcó a la música que escuchaba mientras escribía.