Las lecturas de este domingo presentan el amor de Dios como algo esencial, que debe estar en la cima de nuestra escala de valores y debe ser amado “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente (Mt 22, 37). Y el amor al prójimo es señal y verificación del amor a Dios, haciendo así del ser humano, un reflejo de la dignidad y la grandeza del mismo Dios.
San Agustín dice que el corazón es el centro de la vida y late permanentemente. El alma es el primer principio de la vida y mueve todo nuestro ser. Y la mente es la facultad que pensando mide la esencia y la propiedad de las cosas. Y Dios nos ha dado el corazón, el alma y la mente para que podamos dirigirnos hacia él y podamos amarlo siempre.
Dios hizo al hombre para amarle. Toda la razón de ser de nuestra vida se resume en esa vocación de amar. Pero ese amar no consiste en pasarse todo el día mirando el Cielo y diciendo una y otra vez “Dios mío, te quiero”. Debemos hacer actos explícitos de amor, es cierto; pero Dios espera que mostremos amor hacia él, cumpliendo lo que nos manda, viviendo de manera sabia y responsable.
Al primer mandamiento, el Señor agrega un segundo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” La novedad de la respuesta de Jesús sobre el amor al prójimo es que lo coloca inmediatamente después del amor de Dios, y en realidad los pone juntos. Por ello, en su carta, San Juan dice que si alguien dice que ama a Dios y no ama a su prójimo, es un mentiroso.
El Señor nos pone al prójimo como objeto de nuestros cuidados. Quien guarda la voluntad de Dios se convierte en guardián de su hermano. La obediencia a Dios, fruto y expresión del amor que le tenemos, nos hace reconocer en el prójimo a los hijos que Dios ama; y nos pide amarlos como Dios quiere, es decir, como nos queremos a nosotros mismos.
La medida, no podía quedar más alta; pero, habiéndonos Dios exigido una obediencia por amor, no debería resultarnos tan difícil. El que ama de verdad, siempre querrá amar más, y no le costará.
No puede ser más sencillo el camino que hemos de seguir para vivir con dignidad y alcanzar la perfección. No hay más que un mandamiento: amar, y siempre amar; amar y amar a todos; y amarlos por amor de Dios. De la perfección con que se cumpla este mandamiento dependerá la perfección de nuestra vida cristiana. Porque se pueden hacer cosas por propaganda o por intereses de todo tipo; pero se pueden hacer también por verdadero amor. Eso es lo que Dios nos pide.
La obediencia debida a Dios es cuestión de amor; sólo «queriendo» de verdad se satisface «el querer de Dios». El obediente a la voluntad de Dios, se distingue del simple siervo, porque éste «ama» a quien obedece. Y Dios no quiere siervos, sino amigos que de verdad le amen.
+ Juan Navarro Castellanos
Obispo de Tuxpan
AMARAS A DIOS Y A TU PROJIMO
Las lecturas de este domingo nos presentan el amor de Dios como algo esencial, una realidad que debe estar en la cima de nuestra escala de valores. Dios debe ser amado “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente (Mt 22, 37). El amor al prójimo es señal y verificación del amor a Dios, haciendo así del ser humano, un reflejo de la dignidad y la grandeza del mismo Dios.
El Evangelio de hoy está tomado de San Mateo y nos revela que la enseñanza de Jesús molestaba a muchos. Lo demuestra la actitud de algunos grupos de activistas que se confabulaban para hacerlo caer en alguna trampa, y poder así denunciarlo ante la autoridad. Un doctor de la ley, para ponerlo a prueba, pregunta a Jesús acerca del mandamiento más grande de la Ley. Los escribas contaban nada menos que 613 mandamientos, de éstos 365 prohibiciones y 248 preceptos.
Amar a Dios con todo el corazón. Ante la pregunta, Jesús dice que toda la Ley de Dios se resume en dos mandamientos: el primero y más importante consiste en el amor incondicional a Dios, a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda nuestra mente.
San Agustín dice que el corazón es el centro de la vida y late permanentemente. El alma es el primer principio de la vida y mueve todo nuestro ser. Y la mente es la facultad que pensando mide la esencia y la propiedad de las cosas. Y Dios nos ha dado el corazón, el alma y la mente para que podamos dirigirnos hacia él y podamos amarlo siempre.
Dios hizo al hombre para amarle. Toda la razón de ser de nuestra vida se resume en esa vocación de amar. Pero ese amar no consiste en pasarse todo el día mirando el Cielo y diciendo una y otra vez “Dios mío, te quiero”. Es cierto que se deben hacer actos explícitos de amor, pero lo que Dios espera principalmente de nosotros es que le mostremos su amor hacia él, cumpliendo con lo que nos manda, asumiendo nuestra vida de manera sabia y responsablemente.
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero a continuación del primer mandamiento, el Señor agrega un segundo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” La novedad de la respuesta de Jesús sobre el amor del prójimo es que coloca el amor al prójimo inmediatamente después del amor de Dios, y los ubica en el mismo nivel. Por ello, en su carta, San Juan dice que si alguien dice que ama a Dios y no ama a su prójimo, es un mentiroso.
La primera lectura, de Ex 20-23 –el código de la alianza- nos hace ver que ya en el AT se entendía la exigencia del amor al prójimo, sobre todo al necesitado –el forastero, el huérfano, la viuda- , y eso se percibe como manifestación necesaria de la fidelidad a Dios, que mostró su amor liberando al pueblo de la esclavitud de Egipto. Podemos decir que el bien o el mal que se hace al prójimo, se hace, en cierto modo, al Señor mismo. Eso quedará más claro en el NT.
La virtud teologal de la caridad. La importancia de los mandamientos depende de la relación que guarden con la caridad. No puede haber un criterio más simple y más exacto para juzgar nuestra virtud y nuestra santidad. No puede ser más sencillo el camino que debemos seguir para alcanzar la perfección. Hay un mandamiento fundamental: amar y amar a todos por amor de Dios. De la perfección con que se cumpla este mandamiento dependerá la perfección de nuestra vida cristiana. Porque se pueden hacer cosas por propaganda, por intereses de todo tipo, pero se pueden hacer también por verdadero amor. Eso es lo que Dios nos pide.
La obediencia debida a Dios es cuestión de amor; sólo «queriendo» de verdad se satisface «el querer de Dios». El obediente a la voluntad de Dios, se distingue del siervo, porque éste «ama» a quien obedece. Y Dios no quiere siervos, sino amigos que de verdad le amen. Lo esencial en el cumplimiento de la ley, no es tanto el seguimiento escrupuloso y detallado de un código de normas, cuanto el motivo profundo y generoso en las acciones y actitudes y los beneficiarios hacia quienes se proyecta nuestra obediencia: Dios y el prójimo.
Si son queridos o amados de verdad, todo lo que hagamos por ellos, va a ser cumplimiento de la voluntad divina; si los motivos que impulsan nuestras acciones y actitudes tienen fines o motivos egoístas, está de más el cumplir la ley.
El dinamismo del amor. El evangelio de hoy nos parece como muy sabido; el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, son deberes fundamentales del creyente. «Tan bien» sabemos el primer mandamiento, que con frecuencia nos sentimos libres de cumplir o no todos los demás. No nos resulta difícil convencernos que en el fondo queremos «bien» a Dios. Pero prestamos poca atención, nos quedamos en la puerta sin entrar y no entendemos lo que Él quisiera de nosotros, no llegamos a descubrir su voluntad.
A los «buenos cristianos», les basta querer amar a Dios, sin preocuparse por «hacer» su voluntad; por eso, no ponen mucha atención en los mandamientos de Dios. Dios espera de nosotros una obediencia que nazca en el corazón. Al «patrón» se le teme y por eso se lo obedece. Al Padre se le obedece porque se lo quiere de veras y sin esperar nada a cambio. Hoy sería bueno preguntarnos qué es lo que nos mueve a cumplir con Dios y a hacer su voluntad, ya que así descubriremos cuanto nos importa Dios y si, en realidad, lo amamos. La observancia de la ley de Dios es cosa del corazón. Y precisamente por eso, porque Dios ama a todos sus hijos, quiere que nos amemos unos a otros.
Eres guardián de tu hermano. El segundo mandamiento nos pone al prójimo como objeto de nuestros cuidados. Quien hace la voluntad de Dios se convierte en guardián de su hermano. La obediencia que debemos a Dios nos hace reconocer en el prójimo a los hijos que Dios ama; y nos pide amarlos como Dios quiere, como nos queremos a nosotros mismos. La medida, no podía quedar más alta; pero, si amamos a Dios por amor, no debería resultarnos tan difícil.
Si hoy no nos preocupa tanto la obediencia a Dios, como en el tiempo de Jesús, ¿no será porque no le queremos tanto como sucedía en aquellos tiempos? Jesús nos pide amar a Dios como norma de vida para que «amemos a Dios mientras le obedecemos»; así se facilita nuestra obediencia. Jesús pide, además, que «amemos al prójimo como si fuéramos nosotros mismos», para que «nos encontremos a nosotros mismos mientras nos cuidamos de él»; así también ha quedado facilitada la obediencia.