El 6 de abril de 1923, Javier Bueno visitó al que, por entonces, no era más que un líder fascista desconocido
Por Manuel P. Villatoro/Abc Historia
«Él sabe cuál es la psicología del pueblo, porque viene del pueblo y sabe cómo se debe actuar para impresionarle». Con esta acertada y premonitoria frase definía el periodista español Javier Bueno (usando el seudónimo de «Antonio Azpeitua») el carácter de un joven y desconocido líder fascista con el que había mantenido una entrevista: Adolf Hitler. Sin embargo, no lo hacía en un diario alemán de la época imposible de encontrar en España, sino en las páginas del ABC del 6 de abril de 1923, un periódico que, en aquellos días, celebraba su 20 aniversario.
Corría por entonces una época dura para Alemania pues, tras haber sido derrotada en la Primera Guerra Mundial, se veía obligada a pagar las llamadas «reparaciones de guerra» a sus antiguos enemigos. El descontento reinaba, rápido y furioso, entre unos ciudadanos sometidos económicamente al yugo extranjero y a una contienda pasada. Esa fue, precisamente, la piedra angular en la que se basaron multitud de movimientos nacionalistas para adquirir simpatías entre la población y esa fue, a su vez, la forma que tuvo un joven y no muy conocido Adolf Hitler de catapultarse hacia el estrellato y ganar adeptos para su recién formado Partido Nacional Socialista Alemán.
Esa Alemania llena de resentimiento fue el lugar seleccionado por Bueno para entrevistarse con un Adolf Hitler que no contaba más de 34 años. Su nombre, al igual que su causa, no era aún más que un trazo de tinta que no había adquirido el significado de hecatombe que tiene en la actualidad. Por ello, el periodista de ABC se limitó a calificarlo como un mero «líder del fascismo bávaro».
No obstante, en el rato que el reportero conversó con él, tuvo la oportunidad de analizar –casi como si pudiera ver el futuro-, sus características más destacadas: «Hitler, falto de cultura y de preparación científica, no puede expresar ideas sirviéndose de conceptos abstractos; por eso recurre al ejemplo simplista, al símil, a la comparación de cosas concretas. Acaso en esto esté su fuerza para impresionar a las multitudes. Afirma rotundamente, sin admitir la duda, sintiéndose poseedor de la verdad absoluta».
Con todo, no hay nadie que pueda contar mejor este encuentro que el propio Javier Bueno:
«La casa de un ex almirante que a falta de barcos de guerra, dirige ahora la sección de política internacional en un periódico de Múnich, fue el lugar elegido para nuestra entrevista con Hitler. Esta casa se encuentra en Bavaria Ring, la gran pradera donde las Sociedades gimnastas y escolares se inician, se entrenan, se adiestran en ejercicios y deportes que tienen un cierto sabor militar. Abril ha tapizado de nuevo la pradera. Cuando puntualmente llegamos a la cita, el ex almirante nos dice:
-Escribí a Hitler; pero no sé si mi carta llegaría a tiempo, ni si Hitler estará en Múnich. Es hombre de actividad asombrosa; aparece y desaparece cuando menos lo esperan sus partidarios; nadie puede decir dónde está; surge como un fantasma…
«Es hombre de actividad asombrosa; aparece y desaparece cuando menos lo esperan sus partidarios; nadie puede decir dónde está; surge como un fantasma»
El ex almirante no es uno de esos que aquí llaman rábanos. Los rábanos son los rojos por fuera y blancos por dentro. El ex almirante es francamente monárquico, enemigo de la República y de los hombres que, sinceramente o por razones oportunistas, la defienden, cualquiera que sea el matiz del campo político en que actúen. Aunque su levita de paño negro no tiene galones dorados en las mangas ni anclas en el cuello, sigue siendo almirante. A falta de insignias, conserva el gesto, las frases breves y secas que suenan a órdenes, el apéndice capilar del mentón, complemento reglamentario del uniforme de la Armada.
Mientras Hitler llega, bebemos té y el ex almirante me traza a grandes rasgos la historia del héroe fascista. Tiene treinta y cinco a treinta y siete años; nació en Austria, en la frontera alemana; fue soldado raso durante la guerra; es hombre con rudimentaria instrucción…
Suena un timbre lejano, y llega hasta la estancia el rumor de pasos amortiguados en las alfombras del pasillo.
-¡Hitler!- exclama el ex almirante, orgulloso de que el héroe haya acudido a su llamamiento.
Unos golpecitos en la puerta, y sin esperar el permiso de entrada, aparece Hitler. Intentaré su retrato. Alto, ancho de hombros, musculoso, vestido como un funcionario subalterno. Cabeza grande sobre cuello de toro; fuertes maxilares inferiores, ojos azules muy a flor del rostro, que expresan exaltación, violencia, agresividad, ambición, seguridad de dominio. Debajo de una nariz plebeya, cuyas ventanas son exageradamente grandes, el bigote, de cerdas como púas, ha sido reducido al mínimum por el rasurado.
Aunque el ex almirante, al presentarnos, precisó nuestra condición y el objeto de la visita, Hitler nos mira receloso, desconfiado. Al principio, la conversación se entabla entre ellos dos, y mientras, queremos descubrir las cualidades morales e intelectuales del héroe. Hitler parece preocupado, obsesionado por un solo problema: el de obtener recursos para su obra. Se queja de cierto retraso de las sumas que le prometieron para activar el reclutamiento y atender a las necesidades de su gente.
«Hitler parece preocupado, obsesionado por un solo problema: el de obtener recursos para su obra»
-Así no puedo continuar- exclama, imperativo y amenazador-, el tiempo corre, los acontecimientos se precipitan; yo necesito dinero, dinero, mucho dinero…; si no…
El ex almirante intenta calmar su impaciencia.
-Sí; tendrá usted todo el dinero que necesite. Esos señores comprenderán que es urgente…
Cuesta trabajo conseguir que Hitler abandone el tema del dinero para explicarnos su programa, su ideología, sus métodos redentores. Cuando al fin lo logramos, Hitler se convierte en un torrente de oratoria violenta, tempestuosa, atronadora. Su odio furioso va todo contra el marxismus, el marxismus de la derecha y de la izquierda. El conoce el marxismus porque fue socialista. Los procedimientos que los adversarios burgueses del marxismus emplearon hasta ahora para combatirle le parecen absurdos y torpes. El sabe cuál es la psicología del pueblo, porque viene del pueblo y sabe cómo se debe actuar para impresionarle. Hitler, falto de cultura y de preparación científica, no puede expresar ideas sirviéndose de conceptos abstractos; por eso recurre al ejemplo simplista, al símil, a la comparación de cosas concretas. Acaso en esto esté su fuerza para impresionar a las multitudes. Afirma rotundamente, sin admitir la duda, sintiéndose poseedor de la verdad absoluta.
-Con los antiguos oficiales, los estudiantes y los trabajadores que fueron soldados me basta para mi obra.
Su obra proyectada es hacer que resucite el espíritu de 1914 en el pueblo alemán. Y está convencido de que, aplastando al marxismus, resurgirá lo que desapareció entre los escombros de la catástrofe. Evolución de ideas, contraste de principios, aparición de otras fuerzas, todos estos factores no entran en los cálculos de Hitler. Tampoco toma en consideración circunstancias que han modificado y cambiado el sentimiento de la unidad nacional ni las escisiones y antagonismos que para nosotros son evidentes.
«El programa de Hitler es una extraña mezcla de nacionalismo intransigente y dictadura revolucionaria»
El programa de Hitler es una extraña mezcla de nacionalismo intransigente y dictadura revolucionaria, que tiene muchos puntos de contacto con el Soviet. Mientras declara la guerra sin cuartel al marxismo, proclama la necesidad de un ataque al capital. Hitler quiere abolir el parlamentarismo, pero acepta el principio democrático; afirma que la tierra no puede ser materia de especulación; niega la libertad de la Prensa y la obliga a ser propagandista del credo que él tiene por único verdadero; el teatro, el cinematógrafo, las modas femeninas han de estar sometidos a una censura previa… En las explicaciones verbales de Hitler se advierte la misma confusión y la incoherencia que habíamos señalado en el programa impreso que ha lanzado hace pocas semanas.
Y en cuanto al crítico momento presente, Hitler no propone un remedio; se contenta con gritar en la plaza pública la gravedad de la situación. Un alemán de espíritu muy sutil y cultivado nos había dicho: «La actuación de Hitler en el momento presente puede representarse así: Hay un enfermo muy grave, y, cuando todas las autoridades científicas estudian su mal y buscan el plan curativo, llega a la habitación del paciente un mozo de cuadra y empieza a vociferar desde el balcón: ¡Se muere! ¡Ya casi no respira! ¡Está en las últimas! Y el vocerío y el escándalo pueden acabar con las últimas energías del enfermo».
Hitler, que posee potentes cuerdas vocales, se ha puesto de pie, y la estancia es pequeña para el estruendo de su palabra y la agitación de sus brazos. A cada momento tememos por la vajilla que está sobre la mesa, y en cada instante esperamos ver llegar a la vecindad alarmada. Con el rostro congestionado, los puños que golpean a enemigos invisibles, evoca el momento de la guerra contra los que se le opongan. Las enormes ventanas de su nariz parecen oler ya la sangre…
«En las explicaciones verbales de Hitler se advierte la misma confusión y la incoherencia que habíamos señalado en el programa impreso»
Ha terminado la entrevista. Mientras nosotros nos ponemos el sobretodo, Hitler se cuelga una pistola que había dejado a manera de bastón o paraguas en el perchero. Salimos a la calle. En la esquina está su automóvil.
-Si quiere usted, le llevaré adonde se proponga ir- dice. Y luego añade: -Pero debo advertirle que a mi lado se corre algún peligro.
-Acepto su ofrecimiento -contesto-; más temo perderme en este barrio que no conozco.
Por el camino me pregunto: ¿Cuál es el grado de la influencia que este hombre ejerce y dónde?»