La investigación que le valió el galardón a científico mexicano en 1995 sigue siendo de vital importancia para el mundo. A propósito de su deceso, vale la pena recordarla.
Milenio Digital
La edición 2020 de los Premios Nobel, que ya anunció a los ganadores en las categorías de Medicina, Física y Química, y falta por exponer a los de Literatura, Paz y Economía, hace que surja el recuerdo del científico mexicano José Mario Molina, quien obtuvo la presea que se entregó hoy (Química) en 1995.
Además, con el sorpresivo anuncio de su muerte, que resulta una coincidencia triste ante el reconocimiento otorgado por la Fundación Nobel, vale la pena recordar su notable investigación sobre la capa de ozono; estudio que, por la situación mundial de riesgo climático, no ha perdido vigencia.
«Antes de entrar a la secundaria ya me fascinaba la ciencia. Aun recuerdo mi emoción cuando vi por primera vez paramecios y amibas a través de un microscopio de juguete más bien primitivo. Convertí entonces en laboratorio un baño de la casa que apenas usábamos y pasé largas horas ahí entreteniéndome con juegos de química. Con la ayuda de una tía, Esther Molina, que es química, seguí realizando experimentos más desafiantes en la línea de aquellos realizados por estudiantes de química de los primeros años de universidad», reveló el científico nacido en 1943 sobre cómo surgió su interés por la ciencia.
En 1960, su gusto por conocer y experimentar lo llevó a matricularse en la máxima casa de estudios de México como ingeniero químico. Posteriormente siguió preparándose en instituciones de Alemania y Estados Unidos, hasta que en 1973 se unió al equipo del profesor Sherwood Sherry Rowland como becario de posdoctorado.
«Sherry me ofreció una lista de opciones de investigación; el proyecto que más me atrajo consistía en averiguar el destino de ciertos productos químicos industriales muy inertes —los clorofluorocarbones (CFCs)— que se habían estado acumulando en la atmósfera, y que no parecían tener para entonces ningún efecto significativo en el medio ambiente», contó Molina.
Este estudio, que se publicó el 28 de junio de 1974 en la revista Nature, fue el que cambió no sólo la vida de Molina, sino la de todo el mundo, pues, «advertimos que los átomos de cloro producidos por la descomposición de los CFCs destruyen por catálisis al ozono»; alertaron sobre el peligro que corre el escudo protector de la Tierra debido a la contaminación.
«Cuando elegí por vez primera el proyecto de investigación sobre el devenir de los clorofluorocarbonos en la atmósfera, fue simplemente por curiosidad científica. No consideré en ese momento las consecuencias ambientales de lo que Sherry y yo comenzábamos a estudiar. Me emociona y me mueve a humildad el que pude hacer algo que no sólo contribuyó a nuestra compresión de la química atmosférica, sino que también tuvo profundas repercusiones en el medio ambiente global», señaló el científico.
En 1985, con el descubrimiento del agujero en la capa de ozono sobre la Antártida, el estudio de Molina, Rowland y Paul Crutzen volvió a cobrar relevancia, pues incidió en las firmas del Convenio de Viena y del Protocolo de Montreal.
«Paul Crutzen, Mario Molina y Sherwood Rowland han sido pioneros con sus contribuciones para explicar cómo se forma y se descompone el ozono a través de diversos procesos en la atmósfera. Más importante aún, han demostrado de esta manera la sensibilidad de la capa de ozono a la influencia de las emisiones antropogénicas de ciertos compuestos. (…) Los investigadores han contribuido a nuestra salvación de un problema ambiental global que podría tener consecuencias catastróficas», fue lo que destacó la Fundación Nobel en el comunicado que emitió en 1995 para informar que el mexicano y sus dos colegas habían sido elegidos para recibir el galardón de Química.
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