El evangelio de hoy es una continuación de la parábola del administrador injusto, que comentamos el domingo pasado. Jesús había dicho que no se puede servir a dos señores, que «no se puede servir a Dios y al dinero». El texto de Lucas añade que «oyeron todo esto los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él». Casi a continuación viene la parábola del Rico Epulón y el Pobre Lázaro.
Los estudiosos de la biblia insisten en que el contenido de esta parábola estaba ya presente en una fábula egipcia y en la literatura rabínica judía, y que Jesús pudo adaptar fácilmente esa historia a su propia enseñanza. Un rasgo llamativo de la historia es el hecho de que es la única parábola en que se da nombre a un personaje, Lázaro -en hebreo, Eleazar, que significa «Dios ayuda»-. En cambio, el rico carece de nombre, aunque lo llamemos «epulón»; se dice que banqueteaba espléndidamente; que era un buen comedor, un epulón.
La parábola refleja esa idea tan frecuente en las fábulas populares, del cambio radical en la vida de los personajes; podríamos decir que da «la vuelta a la tortilla». Con la muerte de los dos protagonistas se da un cambio total: el que banqueteaba espléndidamente -como los samaritanos acusados por Amós comiendo las terneras del establo y bebiendo vinos generosos- desearía ahora que le mojaran los labios con la punta del dedo; por el contrario, al que no llegaban ni las migajas de los banquetes, y cuyas llagas eran lamidas por los perros, vive la felicidad en el seno de Abrahán.
La interpretación no es adecuada, porque parece indicar que el destino de los pobres es resignarse a vivir la paciencia de Lázaro, contentarse con su suerte, y esperar que, al final de su vida, se voltee la tortilla. Para muchos sería ver la religión como opio del pueblo, que adormece dolores y suaviza injusticias, porque en la otra vida todo cambiará.
Los comentaristas del evangelio insisten en que no es este el significado de la parábola de Jesús. Tampoco debe entenderse como si su mensaje fuera primariamente de salvación o condenación. Notemos que la palabra traducida por infierno es el sheol del antiguo testamento, que en el libro de Henoc venía descrito como formado por unos compartimentos contiguos, cercanos podríamos decir, para los buenos y los malos que estaban a la espera del juicio y la resurrección general. A esos compartimentos vecinos parece aludir el texto del Evangelio, al afirmar que no se podía pasar de un espacio al otro.
Como podemos ver, el mensaje de la parábola es continuación del mensaje que nos ofrecía el Evangelio del domingo pasado, de esa incompatibilidad entre el servicio a Dios y el servicio al dinero; sigue resonando esa frase de que nos hagamos amigos con el «dinero injusto» para que así nos reciban en las moradas eternas.
Notemos que del que hemos llamado epulón no se dice nada negativo; podía haber sido un saduceo, así como un fariseo, perfecto cumplidor de la ley; que además de banquetear, ayunara en los días indicados; que además de bebedor de vinos diera el diezmo exigido.
Lo único negativo que se dice es que, desde las mesas de sus banquetes, no era capaz de ver al pobre Lázaro que estaba a la puerta de su casa y que deseaba alimentarse no con las algarrobas que daban a los cerdos, como el hijo pródigo, sino, aunque fuera, de las migajas que caían de la mesa del rico, «pero nadie se las daba». Ese fue el pecado del rico epulón: el vivir como los ricos de Samaria, acostados en lecho de marfil, tumbados sobre las camas, canturreando al son de las arpas…, sin darse cuenta que el pobre estaba a su puerta.
Y ese es el mensaje de Lucas: el dinero lleva adherida siempre una trampa, un veneno, que nos insensibiliza, nos adormece y nos hace insensibles ante el dolor que está a la misma puerta de nuestra casa. El dinero tiene esa trampa que nos empuja hacia una espiral del más, del tener cada vez más, que nos encierra dentro de nosotros mismos y nos hace insensibles ante el dolor ajeno.
Y es verdad que esa actitud puede darse no sólo en el que tiene mucho; también puede estar presente en el que tiene poco, pero arde en deseos de riqueza.
También es cierto que entre los pobres, en los barrios, colonias y rancherías, allí entre los que no tienen casi nada, existe una gran generosidad, un gran desprendimiento, y una gran disponibilidad para compartir lo poco que tienen y que tal vez no lo hacen quienes tienen un poco más. Y podemos decir, tal vez, “es que si tengo algo es porque lo cuido”. Y claro hay que cuidad, hay que ahorrar, pero hay que saber compartir
Vivimos días difíciles: las noticias hablan de desempleo, de crisis económica, de robos y más problemas económicos. El problema es complejo y no se trata de incidir en la demagogia, pero, ¿qué pasa cuando nuestra actitud a flor de piel es encerrarnos en nuestro miedo a la austeridad y cerrar nuestros oídos a las voces de los más pobres?
Hay que decirlo con toda sinceridad y con toda claridad: para cualquier cristiano consciente de su dignidad como persona y como discípulo de Jesucristo, esas personas más pobres de Africa, de Sudamérica, de las periferias, las colonias o tal vez algunos vecinos de aquí cerca, esos seres humanos más empobrecidos, desorientados o esclavizados por la droga, el alcohol u otros vicios, esos vecinos son la actualización de ese Lázaro que Jesús presentó en el evangelio.
Hagan amigos con el dinero injusto. Es lo que han hecho tantos hombres a lo largo de los siglos que han sentido una felicidad mucho mayor dando y compartiendo en lugar de retener y acaparar de manera ambiciosa.
Han entendido bien el mandamiento de amar a los demás como Dios nos ha amado; han entendido que más que dueños de lo que tenemos, somos administradores de lo que dios ha puesto en nuestras manos.
Ese es el mandamiento, sin duda exigente, pero profundamente humano y, a la vez, lleno de espiritualidad y belleza, que hoy nos regala el evangelio.
No olvidemos nunca el sabio criterio que Jesús nos dejó: “busquen primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá por añadidura”.
Es evidente que el dinero ha de estar en la añadidura, por más que lo necesitemos a cada momento. Pero es herramienta, es un medio, nunca un valor fundamental, aunque siempre indispensable.
Hay valores que están más a la base y, por ello, son los fundamentos sólidos de nuestra existencia: la vida misma, la gracia de Dios, la santidad, la verdad, la justicia, el amor, la paz.
Son aspectos que nunca debemos olvidar; y claro, todos los días hay que talonearle para conseguir la añadidura de la casa, el vestido, la comida; pero claro, motivados por lo primero, por lo que da fortaleza y valor a nuestras vidas.
+ Juan Navarro C. / Obispo de Tuxpan