El Evangelio nos narra el regreso de los discípulos de Emaús a Jerusalén. Recordemos que Cristo se hizo pasar por un transeúnte más que recorrió el camino junto con ellos, y que además “les explicó los pasajes de la Escritura que se referían a El”.
Luego permaneció con ellos y “cuando estaba en la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Fue en ese momento cuando los discípulos de Emaús lo reconocieron … pero enseguida desapareció.
Vemos que Jesús tomó la iniciativa y se hizo cercano a estos discípulos que desertaban de la comunidad. Llevaban dolor y amargura en su corazón, pensando sin duda que todo se había perdido y que sólo había sido una falsa ilusión, un sueño pasajero. A esos discípulos tristes y abatidos, el resucitado les da la mejor lección de la sagrada Escritura de todos los tiempos.
Y a los demás discípulos que permanecían en Jerusalén, encerrados en su pequeño sótano, paralizados por el miedo, les reanimó sus corazones y les dio fortaleza para salir adelante. El resucitado disolvió la división que se estaba gestando entre los discípulos.
Les abrió los ojos y lo reconocieron
A los dos que regresaban a Emaús les abrió los ojos y los iluminó primero con la luz de la Palabra y luego lo reconocieron al partir el pan. Ellos dos, después de la “comida juntos con el Señor”, regresaron a Jerusalén y contaron al grupo lo que les había pasado y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Este pasaje del Evangelio tiene relación con la Misa. La Liturgia de la Eucaristía se desarrolla con una estructura que se ha conservado a través de los siglos y que comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica. Estos momentos son:
= La Liturgia de la Palabra, que comprende las lecturas, la homilía y la oración universal.
= La Liturgia Eucarística, que comprende el Ofertorio, la Consagración y la Comunión.
Mesa de la palabra y de la Eucaristía
La Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística constituyen “un solo acto de culto”, según nos lo dice el Concilio Vaticano II (SC 56). En efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
Es lo mismo que sucedió camino a Emaús: Jesús resucitado les explicaba las Escrituras a los dos discípulos, luego, sentándose a la mesa con ellos “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc. 24, 13-35).
Eso hacemos nosotros ahora, obedeciendo el mandato del Señor y buscando su luz en la escucha de su Palabra, reconociéndolo y alimentándonos en la mesa de la Eucaristía, donde El se nos da como alimento para el camino de la vida. Es la forma como hacemos nuestra la salvación que Jesús nos ha conseguido con su pasión, muerte y resurrección. Aprovechemos el don de su Palabra, el don de la Eucaristía y perseveremos viviéndola intensamente cada domingo.
Veamos las lecturas
Las Lecturas de este domingo nos hablan del amor misericordioso de Dios, al darnos el Señor una gran muestra de cercanía y amor. En esta primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se convenzan que realmente ha resucitado.
Les disipa todas las dudas que pueden tener y que de hecho tienen en sus corazones. Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está allí vivo en medio de ellos. Como no les bastaba ver las marcas de los clavos en sus manos y pies, les da una prueba adicional: les pide algo de comer, y come.
Luego les recuerda cómo él les había anunciado todo lo que iba a suceder y estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las Escrituras con su muerte y resurrección. Y ya al final les dice que ellos son testigos de todo lo sucedido y les habla de que “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados debe predicarse a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”.
Volver la mirada a Dios
Y eso hacen los Apóstoles. En la Primera Lectura (Hech. 3, 13-19) tenemos un discurso de Pedro quien, aprovechando la aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación del tullido de nacimiento, hace un recuento de cómo sucedieron las cosas y cómo fue condenado Jesús injustamente: “Israelitas: … Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.”
Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido, Pedro les habla de la misericordia de Dios que les ofrece el perdón: “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes … Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.
Arrepentimiento y perdón
En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) también San Juan nos habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados. “Les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo. Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”.
Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los pecados. Esa condición, no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo. No se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se nos habla, más bien, de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo único que nos exige el Señor.
Misericordia y conversión
Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de no volver a ofender a Dios. A esto lo que llamamos “propósito de la enmienda”. Pero, si a pesar de nuestro deseo de no pecar más, volvemos a caer, el Señor siempre nos perdona: 70 veces 7 (lo que no significa el total de 490 veces) sino todas las veces que necesitemos ser perdonados.
¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta voluntad permanente del Señor para perdonarnos? ¿Nos damos cuenta del gran privilegio que es el sabernos siempre perdonados por él? ¿Medimos, de verdad, cuán grande es la Misericordia de Dios para con nosotros que le fallamos y le faltamos con tanta frecuencia?
+ Juan Navarro C. / Obispo de Tuxpan