Qué fue Hitler? ¿Cómo pudo Alemania caer en sus manos? ¿Qué hizo posible algo tan monstruoso? Setenta años después de su muerte, el «Führer» sigue siendo, como dijo Churchill, un «acertijo recubierto por un enigma y envuelto en el velo de un misterio». Nuevos estudios y biografías, sobre todo en Alemania, tratan de desentrañarlo.
Por Luis Meana/Abc Cultura
Ningún idioma de cuantos existan tiene sustantivos y adjetivos suficientes para expresar con palabras lo que fue este hombre, trauma máximo del siglo XX y eje fatídico sobre el que giró su obsesivo delirio. Precisamente a ese hombre es a quien ahora la historia le concede, en uno de sus retornos cíclicos, la gracia, maldita, de la rememoración. Cuando se cumplen 70 años de su desaparición, el mundo vuelve a recordar cómo murió en ese búnker de Berlín que fue su fugaz tumba antes de que sus restos se volviesen fuego y cenizas sobre el cemento de un patio inhóspito. Y vuelve la interminable riada de biografías monumentales, esta vez con las 1.296 páginas, recién publicadas en alemán, de Peter Longerich, biógrafo también de otros herrumbrosos nazis. Páginas y páginas de erudiciones que no resuelven casi nada.
Quizá deberíamos hacer aquello que hizo Karl Kraus en «La tercera noche de Walpurgis» –ya en 1933– ante esa «aparición del infierno», y que explica con la frase cortante y sarcástica que abre el libro: «Sobre Hitler no se me ocurre nada». Lo que viene a significar esto: que en un sujeto así no procede perder una sola palabra. Aunque, para no querer decir nada, escribiría un libro entero que es un trágico recorrido por aquella barbarie en la que participaron activamente buena parte de los más conspicuos intelectos. Lo que confirma el cruel pronóstico del mismo Kraus: que un «zapatero bohemio» tiene más capacidad de pensar que un «pensador neoalemán», desprecio que podemos imaginar a quién iba dirigido.
Así que estamos ante aquella contradicción que destacó en su día Ernst Nolte: «¿Debe concedérsele a Hitler, a tantos años de su muerte, una vez más ‘la palabra’ después de que el mundo entero se vio obligado a meterse en una guerra para hacer enmudecer definitivamente la voz ronca de ese furioso demagogo?». Seguramente no. Pero un silencio como ese sería concederle demasiado a quien no merece nada. Ni siquiera el descanso eterno.
Disparo en la boca
Estamos, sin duda, ante un caso único. Este «arquitecto de la ruina» no tiene comparación con nada. Ni con el huno Atila, llamado «el azote de Dios», ni con Gengis Kan, ni con ningún otro devastador, por terrible y salvaje que haya sido. No hay monstruosidad comparable a las suyas: por gigantescas, por arrasadoras y por descerebradas. El mundo está aún lleno de los efectos de sus monstruosidades.
Si somos sinceros, debemos confesar que no somos del todo capaces de explicar una aberración tan gigantesca. Por decirlo así, supera cualquier lógica. Hitler es la degeneración de lo monstruoso hasta el punto en el que ya no es posible degenerar más. En él confluyen los mayores cretinismos, los peores sentimientos, las peores «filosofías», los peores mitos… En ese sentido, es lo «Entarte» (palabra que tanto usaba para calificar el arte que despreciaba), lo «degenerado».
Es cierto que conocemos casi todos los detalles de su vida y de su muerte. Sabemos también mucho de nuestra historia hasta él y desde él. Pero sabiendo todo eso, no somos capaces de desentrañar lo principal: cómo fue posible aquel monstruo. Y en esa cuestión fundamental seguimos tan confusos hoy como el día de su suicidio en el búnker de Berlín, con aquella parafernalia que organizó para no caer él, y su esposa «in articulo mortis», Eva Braun, en manos de las tropas rusas que los tenían ya acorralados: el disparo en la boca, el acopio de gasolina, la quema de sus cadáveres. Por citar al clásico, seguimos en nuestra «docta ignorancia».
El Rey de «la sucursal del infierno en la tierra», así llamó Joseph Roth a Hitler
Se han hecho múltiples intentos de desentrañar tan enrevesado misterio. Para descifrarlo, se han escrito miles de biografías y extraordinarios análisis: K. Heiden, A. Bullock, E. Voegelin, J. Fest, S. Haffner, I. Kershaw o E. Jäckel, por citar a los más valiosos. Temo a pesar de todo que, para desentrañar ese «acertijo recubierto por un enigma y envuelto en el velo de un misterio» (como dijo Churchill en otro contexto), tengamos que acabar recurriendo a lo sobrehumano.
Estamos ante una especie de demonio. Ya Rudolf Diels escribió un libro titulado «Lucifer ante Portas». Y el historiador F. Meinecke dijo que con Hitler entró en la historia alemana el «principio satánico». Es cierto. Es también cierto, como advirtió con extrema irritación el gran politólogo austriaco emigrado Eric Voegelin, que esas analogías con el demonio derivan muy fácilmente en un cómodo propósito de no analizar y de «disculpar» al monstruo mediante el subterfugio de declararle «demoniaco».
Ya Zweig explicó, aplicándolo a Hölderlin, Kleist y Nietzsche, lo que son esas fuerzas infernales: algo «fuera de lo humano que actúa sobre ellos», «un poder por encima del propio poder» que los arrastra y cautiva. Y el mismo Goethe había explicado antes lo «demónico» en un famosísimo pasaje de «Poesía y verdad».
Pura destrucción
Moraleja, equivocada: nadie puede nada contra lo demoniaco. Con lo que podemos dar a Hitler por «exculpado». Evidentemente, eso es una patraña, como advirtió severamente Voegelin. Creo, sin embargo, que la analogía con los demonios sigue siendo una clave para tratar de hacer comprensible a un sujeto que, por su naturaleza, es casi incomprensible.
Aunque con una matización. Paul Tillich estableció hacia 1926 una aguda distinción entre lo «demónico» y lo satánico. Para él, lo «demónico» mezcla siempre dos potencias contrapuestas: una fuerza creadora y otra destructora. Cuando lo «demónico» no tiene casi componente destructor y todo es fuerza creadora, estamos ante la genialidad. Cuando ocurre totalmente lo contrario, estamos ante lo satánico. Con el lenguaje de Tillich, lo satánico es lo negativo en estado puro. O sea, Hitler: la pura destrucción sin ápice de creación.
Por tanto, Hitler no es un demonio, ni siquiera «el» demonio; es lo satánico. Lo vio, con fina perspicacia, el pobre Joseph Roth, una de sus víctimas, con aquella insuperable fórmula: el Rey de «la sucursal del infierno en la Tierra». Por cierto, el mismo Tillich advierte, ya entonces, de que el nacionalismo es uno de los demonios del presente, que se está transformando, por la sacralización que hace de lo propio, en satanismo y pura destrucción. Como se ve, no aprendemos demasiado.
Según Ernst Jünger, el «Führer» fue la cerilla que le faltaba al polvorín alemán
Setenta años más tarde, el enigma que vuelve a torturarnos es el que tortura al mundo desde 1933: ¿qué fue Hitler? La pregunta esconde tres cuestiones distintas: una pregunta a los alemanes –¿cómo pudisteis caer en sus manos?–; una pregunta a la historia –¿cómo «permitiste» algo tan «monstruoso»?–; y, por fin, una pregunta a nosotros mismos: ¿seremos así de inhumanos? Pero la cuestión determinante no es Hitler, sino Alemania. ¿Cómo fue posible que un detritus así llegase al poder, no ya de una nación insignificante, sino, como lo formuló con prosopopeya H. Heine, de un «pueblo que ha inventado la pólvora y la imprenta y la «Crítica de la razón pura»?
Muy sencillo, aunque extremadamente complejo. Un deseo ciego. Un atroz espejismo. Un sueño alemán. Para entender qué es un sueño alemán recurramos otra vez al gran especialista, Heine: «En fin, nosotros [los alemanes] soñamos, pero lo hacemos a nuestra manera alemana, es decir, filosofamos. Y en concreto, no sobre las cosas reales… sino sobre las cosas en sí mismas, sobre los fundamentos últimos de las cosas, y sobre sueños transcendentales y metafísicos…». Y eso es lo que ocurrió: que se entregaron al sueño alemán, que duró casi cincuenta años.
No es ceguera
Delirio de sí mismos, delirio de su misión histórica, delirio de la propia raza y valor, delirios que son la consecuencia última de multitud de «filosofías» putrefactas que duraron casi siglo y medio. Lo expresó muy bien el gran historiador Ranke: «No es ceguera, no es ignorancia lo que envenena a personas y a pueblos. En general no suelen tardar mucho en percatarse de adónde lleva el camino elegido. Pero existe en ellos un impulso, una compulsión, generada por su naturaleza y reforzada por el hábito, a la que no logran resistirse, y que los empuja hacia adelante mientras les quede un resto de energía. Divino es quien se controla a sí mismo. Pero la mayoría ve ante sus ojos su ruina, y se lanza a ella».
Es difícil explicar mejor lo que le ocurrió a Alemania. A toda esa maraña de ideas y sentimientos que condujeron al nazismo sólo le faltaba una cosa: el demonio que los despertase. O sea, Hitler. Como Adán y Eva en el Paraíso de Milton, los alemanes hicieron un pacto con la serpiente y cayeron cautivos de increíbles fantasías aberrantes, de trucos y engaños malabares, de apariencias sin realidades. Ese pacto satánico convirtió a un indigente austriaco en «Führer» de la Gran Alemania. Y la cosa fue hasta tal punto incomprensible que el mismo mendigo asistía totalmente asombrado a lo que estaba ocurriendo, hasta que, con tanto «bel canto», acabó por creerse sus propias fantasías enfermas. Y ocurrió entonces lo inevitable: que estalló el mundo. Que es lo que pasa cuando un país se deja embelesar por un fantoche.
Karl Kraus resumió su opinión con estas palabras: «Un nuevo payaso, ¿cómo llegó aquí?»
Lo vio con extrema finura intuitiva su coetáneo Chaplin, tan coetáneo que había nacido sólo cuatro días antes que Hitler, en «El gran dictador»: un don nadie histriónico, un caricato nervioso e histérico, un «Carlitos» creyéndose Federico el Grande de Prusia. Ese es el delirio: que un mísero mendigo fuese tomado por príncipe. Ernst Jünger –que sentía un gélido desprecio por los nazis– da en «Radiaciones» una clave: fue la cerilla que le faltaba al polvorín alemán.
Quiso la historia, tan cruelmente caprichosa, situar en el mismo pináculo del poder de una de las naciones más importantes de la Tierra a este horrible fantoche. Porque eso fue Hitler, un payaso, un histrión insólito, por más que mil análisis y demostraciones intenten convencernos de lo contrario. Casi todos sus biógrafos y analistas, incluso los más críticos, han visto en ese histrión satánico «genialidad» política. Como puede comprobarse leyendo el inaceptable retrato que le hizo en los años 60 el reputado medievalista E. Schramm. O lo que escribe el objetivo biógrafo inglés Allan Bullock, quien lo considera un «genio político por malvados que hayan sido los frutos», y le atribuye «dotes fuera de lo común».
Otro de sus grandes biógrafos, Fest, le cree «un organizador muy capacitado del poder», un psicólogo y «con todas sus fracturas, vacíos y rasgos inferiores, una de las apariciones públicas más extraordinarias de su tiempo». Incluso la persona que quizá mejores reflexiones ha hecho sobre él, Sebastian Haffner, escribió: «Tras 1933 se confirmó como un gestor enérgico, imaginativo y eficiente». Hasta cree que «como puro atleta de logros fue quizá más fuerte que Napoleón». Y el fundador del «Spiegel», el tan crítico, despiadado y brillante Rudolf Augstein, consideró también en su día que Hitler tenía «genialidad» política y era un hombre con cualidades muy destacadas.
Lógica «líquida»
Es este un ciego impulso «justificatorio» que brota seguramente de la propia vergüenza, y que trata de taparse con la maquinaria lógica de un silogismo averiado. Premisa: una nación tan culta como Alemania no puede ser engañada por un imbécil notorio. Hitler la engañó (a ella y a Europa). Luego no era un imbécil notorio, sino que tenía dotes extraordinarias. Es esta una lógica «líquida» con el mismo rigor que la repetida cantinela de que «algo tendrá el agua cuando la bendicen».
Son muchos, y muy ilustres, los expertos que, callada o explícitamente, han caído babosamente en esa trampa. Estalló con Hitler una insólita idolatría –el «mito Hitler»– que infectó no sólo a sus conmilitones, sino también a media Europa. Hay ejemplos sangrantes. De los alemanes baste citar la babosa mitología sobre sus penetrantes ojos azules y su mirada magnética, o sobre la inmensa cultura y saber de un hombre que… ¡no había acabado la escuela primaria! De los extranjeros podemos citar los increíbles embelesamientos de Chamberlain. Por ejemplo, le dijo a su hermana Ida en 1938: «Pese a la dureza y crueldad que me pareció ver en su rostro, tuve la impresión de estar ante un hombre en el que se puede confiar una vez ha dado su palabra». Nunca se pudo confiar en su palabra, que había incumplido numerosísimas veces; por ejemplo, en la anexión de Austria.
Pueden tan ilustres autores encontrarle a Hitler las gracias que deseen. Pero cualquiera que estudie con cierto cuidado sus «ideas», vea sus fotos, analice sus discursos, observe atentamente su mímica, sus gestos, su voz, sus poses, su forma de vestir, descubrirá enseguida que algo rompe la magia: una increíble chabacanería mental, un títere narcotizado, un personaje de una opereta baja y trágica, la marioneta sin ideas de un guiñol de pasiones nacionales y personales locas.
Alemania pactó con la serpiente y cayó cautiva de increíbles fantasías aberrantes
Toda esta valoración negativa no es caprichosa, ni nueva. Cuenta con abundantes e ilustres antecesores: un colega de K. Löwith lo caracterizó, ya antes de 1933, de «mago imbécil». Thomas Mann lo llamó sarcásticamente «hermano Hitler». El gran satírico alemán K. Tucholsky dijo: «El hombre no existe en absoluto; sólo es el ruido que él mismo causa». El lugarteniente de Hitler y luego enemigo Rauschning escribió: «Es el tipo de mozo que ayuda a un camarero de un merendero de las afueras quien ejerce aquí de «Führer» carismático». Y Kraus resumió escuetamente: «Un nuevo payaso, ¿cómo llegó aquí?». Uno de sus más importantes biógrafos, Heiden, titula un capítulo «para persona, inservible». Y M. Frisch escribió años más tarde: «Nunca merece llamarse destino a algo, sólo porque ella –la imbecilidad– haya sucedido».
Pero fue quizá E. Voegelin, que siempre lo consideró, y con razón, no causa sino efecto del «estado chatarra en el que se encontraba el pueblo alemán», quien le puso el adjetivo más atinado: «stultus», el estulto. Y lo argumentó así: «Hitler no fue relevante, incluso si se le considera un político con brillo. La relevancia consiste en algo más que el talento de un médium capaz de aprovechar la imbecilidad y la degeneración ética de otros para sus fines». Aunque, hay que añadir, no fue un simple «stultus», fue un estulto especial: con máximo grado de narcisismo, máximo grado de criminalidad y máximo grado de estulticia.
El puño del destino
Quiso, a pesar de todo, el dedo absurdo de la historia caer, como un rayo perdido, sobre el estulto. Y con eso el caricato interpretó el dedo como una señal del cielo en el que no creía. «El puño del destino golpeó sobre la mesa», escribió solemne. Probablemente, ni el rayo cayó sobre él, ni el rayo tenía más sentido que un simple azar. Pero en ese rayo vio él, confuso visionario como era, la llamada desesperada de la patria. Y allí estaba él, erguido, para convertirse en el salvador de Alemania, en donde ni siquiera había nacido. El hombrecillo satánico se creyó sus fantasías. En realidad fue el salto ciego y osado hacia adelante de un marginal que no tenía oficio ni beneficio y que no sabía qué hacer con su vida. «Él es… como un desgastado perro callejero que busca un dueño…», dijo de él un amigo cuando comenzaba su destino.
No es el hijo del pueblo, como se ha dicho tantas veces, sino más bien el «mammón» del ejército que, hambriento, chupa ansioso de sus pechos. La guerra y las infanterías fueron el único sitio en el que se sintió a gusto: le extasiaba la milicia. Disfrutó y fue feliz en la Gran Guerra, infierno en el que este desnortado encontró sentido a su vida. Hecho que no conviene olvidar. Así que años más tarde, allí estaba él, el «Führer» esperado, para transportar a los alemanes de la negra nube de la perdición al futuro resplandeciente del destino histórico.
Para lograrlo usó todo lo que tenía a mano: la eficacísima oratoria, el puré ideológico del nacionalismo y del antisemitismo, la sensación de orden que emanaba de los uniformes, las antorchas, los estandartes, la «militarización» de la vida civil, y toda esa parafernalia de sus huestes «pardas». Todo eso sirvió para transmitir la sensación de que había, por fin, un hombre fuerte. Y para redondearlo echó mano, masivamente, de la propaganda: la repetición continua de mentiras, la ideología única que, como un mantra tibetano, se repite y repite hasta que el cerebro es incapaz de percibir otra cosa. Y, cuando eso no fue suficiente, utilizó sin ningún miramiento la violencia, los atentados y las encarcelaciones. O la explotación del miedo: el bolchevismo, las violaciones de «nuestras» mujeres por los rusos, el judío que «bastardiza» la raza. Y después las invasiones, las anexiones y los pulsos. Al final, la jaula de hierro quedó cerrada definitivamente. El delirio era ya completo. Como dijo el 15 de marzo de 1939 a sus secretarias: «Chicas, ahora que me dé cada una un beso… Es el día más grande de mi vida. Pasaré a la historia como el alemán más grande de cuantos han existido». Comenzaba el acto final del delirio wagneriano.
Chaplin, en «El gran dictador», vio lo que era Hitler: un don nadie histriónico
Provenía este pigmeo de un ángulo bastante oscuro del Imperio Austro-Húngaro. Y de unas enigmáticas brumas familiares que nunca se han disipado del todo: bastardías extrañas, inscripciones registrales cambiadas entre hermanos decenios después de ocurridos los hechos causantes. El primer misterio de esas brumas familiares es el nombre, probablemente de origen checo. Que parece ser una variación tardía de otro anterior, pues durante decenios se habían llamado, o bien Hiedler, o bien Hüttler, hasta que el nombre se convirtió, casi de repente, en Hitler. La familia se llamó también durante algún tiempo Schicklgruber, el apellido de su abuela.
Entre las brumas han quedado para siempre las razones que haya habido para todo eso. Las brumas, especialmente las biográficas y familiares, le acompañaron siempre, y puso un empeño muy intenso en que no se disipasen. Nació este Hitler/Hiedler a las seis y media de la tarde de un Sábado Santo, extraña paradoja, en una taberna en Braunau an Inn; es decir, en la orilla del río Inn, en la misma frontera entre Austria y Baviera. Nació este hijo del delirio en abril de 1889, casi en el año de los tres káiseres. Fue corista y monaguillo, y allí descubrió la importancia de la liturgia y se le «apareció» la monumentalidad de la Iglesia.
Examen: insuficiente
Estaba Austria plácidamente quieta y creía que iba a seguir así eternamente hasta el día aquel en el que un osado profesor de una más que venerable institución –la Academia de las Artes de Viena– escribió del examinado Hiedler/Hitler, quien se sentía llamado a la bohemia artística, una concisa frase que tendría consecuencias infinitas: «Examen: insuficiente». Y con un punto de crueldad, añadía: «Sin objeción posible… no [tiene] capacitación para la pintura». El golpe fue demoledor. Desde esa hora giró Hitler hacia la profecía, y, sin darse cuenta, se convirtió en profeta de la destrucción resentida del mundo. Esa amarga herida de Hiedler/Hitler le costaría al mundo una explosión mucho más grave que la atómica.
El mundo estaba parado en un ayer de cartón piedra y en una dorada estabilidad que era pura apariencia. En realidad, predominaban, desde antes de la Gran Guerra, la fragilidad, las angustias históricas y las inseguridades más profundas. Reinaba el vacío, el agotamiento y un melancólico aire de hundimiento. A esa monumentalidad vacía la llamamos Imperio Austro-Húngaro. Se compone de muchas cosas; la principal, Viena, sus valses y su Ringstrasse, que tanto impresionó a Hitler desde la primera vez que la vio. En esa Viena hueca hallaría Hitler su vocación, y el resto del mundo su tragedia.
Allí encontró él, y lo sorbió ávidamente, el antisemitismo más crudo de Ritter von Schönerer; allí se encontró con el nacionalismo de un país que soñaba con el Reich alemán; allí sintió en propia carne la experiencia terrible de la más extrema marginación social y conoció los fondos más bajos –durmió, sin dinero, en parques y calles, vivió en asilos para indigentes–; y en Viena descubrió, con asombro y veneración, el arte que tiene el socialismo para manejar a las masas, conocimiento que aplicaría milimétricamente en el nazismo. Pero en Viena reencontró, sobre todo, a Wagner. Sus obras le abrieron los ojos a la importancia de las grandes escenificaciones y al rancio nacionalismo de los héroes nibelungos.
Uno de sus más importantes biógrafos, Heiden, titula un capítulo «Para persona, inservible»
Con todos esos elementos –o con sus detritus– cocinó un infumable comistrajo fanático y ario-heroico del que se alimentó durante decenios, y con todos esos ingredientes se lanzó al mundo para conquistarlo, o más bien para arrasarlo. A esa extraña e indigerible bazofia la llamó él mismo, en «Mein Kampf», su «fundamento granítico». De fundamento tenía poco, y de granítico nada, era más bien basura putrefacta y restos «filosóficos» descompuestos. Sólo faltaba un elemento para que fuera operativo: el resentimiento. También se lo regalaría Viena.
De esa Viena huyó profundamente herido al verse despreciado por aquel ambiente altamente clasista. Necesitaba un escenario y la historia le iba a regalar el más grande: el Reich alemán hundido en 1918. De Viena saltó el dolido caricato a una mísera y pequeña habitación en «la Atenas del Isar», es decir, en Múnich, ciudad más abierta y bohemia, y de la hermosa capital bávara saltaría al mundo. Como él mismo formuló: «Tenía que irme al gran Reich, al país de mis sueños y de mis deseos». A su Camelot. Claro que ese nuevo Reich iba a convertirse, gracias a esta serpiente satánica, reproducción de la del Apocalipsis, no precisamente en Camelot sino en el Pandemonio, o sea, en el Palacio de Satán en medio del infierno.