SOBREAVISO / René Delgado / Reforma
A Ida, Carla y Joanna.
Sin regatear un ápice la solidaridad con los franceses, restar un gramo al dolor y la rabia provocada por los atentados ni renunciar a dar con los culpables, asombra la aplicación, otra vez, de la fórmula que no resuelve sino agrava el problema: la política del ojo por ojo no repone la paz y sí, en cambio, sacrifica la libertad que ha hecho grande a la democracia.
Responder a la violencia infame con la violencia desbocada sólo escala la violencia. Absurdo, abrazar a la barbarie en nombre de la civilización. Sólo la industria armamentista celebra tan pobre y torpe reacción que sepulta la política.
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Aun desde antes de los atentados del 11/9 en Nueva York seguidos por los de Londres y Madrid y los muchos otros atentados ocurridos en Irak, Afganistán, Pakistán, Nigeria, Líbano y Siria, pero no lamentados con igual dolor social y vehemencia mediática, se sabía de la inutilidad de la fórmula que, hoy, de nuevo tienta a los poderosos, pero no muy inteligentes gobernantes.
Reaccionar con fuerza militar superior ante los atentados terroristas sólo conducirá, no hay secreto, a nuevas guerras.
Reacción ansiada por el terror y temida por quienes todavía aprecian la política como recurso principal para la solución pacífica de los problemas y los diferendos.
La fórmula es sencilla. Por cada atentado terrorista, un raid aéreo, luego una nueva guerra y, más tarde, la retirada con discursos que no encubren la derrota y deja el turno al próximo atentado. La rutina recorre el círculo de nuevo, dejando el costo de la sangre a los inocentes de aquí y acullá, convirtiendo el planeta en mundo de sospechosos.
Los ejércitos ruso, estadounidense, francés, español… regresaron de modo nada airoso y mucho menos victorioso de Afganistán e Irak y, de seguro, si no se les detiene, así regresarán de Siria. Meterán los muertos en los sacos diseñados para ello y presumirán como trofeo de la experiencia el desarrollo de nuevas tecnologías militares que, a la postre, no resultan ni tan inteligentes, ni tan quirúrgicas, ni de tan bajo costo humano.
Hasta ahora, el terrorismo marca el límite de la inteligencia de las grandes potencias, su incapacidad para encarar el desafío y, peor aún, su vesania e indolencia al exponer a su propia gente en sus aventuras bélicas. Exhibe la fascinación que les provoca alimentar la espiral de la violencia, en aras de la supuesta paz. En nombre del combate a un dogma se abandera otro, mientras en el telón de fondo destaca el interés por los recursos o las posiciones estratégicas.
El directorio de mandarines capaces de desatar guerras con la mano en la cintura, George Bush a la cabeza, se agranda. Juran que exterminarán al enemigo, cualquiera que éste sea, y terminan por llevarlo a casa. Hasta los de talla chica, como Felipe Calderón y José Aznar, se inscribieron en ese directorio. Asombra que François Hollande quiera incluirse. Provocan ternura cuando preguntan de dónde salen las armas.
Solidarizarse con la gente no implica apoyar la locura de sus gobernantes.
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En la aplicación de esa fórmula siniestra -en estos días, más vale decir siniestra que infernal- los nacionales de las grandes potencias, en realidad la humanidad en su conjunto, sufre una múltiple victimización.
Sufre la dolorosa agresión por parte del terror. Sufre el sacrificio de su libertad en aras de la seguridad que nunca impera. Sufre la militarización, el miedo y la sospecha como los términos de la relación con el otro. Sufre la absurda certeza de que, todo lo anterior, no conjura el peligro. Sufre la parafernalia de incrementar el gasto en el desarrollo de instrumentos de destrucción, ante los cuales la civilización y la democracia tiemblan al perder parte de lo ganado.
Quizá la corrección política, la venerada popularidad-vanidad de los poderosos y el interés por la próxima elección expliquen sin justificar por qué, ante un atentado terrorista, el jefe del Estado herido ordena de inmediato bombardear la región donde presume ubicar a su fantasmal enemigo pero, luego, todo aquello se desploma cuando, en cualquier momento y lugar, el grupo terrorista responde con un nuevo atentado.
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En ese cuadro, las democracias han visto cómo la libertad de tránsito, la libertad de expresión y el derecho a la morada sucumben ante la seguridad.
Se interviene el correo postal y el electrónico, la expresión y la comunicación en las redes, el hogar donde se habita, la privacidad al ser espiado, so pretexto de ser video-cuidado, con cámaras en la calle, el edificio, el banco, el almacén, el ascensor… y se exige dejar huella, cualquier huella, para identificarse o acreditar dónde anda uno. Montar, ahora, un avión no sólo supone contar con un pase de abordaje. No, exige quitarse zapatos, reloj, teléfonos, monedas, llaves, cinturones y, desde luego, renunciar a los temibles cortaúñas y encendedores. Reclama manifiesta disposición a cruzar arcos y rayos y, de ser necesario, levantar los brazos y separar las piernas. Ese es el mundo libre donde, al final, quien anda suelto es el terrorista.
Perder libertad y derechos no ha supuesto ganar seguridad. Y los inocentes, todos los inocentes, antes de certificar esa condición, son sospechosos.
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Nada justifica el terror, pero tampoco el miedo como forma de gobierno. Aplicar la misma fórmula a un viejo problema no lo resuelve. Sacrificar la libertad y vulnerar la democracia en aras de la seguridad inalcanzable, nadie lo merece. Se está ante un tipo de guerra que, en su aparente novedad, encierra una vieja historia: no hay enemigo pequeño y no a todo enemigo se combate con las mismas armas. Hay, sin duda, una crisis en los servicios de inteligencia que cuando no encuentran enemigo lo inventan y, en su furor, destruyen lo que con gran esfuerzo las sociedades han construido.
La civilización atraviesa una de sus peores crisis; la solución no es, sin duda, abrazar a la barbarie.
* Este texto fue presentado como comentario en La Primera por Adela en Imagen Radio y modificado para su publicación en este espacio.